La política de la raza, un tema de historia moderna y colonial Razata sinchiyachik kawsayka, coloniapipash, modernidadpa wiñaykawsaypipashmi kashka Politics of race, a subject of modern and colonial history Jean-Frédéric Schaub schaub@ehess.fr ORCID: 0000-0001-7999-1983 Laboratoire Mondes Américains. École des hautes études en sciences sociales (París, Francia) Cita recomendada: Schaub, J. F. (2022). La política de la raza, un tema de historia moderna y colonial. Revista Sarance, (49), 23-45. DOI: 0.51306/ioasarance.049.02 ........................................................................................................................... Resumen Las ideologías y los regímenes racistas afirman la incapacidad de cambio de quienes estigmatizan, al tiempo que temen su propia degeneración (o anhelan su propia regeneración). El ritmo de transformación de los individuos y de las poblaciones puede medirse en la intersección de estas vertientes contradictorias. Así es como pueden leerse las respuestas que proporciona el pensamiento político basado en la raza. El racismo apela, pues, a la naturaleza para frenar a corto y medio plazo los procesos de movilidad social cuyos efectos a largo plazo se ven como amenazas. Requiere determinados tipos de ingeniería social, tanto en el Antiguo régimen colonial como en la contemporaneidad. Inyectando rasgos naturales en el juego social, se busca un freno de la transformación o de la historia: al igual que los ennoblecidos son recibidos en la nobleza pero como advenedizos; al igual que los conversos comparten la comunión pero como herederos de un pasado dudoso; al igual que los mestizos americanos se acercan a la “República de los españoles” pero en una posición subordinada; al igual que los bastardos pueden heredar de su padre natural sin ser admitidos en su linaje; al igual que los libertos dejan de ser esclavos sin convertirse en conciudadanos; al igual que los colonizados son súbditos del Imperio sin ser ciudadanos de los países europeos del siglo XIX. Lo que une las diferentes políticas raciales es esta respuesta común a la movilidad: guardar la valla y limitar el movimiento de transformación social. Palabras clave: racismo; historia política; colonialismo; movilidad social; historiografía. ........................................................................................................................... Tukuyshuk Rumiyashka yuyaykunaka, mana mushuk yuyaykunata hapi ushanchu, shinallatak llaki yuyaykunaka, na allikachishpapash rikunkallami, mana kashpaka, paymantallatak tukuririnata manllankami (wakinpika mushukyarinatapash munanka). Chaymi kay yuyaykunaka ñantashnalla rikuchin, imashalla runakunapash, llaktakunapash shukman shukman tikrarishpa puriyta ushanchik nishpa. Kay yuyaykunamanta hapirishpami razataka ashtaka sinchiyachishpa katimushka. Chaypimi racismo unkuyka hatun runa hatariykunata shayachinkapak munan kunan punchakunapipash, shinallatak kipa punchakunapipash, shinashpa kayka nallichu kan nishpa shinaman wiñachishka. Kay unkuy wiñarinkapakka, llaktakunapi, runakunapa yuyaywanmi wiñarin, punta colonia pachamantapash yuyay kan, shinallatak kunankunapi yuyaypash mirarishka kan. Shina unkuykuna yuyaypi tiyarishpa, ashtakami na rikurik shina kimirishka tiyanakun. Imasha charikkuna chariktukushka kanchik nin shina, imasha crikkuna Apunchikpa aychata mikunchik nin punta kawsayta na yarishpa, imasha Abya Yalamanta mishukuna, yurak mishu kanchik yan, ashtawan kanchik yan na kashpapash, imasha charik runakunapa wawaka paykunapa shutita apanka shinapash taytapa ayllu ukumanka na yaykuy ushanka, imasha kishpirik runakuna nin shinapash runakunatashnallaka na rikunkachu, imasha coloniapi runakunaka uchillayachishka rikurirka, runakuna layashnaka na rikurishkachu kashka Europamanta kay chunka iskun patsakwatamanta runakunatapash na shinaka rikushkachu. Kashna kawsaykunaka, kay racismo unkuymi sinchiyachikun shinashpa runakunata llakichihun. Chaymi kinllata allichishparapash, kay yuyaykunataka asha asha shayachina kanka. Sinchilla shimikuna: racismo unkuy; wiñaykawsay sinchiyaykuna; colonialismo; runakuna purishka; historiografía. ........................................................................................................................... Abstract