Raza, lengua y derechos lingüísticos Racismomanta, shimikunamanta, shinallatak shimikunata yachaykunapa kamachiynakuykunamanta Racism, language and linguistic rights Jorge Gómez Rendón jagomez@uotavalo.edu.ec ORCID: 0000-0002-8511-0051 Pontificia Universidad Católica del Ecuador (Quito-Ecuador) Instituto Otavaleño de Antropología (Otavalo-Ecuador) Cita recomendada: Gómez Rendón, J. (2022). Raza, lengua y derechos lingüísticos. Revista Sarance, (49), 86-110. DOI: 10.51306/ioasarance.049.05 ........................................................................................................................... Resumen El artículo analiza la relación entre raza y lengua desde un ángulo político y jurídico con el objetivo de deconstruir los supuestos de dicha relación y promover un cambio de paradigma en cuanto a la ontología de los derechos lingüísticos. Desde el punto de vista político, identificamos dos perspectivas: una macro, que se enfoca en el proceso de dominación y en la lengua en cuanto sistema de signos; otra micro, que se enfoca en el proceso de racialización y en el habla en cuanto materialización del sistema de signos. Desde el punto de vista jurídico, analizamos los textos constitucionales a fin de revelar las formas de clasificación de la alteridad y la terminología utilizada. A partir de la discusión de la oficialidad en las constituciones de 1998 y 2008, se hace una crítica al ordenamiento multiculturalista de las lenguas que se basa en una geografía cultural. Se identifican los desafíos que representan el desplazamiento lingüístico y la mezcla de lenguas para el objeto de los derechos lingüísticos y la necesidad de entenderlos en clave intercultural. Palabras clave: raza; lengua; habla; interculturalidad; derechos lingüísticos. ........................................................................................................................... Tukuyshuk Kay killkaypika razamantapash, shimimantapash alli yuyarishpa killkashka kan. Kay yuyaykunataka allikutami, imashalla politicakunawanpash kimirishkata rikurin. Shinashpa chay mallkirishkakunata tukuchinami yashpa rurashka kan. Chaypa katika, shimi yachaykunapa kamachiynakuykunata mushukyachishpa katina nishpa killkashka kan. Político yuyaymanta rikushpaka, ishkay sinchi yuyaykunami tiyan, shukka imashalla shimi hatunyarishka kawsaykunata rikun, shinashpa shimikunata imashalla killkanata rikun, chayshukka uchilla yuyayshnalla kashpapash, rikuchinmi racializacionmanta, shinallatak imashalla chay killkaykuna rimaypi tikrarikta. Shinallatak kamachiynakuykunata yachana ukupika ishkay kamukunatami allíkuta kutin kutin rikun, chaykunami kan 1998 watamanta, 2008 watamanta constitucionkuna. Chaykunata killkakatishpami, kay killkaypika ashtakata sinchi riman imashalla llaktakunatalla, kawsaykunatalla rikushpa shuk shuk shikanyachishka shimikunataka. Shinashpa, rikun imamanllatak shimikuna shukman shukman tikrarin, kayman chayman llaktakunata riy kallarishpaka, chapurishpaka. Shina shimikunatami allikuta yachakushpa, allikuman hamutana kanchik kawsaypurachik yachaykunatin. Sinchilla shimikuna:: raza, shimikuna, rimay, kawsaypurachik shimikunamanta yachay kamachiynakuykuna. ........................................................................................................................... Abstract The article analyzes the race-language relationship from both political and legal perspectives in order to deconstruct its assumptions and claim a paradigm shift in terms of the ontology of linguistic rights. Two perspectives are identified from the political point of view: one focuses on the process of domination and language as a system of signs; the other focuses on the process of racialization and speech as a materialization of language. From the legal point of view, an analysis of constitutional texts reveals how alterity is classified through the use of specific terminology. The discussion of the official character of languages in the 1998 and 2008 constitutions allows a critique of the multiculturalist ordering based on cultural geography. The challenges of language shift and language mixing for the object of linguistic rights are identified with the aim of understanding the latter in intercultural terms. Keywords: race; language; speech; interculturality; linguistic rights. ........................................................................................................................... Introducción La relación entre raza y lengua es siempre multívoca, no solo porque cada término puede ser visto desde la lupa del otro, sino porque en su asociación ambas evocan otros conceptos como los de cultura, territorio, etnicidad, por nombrar solo algunos, formando un “proceso discursivo temáticamente uniforme” (Jäger, 2003, p. 80) que se manifiesta en distintos planos de la vida social que incluyen la política, la educación, la comunicación o la economía. Esta situación hace que un análisis global de la relación entre raza y lengua no pueda realizarse de manera exhaustiva en una sola contribución. En este artículo trataremos la relación raza-lengua principalmente desde un ángulo político y jurídico. El objetivo es deconstruir ciertos supuestos no demostrados de dicha relación, con el afán de promover un cambio de paradigma en cuanto a la ontología de los derechos lingüísticos. Trazado este itinerario, en la primera sección presentamos dos visiones políticas de la relación entre raza y lengua: una que se enfoca en los procesos históricos de dominación y en la lengua en cuanto sistema de signos; otra en los procesos de racialización que ocurren en el habla en cuanto materialización del sistema de signos. La segunda sección nos llevará a explorar las formas de nombrar la alteridad en el discurso jurídico de los textos constitucionales con el propósito de revelar los criterios clasificatorios y la terminología asociada con cada uno. En la tercera sección nos proponemos revelar el “reparto de lo lingüístico” ensayando una crítica a la ideología multiculturalista del ordenamiento territorial de las lenguas a través de un estudio de los criterios de oficialidad y su manifestación en el discurso constitucional. La cuarta sección está dedicada a identificar los desafíos que representan el desplazamiento lingüístico y la mezcla lingüística para los derechos lingüísticos, su objeto, su ámbito y su finalidad. En la última sección hacemos un llamado al cambio de paradigma en la forma de pensar los derechos lingüísticos, con miras a superar el “reparto de lo lingüístico” hacia la construcción de territorios interculturales para el ejercicio de la palabra. Raza y lengua desde una visión política macro Una indagación etimológica de la palabra ‘raza’ cumple el propósito de iluminar los primeros sentidos de su relación con la lengua. De acuerdo con Corominas, la palabra ‘raza’ entró en el castellano desde el catalán, y en este desde el occitano y el italiano, donde se utilizaba en el sentido de ‘reunión de gente’ (1985, IV, p. 801). Por lo tanto, tenía la palabra desde sus orígenes cierto sentido peyorativo. En todo caso, su uso parece haber sido poco frecuente antes del siglo XVI, cuando su acepción principal era la de ‘linaje’, siendo reemplazada la mayoría de las veces con el término ‘casta’, que llevaba igual acepción. Solo a finales del siglo XVI y principios del XVII adquirió ‘raza’ una connotación peyorativa, asociada sobre todo con “la