Racist ideologies and regimes confirm the incapacity to change of those who stigmatize, even while fearing their own degeneration (or longing for their own regeneration). The pace of transformation of individuals and populations can be measured at the intersection of these contradictory points of view. This is how the answers provided by race-based political thought can be interpreted. Racism appeals to nature, thus curbing in the short and medium term the processes of social mobility whose longterm effects are seen as threats. It requires certain types of social engineering, both in the old colonial regime and today. The injection of natural traits into the social game constitutes an attempt to slow down transformation or history: just as the ennobled are received into the nobility but as upstarts; just as the conversos share communion but as heirs of a dubious past; just as the American mestizos approach the “Spaniards’ Republic” but in a subordinate position; just as bastards can inherit from their natural father without being admitted to his lineage; just as freedmen cease to be slaves without becoming fellow citizens; just as the colonized are subjects of the Empire without being citizens of the European countries of the nineteenth century. What unites the different racial policies is this common response to social mobility: watching boundaries and limiting social transformation movements. Keywords: racism; political history; colonialism; social mobility; historiography. ........................................................................................................................... Las ideologías racistas postulan la incapacidad de cambio de quienes estigmatizan, al tiempo que temen la degeneración (o alaban la regeneración). El ritmo de transformación de los individuos y las poblaciones puede medirse en la intersección de estas vertientes contradictorias y pueden leerse las respuestas que proporciona el pensamiento basado en la raza. Los investigadores de las humanidades y las ciencias sociales comparten un enfoque constructivista de la raza. Lo ven como un ámbito de acción política y como la designación de ciertos tipos de relaciones de dominación. En cambio, a la raza, entendida como una realidad genética y social en la que basar la descripción de la diversidad de las sociedades, no se le debe dar ninguna validez. Así, la raza lleva años operando del mismo modo que la categoría de género, es decir, como una noción con valor programático que modifica el cuestionario de las humanidades y las ciencias sociales. Así, la circulación de la palabra raza no acredita la existencia de razas. La raza es una realidad social, porque las categorías raciales son instrumentos de lucha política, lo que no impide que las razas sean meras ficciones. Este artículo propone examinar la cuestión histórica de la categorización racial como recurso político. Lo hace definiendo, en primer lugar, las condiciones de posibilidad de una ciencia social que no se someta al imperio de las identidades sectoriales o de las emociones contemporáneas. Luego de ello, explica cómo los historiadores pueden elaborar un análisis que sitúe la cuestión racial en la larga historia del Occidente cristiano. Por último, propone un modelo para entender la forma en que la regulación racial postula la inmovilidad de las condiciones de gestión de la movilidad humana. 1. El universalismo y la ciencia social de la raza. El discurso de la historia, tal y como se ha construido durante el último milenio en Occidente, no está unificado ni es coherente. No es cierto que Occidente, al margen de sus conquistas, pretendiera imponer un discurso unificado sobre el pasado del mundo, bajo la influencia de una teoría común. Los europeos estaban abarrotados de teorías contradictorias entre sí. Sin pretender enumerar todos los modelos de historia que coexisten en Occidente, podemos mencionar algunos. En primer lugar, la creencia en la intervención de la providencia divina en los asuntos de los hombres. En segundo lugar, una concepción cíclica de la vida de las sociedades, en forma de «grandeza y decadencia» o «decadencia y renacimiento». Y, a partir de la Ilustración, el desarrollo de una filosofía del progreso del espíritu humano. Por último, la historia despliega una gran diversidad de propuestas en función de cómo se perciba la emancipación, si como una cuestión de clase social, una cuestión de comunidad nacional o, incluso, una cuestión del individuo. Si combinamos estas formas de estudiar el paso del tiempo con la pluralidad de formas de escribir la historia, desde el ceremonial oficial hasta la memoria íntima, desde la pedagogía escolar hasta el apego al patrimonio de los museos, los monumentos o los paisajes, nos encontramos con un panorama que ofrece muchas combinaciones. Las incertidumbres de los europeos sobre su propio pasado aumentaron cuando tuvieron que incluir en su pensamiento a las otras sociedades con las que entraron en contacto. Cuando cierta crítica denuncia algo así como una filosofía occidental de la historia, lo que se apunta es el discurso sobre la historia que puede atribuirse a Hegel. Sus cursos describían la historia como el proceso por el que la humanidad aumenta su capacidad de producir pensamiento filosófico. Occidente, heredero de los griegos y de la revelación cristiana, debía estar a la vanguardia de este proceso, que se universalizaría mediante un proceso evolutivo por el que los pueblos del mundo se incorporarían al grupo de sociedades avanzadas. En la época en la que profesaba, la brecha entre los pueblos en cuanto al espíritu, tal como lo entendía Hegel, era todavía inmensa. Mientras la trata de esclavos estaba en pleno apogeo, los africanos se encontraban en la parte inferior de esta tabla. Esta filosofía de la historia tuvo su momento de gloria. Sus efectos fueron complejos, ya que alimentó tanto el pensamiento de Marx como la propaganda del colonialismo. Pero no se puede tomar la parte por el todo, es decir, afirmar que la filosofía hegeliana de la historia es la teoría de la historia de los occidentales. El trabajo de los historiadores no se basa, pues, en la existencia de una única teoría de la historia, sino en un conjunto de tradiciones y propuestas, a menudo contradictorias entre sí. Corresponde a cada historiador definir una cuestión, llevar a cabo una investigación y elaborar un análisis que no esté plagado de contradicciones lógicas, es decir, que no afirme una cosa y su contrario. La crítica a un argumento debe partir de la exigencia de consistencia interna. El resultado suele ser aterrador. La falta de coherencia es un mal mucho más extendido que el rigor del dogmatismo. Y, de todos modos, muy pocos libros de historia siguen un patrón de tipo hegeliano. Aquí, la historia de una palabra es un signo. El término «civilización» designa un estado superior de cultura resultante de un proceso de refinamiento de la moralidad, la educación, las relaciones sociales y las instituciones políticas (Starobinski, 1989). Apareció con este significado a mediados del siglo XVIII en Francia y Escocia. La civilización se define como una evolución que debería afectar a todas las sociedades a través del desarrollo de las potencialidades de la especie humana. Así, la noción de civilización sitúa el progreso de las sociedades europeas occidentales a la cabeza de la humanidad. Dibuja un movimiento eurocéntrico y jerárquico. Pero, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, la palabra civilización se utilizó para designar las diferentes culturas y sociedades en su diversidad y singularidad. Se habla de «civilización china», «civilización musulmana», «civilizaciones precolombinas (en plural)». En otras palabras, el término civilización, que solía designar la pretensión de encarnar el único modelo de desarrollo posible para la humanidad, indica también su opuesto exacto: la pluralidad de las culturas del mundo. Hay que preguntarse si es posible escribir la historia de cualquier tipo de fenómeno o proceso humano. A primera vista, la cuestión parece de carácter técnico. Se trata de la capacidad de los historiadores para alcanzar los objetivos científicos que se han propuesto, con sus medios de investigación. Las huellas que quedan de las sociedades del pasado están distribuidas de forma desigual. Los ricos dejan más huellas que los pobres; los hombres, más que las