limpieza de sangre cristiana” (1985, IV, 800), ideología que se había gestado siglo y medio antes como parte de la persecución contra la población judía en la Península Ibérica (Hering, 2007). En la indagación etimológica no deja de llamar la atención que el castellano medieval tuviera un término homófono, raça, usado en expresiones como ‘raça del paño” para aludir a la rareza del color de una tela (Nebrija, 1495, Q ANTE V & RE). Como señala Corominas, de “raleza” [rareza], se pasó a “defecto” sea en paños […], sea en loza, sea en los animales, sea en las personas, y finalmente a “culpa y acción culpable” (1985, IV, p. 800). No cabe duda de que estas acepciones del término vernáculo se mezclaron con las del préstamo catalán-occitano para producir el vocablo ‘raza’ con el significado y sentido que se utilizan en el castellano actual. No es de ninguna manera casual que la asociación peyorativa del término se produjera—o al menos se consolidara—durante el siglo XVI, precisamente cuando el encuentro con la alteridad americana modeló una comprensión de ‘raza’ como casusa y efecto de la jerarquización social impuesta por la conquista y el colonialismo. En cuanto conjunto de relaciones basadas en el poder militar y político que ejerce un pueblo sobre otro, el colonialismo constituye solamente el contexto donde surge un patrón de poder que abarca las esferas del trabajo, el conocimiento, la autoridad y las relaciones intersubjetivas. Desde Quijano (2000), este patrón de poder se conoce como ‘colonialidad de poder’ y es el que articula la raza con las cuatro esferas señaladas. En tal sentido, la ‘raza’ es el mecanismo más eficaz de la diferencia colonial, entendida como un dispositivo clasificatorio de los grupos humanos según estándares eurocéntricos, “lo cual marca la distinción y la inferioridad con respecto a quien clasifica” (Quintero, 2010, p. 8). Convertido en racismo como práctica social, el dispositivo de la diferencia colonial atraviesa todas las esferas de la vida individual y colectiva y puede observarse en la micropolítica de las interacciones verbales. Raza y habla desde una visión política micro Si las teorías de la colonialidad del poder y la diferencia colonial logran explicar satisfactoriamente cómo la raza contribuye a activar el dispositivo clasificatorio con relación a la lengua, resultan insuficientes cuando pasamos de la lengua entendida como sistema de signos verbales —que es la definición tácita con la que trabaja Mignolo al hablar de diferencia colonial en relación con las lenguas, las literaturas y los conocimientos/saberes (Mignolo, 2000, p. 215)— al habla entendida como materialización social del sistema de la lengua a través de conductas verbales. Si queremos entender mejor los mecanismos de racialización lingüística es preciso ubicarnos en el nivel micro del habla. Entender el problema de la racialización lingüística desde el habla significa ahondar en la manera como las prácticas lingüísticas, manifiestas en usos y conductas, siguen patrones clasificatorios que producen exclusión y dominación, no ya en la lengua, sino en otras esferas de la vida social, como la comunicación, la educación, las leyes, el acceso a la salud, la justicia, entre otros. De los contados autores que han tratado sobre la micropolítica de la lengua tal como se refleja en los actos lingüísticos, me referiré aquí a dos de ellos—Bourdieu (1985) y Butler (2009 [1997])—porque considero que son los que abren el camino hacia una comprensión de los mecanismos de racialización del lenguaje. Los conceptos que permiten situar los mecanismos de racialización lingüística en la teoría de Pierre Bourdieu son dos. El primero tiene que ver con el habitus, definido como un sistema de disposiciones durables y transferibles que son producto de la participación de cada individuo en la vida social de su grupo, pero que al mismo tiempo determinan su forma de pensar y actuar (Bourdieu, 1972, 178). Según Thompson, definimos con mayor precisión el habitus lingüístico como un subconjunto del habitus conformado por disposiciones constitutivas del habitus: se trata del subconjunto adquirido en el transcurso de procesos de aprendizaje de la lengua en contextos particulares como los de la familia, los pares, la escuela, etcétera. Estas disposiciones rigen tanto las prácticas lingüísticas propias de un agente como la anticipación del valor que recibirán los productos lingüísticos en otros campos o mercados – en el mercado laboral, por ejemplo, o en las instituciones de educación superior (Thomson, 1991, p. 31) [ Traducción del autor]. Esta definición nos lleva de la mano al segundo concepto, sin el cual no podríamos entender la racialización lingüística como producto determinado por condiciones que van más allá de la lengua y al mismo tiempo causa de procesos de exclusión que se dan por fuera de ella. Hablamos del mercado lingüístico. Definido como un campo de interacción verbal donde los interlocutores intercambian productos lingüísticos a los que se asigna un valor probable según sus respectivas posiciones sociales, el mercado lingüístico se impone como un sistema de sanciones y censuras que valora unos productos por sobre otros, de suerte que la competencia práctica de los interlocutores es saber cómo y de qué manera han de producir expresiones valoradas en dicho mercado (Bourdieu, 1991, p. 60). El mismo autor nos aclara que los productos lingüísticos que circulan en el mercado lingüístico son discursos estilísticamente caracterizados, en relación con la producción, en la medida que cada hablante hace un idiolecto a partir de la lengua común, y en relación con la recepción, en la medida que cada receptor contribuye a producir el mensaje que percibe importando en él todo lo que conforma su experiencia social y colectiva (Bourdieu, 1991, p. 61) [ Traducción del autor]. Los conceptos de habitus y mercado lingüístico permiten comprender cómo la racialización lingüística opera, no sobre la entelequia saussureana de ‘la lengua’, sino sobre los actos lingüísticos que constituyen el habla. En cuanto conductas encarnadas de una hexis verbal, dichos actos son productos lingüísticos de procesos de exclusión del pasado y causa de nuevas formas de exclusión en el presente. Estos procesos de exclusión descansan sobre dos pilares. El primero comprende dos tipos de evidencia: por un lado, la evidencia empírica de que ninguna producción verbal es igual a otra; por otro lado, la evidencia científica de que dos hablantes de una misma lengua no comparten una misma gramática mental, con lo cual habría tantas gramáticas cuantos hablantes se consideren (Dabrowska, 2012). Por lo tanto, esta que podríamos llamar “diferencia lingüística” es connatural al habla y se convierte en diferencia colonial cuando se despliega en una matriz de dominación. El segundo pilar de la exclusión proviene de la encarnación del habla, es decir, del hecho evidente que toda habla “está inscrita en el cuerpo y constituye una dimensión de la hexis corporal” (Thompson, 1991, p. 31). Por lo tanto, en la encarnación de la lengua es donde habremos de buscar no solo el vínculo más natural entre los productos lingüísticos y su racialización, sino la forma en que el cuerpo parlante es racializado. La teoría del performativo de Butler (2009 [1997]) nos allana el camino. Para la autora norteamericana, no se trata solamente de actos lingüísticos entendidos como “productos” de una encarnación de la lengua en el habla, sino sobre todo de enunciados, colocándonos así en el terreno de la pragmática, es decir, de los usos y los usuarios del lenguaje. Para Butler, no solo los actos de habla ritualizados—por ejemplo, aquellos que enuncia el juez cuando pronuncia una sentencia—sino todos los enunciados lingüísticos están investidos de performatividad en la medida que crean una realidad social. Esto significa que, a diferencia de lo que sostiene Bourdieu, el mismo habitus lingüístico está estructurado por un tipo de performatividad. La performatividad del habitus lingüístico radica precisamente en su anclaje corporal, de lo que resulta que el cuerpo es siempre un instrumento retórico de expresión. La performatividad se nutre así de “la forma en que el cuerpo excede retóricamente el acto de habla que realiza” (2009, p. 248), un exceso del cual el cuerpo parlante es inconsciente: El acto que el cuerpo realiza al hablar nunca se comprende completamente; el cuerpo es el punto ciego del habla, aquel que actúa en exceso con respecto a lo que se dice, aunque actúa también en y a través de lo que se dice. El hecho de que el acto de habla sea un acto corporal significa que el acto se redobla en el momento del habla: existe lo que se dice, pero existe también un modo de decir que el “instrumento” corporal de la enunciación realiza (Butler, 2009, p. 30). El punto ciego al que hace mención Butler constituye precisamente el resquicio por el cual se manifiesta la racialización lingüística: para quien habla como para quien escucha, el efecto retórico del cuerpo lleva la marca de la diferencia colonial inscrita en la “raleza” del cuerpo parlante. Hasta aquí llega nuestra disquisición en torno a las visiones macro y micro de la relación entre raza y lenguaje, visiones que, como veremos, tienen incidencia directa en la forma en que se materializa y reproduce el vínculo entre ambos términos a través del discurso jurídico. De raza a nacionalidades: los nombres de la diferencia Una de las primeras formas en que se manifiesta la diferencia colonial es a través de los nombres. Nombrar al otro no es solo un ejercicio referencial, es, ante todo, un ejercicio taxonómico. Una taxonomía histórica de la alteridad arroja luces para comprender los procesos de dominación y las ideologías que los sustentan. En el marco de la constitución y consolidación de los Estados nacionales latinoamericanos, uno de los lugares privilegiados para iniciar la pesquisa es el discurso jurídico de los textos constitucionales. Un breve análisis de las veintiuna constituciones ecuatorianas en busca de lo que podríamos llamar ‘el nombre de los otros’, nos permite entender cómo se ha producido la alteridad en el discurso político a lo largo de la época republicana y cómo continúa administrando la diferencia colonial. En los primeros diez textos constitucionales, de 1830 a 1884, la alteridad es un fantasma que recorre sus páginas sin llegar a materializarse. Ningún artículo de la primera constitución (1830) se refiere explícitamente a una alteridad indígena o afrodescendiente1. La única alteridad que se manifiesta entre 1830 y 1884 no se basa en criterios raciales, sino que alude a la pertenencia territorial: “los naturales de otros Estados”, “los extranjeros”. Durante más de medio siglo de vida republicana los textos constitucionales guardan silencio sobre la composición cultural y lingüística de la sociedad ecuatoriana. La primera referencia explícita a una alteridad no-hispana se halla en la primera constitución liberal de 1897. Desde entonces se multiplican los términos utilizados para referirse a esa alteridad. Un análisis semántico de esta terminología encuentra seis criterios diferentes de clasificación, criterios que no son mutuamente excluyentes, utilizándose dos o más desde la constitución de 1929. El siguiente cuadro resume estos criterios y sus términos asociados: Para entonces, se asumía tácticamente la nacionalidad ecuatoriana de indígenas y afrodescendientes nacidos en el territorio del Ecuador, pero no su ciudadanía, al no tener propiedades y ser analfabetos la absoluta mayoría de ellos. Tabla 1 Criterios de alteridad por constituciones y términos utilizados Nota: elaboración del autor. La constitución de 1897 es la primera que utiliza la expresión “raza india”, la cual se repetirá en la mayoría de las constituciones de la primera mitad del siglo veinte2. Nótese que las constituciones de 1906 y 1929 hablan de “raza india” mientras que las de 1945 y 1946 se refieren a “raza indígena”. Es probable que la transformación de “indio” a “indígena” constituya un giro en el discurso de la alteridad. De hecho, para 1945, “raza” adquiere una connotación negativa explícita en virtud del artículo que la declara uno de los motivos de “discriminación lesiva a la dignidad humana” (1945, Art. 141, 2). La nueva connotación requiere, por lo tanto, un calificativo “científico” que autorice su uso en el discurso jurídico. Recordemos a propósito que “indígena” se había convertido para entonces en un término propio de las ciencias sociales, sobre todo después de la celebración del Primer Congreso Indigenista Interamericano celebrado en Pátzcuaro en 1940. Desde 1929 se identifican en los textos constitucionales otros criterios para la clasificación de la alteridad. El criterio demográfico aparece en la constitución de 1929 y se mantiene vigente en las tres constituciones posteriores, incluyendo la de 1979. Bajo el criterio demográfico, la “raza indígena” pasa a ser “población indígena” y sus miembros “habitantes indígenas”, con lo cual la clasificación de la alteridad asume un halo supuestamente científico. Mientras el criterio racial identifica a los otros no-hispanos a partir de características biológicas asociadas con la sangre y el fenotipo, el criterio demográfico reconoce la alteridad no-hispana como un componente de la sociedad ecuatoriana sujeto a cuantificación. Los “indios” ahora son parte de la población nacional, pero su naturaleza cultural y lingüística específica continúa invisibilizada. Más adelante, con la constitución de 1945, los textos constitucionales empiezan a hablar de “comunas” o “comunidades”. El uso de ambos términos corresponde a un nuevo criterio de clasificación que se enfoca ahora en la organización tradicional de la población indígena. Su presencia en el texto constitucional es efecto de la institución en el discurso jurídico de una terminología organizativa consagrada en la Ley de Organización y Régimen de Comunas de 1937. Ambos criterios, el demográfico y el organizativo, guiarán la clasificación de la alteridad hasta 1979 y tendrán consecuencias específicas para su administración por parte del Estado. _______ 2. La excepción es la efímera constitución de 1938, que utiliza en su lugar el genérico “indios” en el contexto del “respeto” del Estado ecuatoriano al “idioma propio de los indios”, convirtiéndose esta en la primera mención a una alteridad lingüística no-hispana en un texto constitucional. _______ El quinto criterio de clasificación es de tipo sociológico-histórico y se corresponde con el término “pueblo”, que para 1998 empieza a ser utilizado además junto al de “nacionalidad”. La alteridad no-hispana estará constituida entonces por “los pueblos indígenas que se autodefinen como nacionalidades de raíces ancestrales, y los pueblos negros o afroecuatorianos” (Const. 1998, Art. 83). A diferencia de “población”, “pueblo” se refiere a una entidad histórica cuyas características socioculturales pueden ser definidas con precisión. Este sentido conformará el núcleo de la definición que consolidarán poco después en autores como Tibán (2006), para quien los pueblos indígenas del Ecuador son “colectividades originarias, conformadas por comunidades o centros con identidades culturales que les distinguen de otros sectores de la sociedad ecuatoriana, regidos por sistemas propios de organización social, económico, político y legal” (2001, p. 35, citado en Chasiguano, 2006, p. 15). El criterio cultural, hoy en día el más importante para clasificar la alteridad, aparecerá solo desde la constitución de 1998. La importancia de la esfera cultural en la definición del Otro puede interpretarse como efecto de la paulatina introducción del concepto “cultura” en la constitución: mientras en la constitución de 1929 no existe una sola referencia a la cultura, en 1946 encontramos dos, en 1967 seis, en 1979 ocho, en 1998 once, y en 2008 veintiocho. No obstante, al comparar el uso del término en relación con la alteridad no-hispana, encontramos una diferencia importante: para 1998 la palabra “cultura” no aparece asociada en ningún momento con las que hasta entonces se denominaban “comunidades indígenas”; al contrario, para 2008 más de la mitad de los casos en que aparece el término están asociados con pueblos y nacionalidades, en cuyo caso aparece incluso en su forma plural. Este giro en el uso del lenguaje demuestra, en nuestra opinión, dos cosas: 1) el reconocimiento de una diferenciación cultural al interior de la “población indígena”; y 2) la equivalencia de “culturas” con “comunidades, pueblos y nacionalidades indígenas”, en la medida que cada una de estas se caracteriza por una cultura que la distingue del resto. Esta equivalencia es débil todavía en el texto constitucional de 1998, por lo que requiere en algunos casos del término “étnico” para especificar que se habla de las culturas “indígenas”. La coocurrencia de los términos “etnia” y “cultura” y sus derivados “étnico” y “cultural” aparece por primera vez en 1998 (“se tendrán en cuenta las diversidades de edad, étnico-culturales, locales y regionales”, Art. 254) y queda establecida en la constitución de 2008, donde ambos términos ocurren unas veces yuxtapuestos, otras unidos por una conjunción, otras fusionados en un compuesto. En cualquier caso, su uso se fija hoy con cierto grado de obligatoriedad, de suerte que, al menos en referencia a pueblos y nacionalidades, el uno (“cultural”) aparece casi siempre con el otro (“étnico”). El uso sistemático y recurrente de ambos términos no es arbitrario y obedece a una ideología que naturaliza el vínculo étnica-cultura al referirse a los pueblos y nacionalidades. ¿Cuál es, sin embargo, el significado que encierran los términos “etnia” y “étnico” cuando se utilizan junto con el término “cultura”? Empecemos señalando que el uso de “etnia” tal como se utiliza en la constitución de 1998, coincide con el desuso del término “raza”, lo cual sugiere que se trata de un reemplazo. En efecto, el numeral tercero del artículo 23 del capítulo sobre derechos civiles, al tratar sobre los motivos de discriminación, afirma que “[t] odas las personas serán consideradas iguales y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades, sin discriminación en razón de nacimiento, edad, sexo, etnia, color, origen social, idioma […]” (Const. 1998, mi énfasis). Dado que la equivalencia etnia-raza es explícita en este caso, podemos asumir que el compuesto “étnico-cultural” equivale, mutatis mutandis, a “racial-cultural”. Si lo cultural no puede desligarse de lo étnico, es decir, de lo racial, cuando hablamos de las comunidades, pueblos y nacionalidades (indígenas), entonces nos hallamos frente a una manifestación de lo que Barker llama “nuevo racismo” (Barker, 1981) y Balibar (2008) “racismo cultural” o “racismo de la diferencia cultural”. La particularidad de esta forma de discriminación consistiría precisamente en el establecimiento de relaciones de dominación y exclusión a partir de las características culturales de un grupo, incluyendo, claro está, la lengua. Al mismo tiempo, en sociedades herederas de procesos coloniales como las nuestras, las características culturales nunca están exentas de asociaciones con el componente racial, pues no se trata de un etnocentrismo sin más, sino de un etnocentrismo racial construido precisamente a partir de la diferencia colonial. Este racismo de la diferencia cultural se alimenta de lo que Taussig ha llamado una “topografía moral” (1987, p. 287), esta compartimentación de la geografía para asignar a cada colectivo su “lugar propio”. La naturaleza étnica de la cultura Según Corominas, el uso del vocablo “étnico” en lengua española está documentado por primera vez hacia 1630 con el sentido de “pagano”, denotación que se explica por la traducción que hicieron los judíos del griego ethnos para referirse a los pueblos extranjeros politeístas también llamados gentiles (1984, II, 819). Ethnos tenía varias acepciones en griego clásico, pero todas aludían a un grupo de personas que viven y actúan juntas y que comparten los mismos rasgos culturales. Por lo tanto, en su origen no se refería a rasgos biológicos basados en el parentesco, en cuyo caso se utilizaba genos. De acuerdo con Smith, exceptuando la palabra francesa ethnie, que enfatiza la idea de un grupo que comparte rasgos culturales y forma una comunidad histórica, las lenguas europeas occidentales carecen de un término equivalente (Smith 1988, p. 21). Aunque, como señalamos líneas atrás, el adjetivo “étnico” está documentado desde el siglo XVII en castellano, su sustantivo correspondiente, “etnia”, es de aparición tardía – siglo XX – lo que sugiere que su ingreso fue a través del francés. Para Smith, una etnia se define de acuerdo con las siguientes características: 1) un nombre colectivo; 2) un mito de origen; 3) una historia compartida; 4) una cultura en común, incluyendo, sobre todo, una misma lengua; 5) un vínculo territorial específico; y 6) un sentido de solidaridad (1988, pp. 22-30). Por lo tanto, para este autor, el sentido de “étnico” no tiene que ver directamente con “raza”, sino más bien con “cultura”. Este parecería ser, en efecto, su uso histórico. Contrario a este uso, el de “etnia” y “étnico” en las constituciones de 1998 y 2008 tiene una clara asociación racial. Wade está de acuerdo en que el concepto de “etnia” abarca la diferencia cultural de un grupo en relación con otro, pero especifica que, en lugar de utilizar una terminología fenotípica o racial, utiliza una terminología espacial. De esta manera, la diferencia cultural se extiende por el espacio geográfico debido al hecho de que las relaciones sociales se vuelven concretas mediante una forma espacializada. Esto crea una geografía cultural, o una ‘topografía moral’ […] Así, la gente utiliza la localización (o más bien el origen putativo de la gente en ciertos lugares) para hablar sobre ‘diferencia’ y ‘similitud’. Por eso, la ‘pregunta étnica’ por excelencia es: ‘¿de dónde es Ud.?’ (Wade, 2000, pp. 25-26) La estrecha relación entre lo étnico y lo espacial se manifiesta claramente en la constitución de 2008. El artículo 242 del capítulo segundo sobre organización del territorio considera entre las posibles razones para la creación de regímenes especiales aquellas “de conservación ambiental, étnico-culturales o de población”. Esta demarcación espacial de lo “étnico-cultural” se expande dentro del Código Orgánico de Organización Territorial, donde se estipula que la conformaciónde las circunscripciones territoriales indígenas plurinacionales e interculturales deberá realizarse “respetando la diversidad étnico cultural existente en dicho territorio” (COOTAD, 2010, Art 94). Más aún, cuando las comunidades, pueblos o nacionalidades no puedan constituirse en circunscripciones territoriales indígenas, el código establece que sus derechos colectivos podrán ser ejercidos “en sus territorios legalmente reconocidos y tierras comunitarias de posesión ancestral” (COOTAD, 2010, Art. 97). El fundamento territorial de la diferencia cultural se expresa de manera privilegiada en las categorías jurídico-políticas a través de las cuales se clasifica la alteridad en la última constitución. Nos referimos a “pueblo” y “nacionalidad”, cuya definición conceptual expresa irrenunciablemente su vínculo con el territorio. Según el hoy extinto Consejo de Desarrollo de las Nacionalidades y Pueblos del Ecuador, se entiende por nacionalidad al pueblo o conjunto de pueblos milenarios anteriores y constitutivos del Estado ecuatoriano, que se autodefinen como tales, tienen una común identidad histórica, idioma, cultura, que viven en un territorio determinado, mediante sus instituciones y formas tradicionales de organización social, económica, jurídica, política y ejercicio de autoridad propia. (citado en Chisaguano, 2006, p. 14, mi énfasis) No se trata de desconocer la importancia de la territorialidad para la constitución de lo étnico y la construcción del Estado plurinacional. Tampoco se trata de desconocer la importancia del territorio para la pervivencia de numerosas expresiones de la cultura. Como ha demostrado Rodríguez a partir del análisis de jurisprudencia internacional, el territorio es la base para el ejercicio de los derechos colectivos y en tal medida es fundamental para la reproducción de una lengua (2020, p. 73-75). Lo que no queda claro es en qué medida una demarcación territorial de las culturas contribuye a una interculturalidad que supere la visión multiculturalista que maneja la diversidad a través de una geografía cultural que deja incuestionadas las causas de la desigualdad. Si la interculturalidad sin plurinacionalidad ha desembocado hasta hoy en un reconocimiento superficial de la diferencia cultural que convierte la diversidad en espectáculo (Gómez Rendón, 2017), una plurinacionalidad sin interculturalidad desconoce la complejidad de factores que modelan el espacio donde se desarrolla la sociedad ecuatoriana, un espacio caracterizado históricamente por relaciones complejas entre sus diferentes geografías, pero también por una tensión entre la unidad y el fraccionamiento (Deler, 2007). Vistos desde esta perspectiva, los proyectos de plurinacionalidad e interculturalidad resultan casi excluyentes. Al respecto, concordamos con Cruz cuando afirma que las medidas tomadas para construir la plurinacionalidad no son suficiente para lograr la interculturalidad (Cruz, 2013, p. 56). En la siguiente sección ilustramos la tensión entre plurinacionalidad e interculturalidad enfocándonos en el problema de las lenguas. El “reparto de lo lingüístico”: oficialidad, territorio y desterritorialización El título de esta sección alude al concepto rancieriano de “reparto de lo sensible”, aquel sistema de evidencias “que hace visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes exclusivas” (Rancière, 2009, p. 9). Las evidencias sensibles de las que habla el filósofo francés atañen directamente a los rasgos de la diferencia cultural, que son, en primer lugar, rasgos sensibles. De entre ellos quizás el más sensible y paradójicamente más invisible de todos por su naturaleza es el lenguaje verbal, precisamente porque toda lengua presupone siempre un cuerpo que enuncia. La primera manifestación de este reparto en relación con el lenguaje la encontramos en el concepto de “oficialidad”. El carácter oficial de una lengua equivale a su reconocimiento como parte constitutiva de la sociedad, medio privilegiado de comunicación y objeto de protección por parte del Estado. En el Ecuador, transcurridos casi doscientos años de vida republicana, la oficialidad lingüística ha estado siempre del lado del castellano. La declaración del castellano como idioma oficial del Ecuador, sin embargo, data apenas de la constitución del 1929. Antes de ese año no hay referencia alguna al idioma oficial del Ecuador, quizás porque no se creía necesario enunciarlo al ser un supuesto incuestionado. A su vez, la primera mención a una alteridad lingüística proviene de la constitución de 1938, donde se habla del “idioma propio de los indios” (Const. 1939, Art. 6). Para 1945 encontramos una mención más explícita de dicha alteridad: la constitución de ese año “reconoce el quichua y demás lenguas aborígenes como elementos de la cultura nacional” (Const. 1945, Art. 5). Igual pronunciamiento encontramos en la constitución de 1979. Para 1998, la constitución otorgará al “quichua, el shuar y los demás idiomas ancestrales” el carácter de lenguas oficiales “para los pueblos indígenas, en los términos que fija la ley”. El texto constitucional de 2008 volverá a reconocer la oficialidad de las lenguas indígenas, con dos extensiones importantes que analizamos enseguida. La primera tiene que ver con la declaración del castellano, el kichwa y el shuar como “idiomas oficiales de relación intercultural”, lo que significa que se trata de una oficialidad restringida a lo que el texto constitucional llama “relación intercultural”. Sobre el significado de esta oficialidad se discutió durante la Asamblea Constituyente de 2008 y se sigue discutiendo hoy en día, pues persiste la confusión en la forma correcta de interpretarla. Por una parte, parece obvio que una lengua de relación intercultural es aquella que facilita la comunicación en situaciones de plurilingüismo, con lo que se asemejaría a una “lengua vehicular” o “lengua franca”, definida por la sociolingüística como una lengua que cumple la función social de servir a la intercomunicación entre hablantes de lenguas maternas diferentes (Moreno Fernández, 1998, p. 236). La pregunta, claro está, es cómo llega una lengua a ser vehicular. Las razones pueden ser varias: la simple frecuencia de uso, pero también razones comerciales o incluso políticas. ¿Por qué tienen que ser el castellano, el kichwa y el shuar “idiomas oficiales de relación intercultural” y no cualesquiera de las otras diez lenguas que se hablan en el país? Si consideramos su carácter de lenguas mayoritarias – aquellas con el mayor número de hablantes – como el criterio principal, nos hallamos frente a un problema: el carácter mayoritario de una lengua tiene que ver menos con el número de hablantes y la frecuencia de uso que con la imposición tácita de una variedad y su aceptación incuestionada. Es una forma sutil de “violencia simbólica” (Bourdieu y Wacquant, 1992). Que el castellano sea lengua de relación intercultural parece un reconocimiento implícito de su oficialidad histórica, una oficialidad que esconde los procesos de dominación que están detrás de su uso obligatorio exclusivamente para los hablantes de lenguas indígenas. En una sociedad plurilingüe como la nuestra, “se espera” que los hablantes de lenguas indígenas aprendan y utilicen el castellano sin más consideraciones. No se trata de una elección libre: no aprender ni utilizar el castellano tiene para los hablantes de lenguas indígenas serias consecuencias, que van desde la incomprensión hasta la exclusión, pasando, claro está, por la discriminación. De la misma manera, asumir sin más que el kichwa es la lengua indígena “por defecto” y que su número de hablantes la convierte en “idioma oficial de relación intercultural” oculta procesos históricos que han desembocado en el desplazamiento de otras lenguas que alguna vez existieron en la Sierra y la Amazonía y existen aún en esta última región (Gómez Rendón, 2010, 2013, 2021). En efecto, algunas comunidades lingüísticas amazónicas han experimentado un proceso de desplazamiento hacia el kichwa (kichwización) en las últimas décadas, con la consiguiente pérdida de sus lenguas originarias (sapara, andwa, wao tededo). Este proceso se ha visto impulsado en las últimas décadas por la misma educación intercultural bilingüe, en cuyo contexto, por ejemplo, es práctica común asignar maestros kichwa hablantes a comunidades cuya lengua no es el kichwa, promoviendo de este modo la perdida de la lengua local. Hechas estas consideraciones, creemos que una oficialidad restringida a la función de promover relaciones interculturales no hace justicia al plurilingüismo de nuestra sociedad e incluso oculta y promueve la diglosia – dominación de una lengua por otra – entre el castellano y las lenguas indígenas, pero también entre las mismas lenguas indígenas. La segunda extensión del texto constitucional a propósito de las lenguas indígenas consiste en declararlas oficiales “en las zonas donde habitan” (Const. 2008, Art. 2). En este caso, se trata de una oficialidad que se basa en criterios geográficos. La interpretación de la frase “en las zonas donde habitan” se asocia comúnmente con los llamados “territorios ancestrales”, aquellas zonas reconocidas a una nacionalidad por el Estado y que la Ley Orgánica de Tierras Rurales y Territorios Ancestrales define como el espacio físico sobre el cual una comunidad, comuna, pueblo o nacionalidad de origen ancestral, ha generado históricamente una identidad a partir de la construcción social, cultural y espiritual, desarrollando actividades económicas y sus propias formas de producción en forma actual e ininterrumpida. (2016, Art. 3) Si las lenguas indígenas son la argamasa de aquella construcción social, cultural y espiritual que genera una identidad histórica, los territorios ancestrales cumplen un papel decisivo para la conservación de las lenguas indígenas. Así lo hemos sostenido en otro lugar, donde reconocimos que “[e]ste engaste de lo lingüístico en las esferas de la política y el territorio obliga a una mudanza de paradigma en todo lo relacionado con los derechos lingüísticos y la forma de comprender y gestionar el patrimonio lingüístico” (Gómez Rendón, 2018). En la misma línea, la estrecha relación lengua-territorio ha llevado a Rodríguez (2017, 2020) a hablar de “derechos lingüísticos-territoriales”. Desde este punto de vista, reconocer la oficialidad de una lengua indígena dentro del territorio ancestral de su nacionalidad es importante para promover su uso y conservación, tomando en cuenta la interconexión de lo lingüístico con otras esferas de lo social. Reconocer la importancia del territorio para la conservación de las lenguas implica el compromiso de proteger los patrimonios lingüísticos de las nacionalidades en sus territorios. ¿Pero qué hay de los hablantes de lenguas indígenas ya no viven en sus territorios y cuyo número solo crece con el paso del tiempo? Una perspectiva verdaderamente territorial de la lengua y los derechos lingüísticos debe considerar también los fenómenos de desterritorialización. Al contrario, una perspectiva territorialista pasa por alto los marcados procesos de desterritorialización que han sufrido las lenguas. Estos procesos, que empezaron en los primeros años de la conquista, se han visto acelerados por la colonización y la migración rural-urbana desde mediados del siglo XX hasta la presente fecha. En el imaginario de la sociedad mestiza hispanohablante las ciudades siguen siendo el baluarte del castellano, así como el campo serrano y la selva siguen siendo los baluartes de las lenguas indígenas. No obstante, sabemos bien que la realidad es otra. En la Sierra, desde la segunda mitad del siglo XVI, no solo hubo un gran número de hispanohablantes en las zonas rurales, sino también una importante presencia de indígenas urbanos que prestaban distintos servicios a la población española (Bromley, 1979; Minchom, 1986; Gómez Rendón, 2022). En el presente siglo, el porcentaje de hablantes de lenguas indígenas que vivían en la ciudad se acercaba a 16% (Censo 2001) y en menos de una década había subido a casi 19% (Censo 2010). Si tomamos en cuenta las bien conocidas tendencias de blanqueamiento en la recolección censal y la docena de años transcurridos desde el último censo, es altamente probable que hoy el número de hablantes urbanos de lenguas indígenas supere fácilmente el 25% de toda la población indígena que todavía conserva su lengua. En este contexto, el objeto de una normativa lingüística debe ser preservar las lenguas indígenas no solo en sus territorios ancestrales, sino también en el espacio multilingüe de las ciudades. El contacto lingüístico: desplazamiento, mezcla y derechos lingüísticos La década pasada vio extinguirse dos lenguas indígenas en el Ecuador con la muerte de sus últimos hablantes. El fenómeno de extinción de lenguas tiene alcance mundial y está asociado con la extinción de especies. El ritmo de ambas extinciones corrobora un vínculo observado hace ya algunas décadas por antropólogos y lingüistas: la relación directa entre glotodiversidad y biodiversidad (Maffi & Woodley, 2010, p. 4). Esta relación es la base de la diversidad biocultural y explica por qué los pueblos indígenas son custodios de la diversidad biológica del planeta. En este contexto, es evidente la necesidad de proteger sus territorios. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando los custodios de esta diversidad no solo pierden su lengua, sino que cambian su modo de vida como resultado de su cambio de residencia a los centros urbanos? ¿Cómo podemos seguir protegiendo sus derechos lingüísticos? En situaciones de contacto desigual, donde una comunidad de hablantes ocupa una posición subalterna o minorizada frente a otra, hay dos formas en que estos hablantes enfrentan la presión cultural y lingüística que ejercen aquellos de la comunidad hegemónica. La primera forma consiste aprender la lengua dominante y abandonar la lengua propia (desplazamiento lingüístico). La segunda forma es aprender la lengua dominante sin abandonar la lengua propia, pero mezclando ambas (mezcla lingüística). Los efectos del desplazamiento y la mezcla plantean situaciones particulares que deben ser tomadas muy en cuenta a la hora de crear una normativa sobre lenguas y desarrollar una planificación lingüística que se materialice en políticas públicas coherentes, como veremos a continuación. El desafío del desplazamiento lingüístico a una visión esencialista de los derechos lingüísticos La pérdida de una lengua minorizada y la adopción de una lengua dominante son las dos caras del desplazamiento lingüístico. Cada una nos coloca frente a situaciones que son relevantes desde la perspectiva de los derechos lingüísticos y sobre las cuales poco o nada se ha reflexionado. La pérdida de una lengua minorizada nos pone frente a la necesidad que sienten las organizaciones de los pueblos o nacionalidades afectados de restituirla en sus comunidades étnicas de origen dentro del territorio ancestral. Nótese que restitución lingüística no es lo mismo que revitalización lingüística. Mientras esta hace referencia al fomento de una lengua viva a través de estrategias de prevención, expansión, fortalecimiento o restauración según su grado de vitalidad (Bauman, 1980), la restitución lingüística ocurre cuando ya no quedan hablantes vivos de una lengua y se dispone solamente de un repositorio de materiales escritos y/o audiovisuales que deben ayudar a reintroducirla a través de la enseñanza formal o informal. A diferencia de la revitalización lingüística, que pone énfasis en la lengua, la restitución lingüística se enfoca en identificar e intervenir en los factores sociales y las estructuras de poder que provocan el desplazamiento lingüístico. Pese a estas diferencias, revitalización y restitución se parecen en cuanto requieren de una organización política en territorio que permita coordinar esfuerzos colectivos. Esto ha ocurrido con los procesos de restitución de las lenguas sapara y andwa. El esfuerzo de ambas nacionalidades por recuperar sus lenguas originarias se ha realizado bajo el liderazgo de sus respectivas organizaciones, la mayoría de las veces sin una participación debidamente planificada y sostenida por parte del Estado ecuatoriano (Gómez Rendón, 2012, 2018). En el caso del sapara este proceso empezó en 2001, mientras que para el andwa los primeros pasos hacia su reintroducción se dieron en 2008 (Gómez Rendón, 2022b). Aunque los avances y logros obtenidos han sido muy modestos, el proceso de restitución plantea retos y problemas. ¿Cuál debería ser la participación del Estado en el caso de la restitución lingüística? Ni la constitución vigente ni la Ley Orgánica de Cultura son explícitas al respecto. Esta última establece a lo sumo como atribución del Ministerio de Cultura y Patrimonio “desarrollar políticas que promuevan el conocimiento, uso, valoración y revitalización de las lenguas ancestrales de los pueblos y nacionalidades del Ecuador” (2016, Art. 26, No. 3, mi énfasis). Si consideramos el proceso generalizado de pérdida lingüística al interior de los pueblos y nacionalidades y recordamos que su reconocimiento jurídico se realiza en base a criterios culturales, uno de los cuales es precisamente la lengua, tenemos razones de peso para pensar que la restitución de lenguas minorizadas que se han extinguido será con el paso de los días tan necesaria como la revitalización lingüística como parte de una política pública de lenguas. La otra cara del desplazamiento, la adopción de la lengua dominante, cuestiona la forma en que se vincula lengua e identidad, o, dicho de otro modo, el grado en que la etnicidad está determinada por la lengua. A propósito de esta relación, ¿qué ocurre con las personas que ya no hablan la lengua de su pueblo o nacionalidad sino solamente la lengua oficial, pero que continúan identificándose como indígenas? ¿Cuál debería ser la posición del Estado en este caso como garante de sus derechos lingüísticos? El número de hispanohablantes monolingües que pertenecen a pueblos y nacionalidades ha aumentado en las últimas décadas a consecuencia de intensos procesos de migración a las ciudades y la urbanización del campo. Esta tendencia se puede observar claramente en el censo de 2001, donde el número de indígenas que hablaba solo castellano llegaba a 283.385 de un total de 810.207, lo que representaba un 35% de toda la población étnica3. La presencia de indígenas monolingües hispanohablantes plantea un reto a la forma como hemos pensado la etnicidad y nos obliga a reconocer los límites de la lengua como criterio de identidad. Como señalan Viatori y Ushigua al discutir sobre la autodeterminación de los pueblos indígenas de la región, si los Estados continúan considerando la lengua uno de los criterios decisivos para reconocer su etnicidad, entonces les negarán derechos, recursos y reconocimiento a aquellos que no puedan dar pruebas de tener una identidad lingüística propia (2008, p. 11). Las consecuencias de la entronización de la lengua como principal criterio de lo étnico-identitario afectan no solo a los pueblos y nacionalidades, sino también a los individuos, pues la lengua es propiedad tanto de una comunidad lingüística como de hablantes individuales. Esta naturaleza bifronte de la lengua es fundamento de la doble titularidad de los derechos lingüísticos. La vulneración de estos derechos será mayor cuando los hablantes se encuentren fuera de su comunidad de habla, por lo tanto, fuera de su territorio de origen y fuera del amparo de sus organizaciones de base. Esto explica por qué la migración se convierte en un factor decisivo para la pérdida lingüística y por qué son precisamente los centros urbanos donde se produce la mayor vulnerabilidad a los derechos lingüísticos de los individuos. ¿Qué puede hacer el Estado para garantizar los derechos lingüísticos de los indígenas que ya no hablan la lengua de su pueblo o nacionalidad y crear una justiciabilidad efectiva en circunstancias de migración rural-urbana donde además se vulneran otros derechos económicos, sociales y culturales? Esta pregunta asume, claro está, que los indígenas monolingües hispanohablantes también tienen derechos lingüísticos. Lo curioso es que todos los proyectos de ley sobre lenguas propuestos hasta la fecha en Ecuador se han enfocado exclusivamente en los derechos lingüísticos de los pueblos y nacionalidades, sin mencionar los derechos de quienes ya no hablan una lengua indígena pese a identificarse como indígenas y del resto de la población hispanohablante. ¿De qué manera se vulnera el derecho lingüístico de un indígena que ya no habla la lengua de su pueblo o nacionalidad o el derecho de una persona mestiza hispanohablante? Evidentemente, la vulneración involucra al propio castellano. Al tratarse de la lengua oficial, podríamos creer que el castellano no puede ser objeto de discriminación. Sin embargo, no es difícil encontrar situaciones en que el castellano es objeto de discriminación. Recordemos si no cómo las hablas regionales (variación dialectal) son discriminadas; cuán sensibles pueden ser nuestros oídos a pequeñas variaciones fonéticas según la clase social (variación sociolectal); o incluso cuántas veces hemos asignado una determinada etnicidad a un hablante solo por su forma de hablar el castellano (variación etnolectal). La historia de nuestro castellano es, en un buen número de casos, la historia de cómo las poblaciones indígenas fueron aprendiendo el castellano mientras abandonaban su lengua propia. Hoy en día quedan a modo de sustratos lingüísticos los rasgos de esta pérdida en las variedades dialectales de varias regiones del país (Gómez Rendón, 2022a)4. En el presente, cuando los hablantes de lenguas indígenas aprenden castellano y van olvidando su lengua materna vemos cómo esta influye en el léxico y la gramática del castellano que aprenden y cómo su habla se fosiliza en una interlengua cuando la adquisición no ha logrado concluir exitosamente por varias razones. La adquisición de este castellano por parte del indígena será siempre distinta a la adquisición del castellano como primera lengua por parte del mestizo. Lo será por las condiciones en que se desarrolla dicha adquisición, resultado patente de la discriminación que viven los hablantes de lenguas indígenas en el contacto con la sociedad mayoritaria hispanohablante. ¿Será necesario proteger también estos etnolectos y estas interlenguas si queremos garantizar los derechos lingüísticos de sus hablantes? ¿Los derechos lingüísticos protegen solamente “lenguas” o también estas variedades productos del contacto lingüístico? Nada hay en la normativa actual ni ha habido en los proyectos de ley sobre lenguas indígenas que nos dé el menor atisbo de respuesta a estas preguntas. __________ 3. Por la forma en que se levantó la información sobre lengua en el censo de 2010 no podemos dimensionar con claridad el número de indígenas monolingües hispanohablantes de entonces, aunque asumimos con certeza que continuó y continúa creciendo hoy de manera sostenida. __________ Del desafío de la mezcla lingüística a una visión esencialista de los derechos lingüísticos El segundo camino que siguen las lenguas en situaciones de contacto es la mezcla lingüística, entendida como la importación, en una lengua receptora, de formas y patrones lingüísticos provenientes de una lengua donante. La mezcla puede ser simétrica, lo que significa que las dos lenguas en contacto pueden prestar elementos una de la otra. Sin embargo, en situaciones diglósicas, donde una lengua tiene un estatus superior a otra, como ocurre entre el castellano y las lenguas indígenas, las consecuencias en el léxico y la gramática de las lenguas minorizadas son mucho más profundas. Sobre los efectos de la mezcla lingüística en el kichwa hemos tratado a profundidad en otras contribuciones (Gómez Rendón, 2007, 2008a, 2008b). Tomaremos aquí el caso más emblemático de esta mezcla para ilustrar nuestro argumento. Se trata de una variedad del kichwa conocida como “media lengua”, descrita en la literatura especializada como una lengua mixta cuyo léxico es mayoritariamente castellano y cuya gramática es predominantemente kichwa. Al momento se han reportado variedades de media lengua en Cañar, Cotopaxi e Imbabura (Muysken, 1987; Gómez Rendón, 2005; Stewart, 2011, 2012). Al oído de un monolingüe hispanohablante, la media lengua parece una variedad de castellano, pero no llega a comprenderla porque desconoce su gramática (kichwa). Al oído de un monolingüe kichwa hablante, la media lengua parece una variedad de kichwa, pero no llega a comprenderla porque desconoce su léxico (castellano). Aunque el carácter único de esta mezcla la ha convertido en objeto privilegiado de estudio para la lingüística desde hace más de cuatro décadas, porque permite entender cómo se adaptan las lenguas en situaciones de contacto extremas, la media lengua sigue siendo desterrada de las aulas, de los libros y de la comunicación pública en general. Aun así, subsiste en el habla cotidiana, principalmente a nivel doméstico, en las comunidades donde ha sido identificada. __________ 4. Sobre las características particulares de nuestros castellanos, véase R. Gómez (2022). __________ Para una ideología lingüística basada en el reparto multiculturalista de la diversidad, una forma más de aquel “reparto de lo sensible”, cada lengua ocupa un territorio y tiene un perfil particular que le caracteriza. Desde esta perspectiva, todo tipo de mezcla lingüística queda excluido desde un principio y en esa medida invisibilizada. El educador intercultural bilingüe, por ejemplo, asume que el niño debe hablar “claramente” el kichwa y el castellano, es decir, sin traza alguna de mezcla. Asume que cada lengua sirve para un espacio y unos propósitos específicos. Usar la otra lengua en ese espacio y con los mismos propósitos está fuera de razón, sentido y conveniencia. Como ha demostrado Jarrín (2014), estas expectativas de uso de las lenguas son la manifestación de una ideología modelada por el purismo lingüístico que se refleja en los estereotipos de lenguas “puras” versus lenguas “mezcladas”. He tomado el caso de la media lengua porque plantea preguntas de cuño semejante a las planteadas hasta ahora. ¿Garantiza la normativa vigente la promoción y el uso de formas de comunicación que no pueden ser encajadas fácilmente bajo criterios etnolingüísticos? ¿Se están respetando los derechos lingüísticos de las comunidades de habla que tienen en esta particular mezcla lingüística uno de sus principales códigos de comunicación? ¿Qué papel debe jugar el Estado como garante de los derechos lingüísticos de estas comunidades? No tenemos respuestas claras y satisfactorias a todas estas preguntas, pero creemos que su solución apunta a una mudanza de paradigma en relación con nuestra idea de “lengua” y en esa medida con nuestra idea de “derechos lingüísticos”. Para concluir: hacia una construcción de derechos lingüísticos-interculturales El itinerario que seguimos en esta contribución empezó con el análisis de la relación entre raza y lengua desde la perspectiva de la lengua y los procesos de dominación y desde la perspectiva del habla y los procesos de racialización. Proseguimos con el análisis de las distintas formas de nombrar y clasificar la alteridad en la historia constitucional de nuestro país. A partir de estas bases discutimos el dilema de la territorialidad de las lenguas frente a los procesos de desterritorialización propios del mundo contemporáneo y cómo es necesario repensar la oficialidad de las lenguas en los nuevos contextos. Concluimos con una sección dedicada a reflexionar sobre las implicaciones del desplazamiento lingüístico y la mezcla de lenguas como efectos del contacto, a fin de replantear la visión esencialista de la lengua y la visión territorialista de los derechos lingüísticos. Reconocimos en diversos momentos el valor del territorio para la protección de las lenguas y la conservación de la diversidad biocultural, pero rechazamos una geografía cultural basada en la compartimentación lingüística de los territorios porque la realidad nos muestra que, efectivamente, las lenguas se desterritorializan y cambian porque los hablantes migran, sin que ello implique la pérdida de sus derechos lingüísticos. Los casos analizados en las últimas secciones reclaman pensar el territorio en clave intercultural. Algunas pistas hacia este nuevo pensamiento las desarrollamos en otra contribución, por lo que no volveremos aquí sobre ellas (Gómez Rendón, 2020). Al concluir, nos queda solo insistir en la necesidad de mudar del paradigma multiculturalista de unos derechos lingüísticos basados exclusivamente en la etnicidad y el territorio hacia una concepción intercultural de los mismos que dé cuenta de la historia de dominación de las comunidades lingüísticas minorizadas, de la complejidad de las situaciones sociolingüísticas contemporáneas, pero sobre todo, de la obligación de construir un proyecto de sociedad donde el ejercicio de la palabra no sea prejuiciado ni castigado por su diferencia. Referencias bibliográficas Balibar, E. (2008). Racism revisited: Sources, relevance, and aporias of a modern concept. PMLA, 123(5), 1630-1639. Barker, M. (1981). The new racism: Conservatives and the ideology of the tribe. Junction Books. Bauman, J. (1980). A guide to issues in Indian language retention. Center for Applied Linguistics. Bourdieu, P. (1972). Esquisse d’une théorie de la pratique: Précédé de trois études d’ethnologie kabyle. Droz. 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