mujeres; los vencedores, más que los vencidos. Nunca sabremos tanto sobre las sociedades sin escritura cuanto sobre las sociedades que tuvieron escritura y, todavía más, la preservación de la palabra escrita. La investigación histórica no debe negar la desigualdad de estas condiciones, pero puede realizar investigaciones a pesar de esta asimetría. Basta recordar hazañas filológicas como el desciframiento de la Piedra de Rosetta por Champollion. Invocamos una antropología capaz de reconstruir los sistemas de mitos y la organización de las sociedades sin escritura a la manera de Claude Lévi-Strauss. La investigación académica sobre las sociedades ha demostrado su capacidad para producir conocimientos sobre realidades que parecían impenetrables. Sin embargo, estos éxitos, también ponen de manifiesto los límites de nuestra capacidad para analizar áreas enteras de la experiencia humana. No podemos pretender perseguir dos objetivos: el técnico, que consiste en reconstruir procesos a partir de un número reducido de indicios, y el moral o político, que intenta en vano establecer simetrías que la desigualdad de recursos documentales impide. La confusión de estos dos registros conduce al abandono de los métodos de investigación histórica para evocar el pasado de una sociedad de la que se conservan pocos documentos. A raíz de esta cuestión, surge otra pregunta: ¿se debe hacer la historia de todo lo que se nos antoja? Esta pregunta no convoca ninguna discusión técnica, sino que abre cuestiones morales y políticas. Las respuestas pueden distinguirse entre la tensión jerárquica y la ambición democrática. La tensión jerárquica se refiere a la reticencia de las instituciones académicas a considerar ciertos temas, objetos o fenómenos como dignos de ser investigados y enseñados. Durante mucho tiempo, los estudios sobre los pobres, las mujeres, las poblaciones colonizadas se mantuvieron al margen de las instituciones del conocimiento, empezando por la universidad. Se consiguió, tras décadas de lucha, que categorías sociales dejadas en la sombra, las mujeres, las poblaciones colonizadas fueran objeto de investigación y enseñanza en la historia, al mismo título que las élites -masivamente masculinas- de cada una de las sociedades consideradas. El éxito está ahí cuando los historiadores que han optado por abordar estos temas obtienen puestos en la universidad, cuando estos temas aparecen en los libros de texto escolares y son objeto de temarios en las oposiciones al profesorado, cuando aparecen en las convocatorias de financiación de la investigación, cuando los libros resultantes de estos trabajos están en las librerías. Pero está surgiendo por doquier una tentación. Se basa en la idea de que la historia no debe extender su alcance a aquellas realidades que se han mantenido al margen. Algunos denuncian que la investigación histórica sea un discurso occidental alineado con el vector del progreso. Como si la historia sólo hablara el lenguaje del éxito, ya que esta disciplina siempre ha sido la de los vencedores. Esta respuesta es el resultado, en primer lugar, de los debates autocríticos que los propios europeos han alimentado sobre las doctrinas que ellos mismos han promovido. De hecho, algunos aseveran que el deseo de conocer las sociedades del mundo fue una empresa de dominación europea desde el inicio de su expansión global. Esta crítica, nacida en Europa, se ha profundizado durante varias décadas, desde la denuncia del fracaso de la Ilustración, decretada tras el desastre nazi. Pero es desde hace mucho más tiempo que los pensadores europeos se esfuerzan por desmontar la feliz narración de los decretos de la providencia y luego del progreso de la Ilustración europea, desde Las Casas, Montaigne, Shakespeare, Swift, Diderot, Marx, Hugo, Nietzsche, Dostoievski, Gramsci, Adorno y Horkheimer, Foucault y muchos otros que están ausentes en este inventario de Prévert. La alternativa a la voluntad universal de conocer adopta la forma de una compartimentación del conocimiento. Esta posición defensiva encierra a las sociedades no europeas en sistemas de conocimiento autónomos. Por un lado, podemos apreciar las ganancias obtenidas por el esfuerzo de extraer de las sociedades no europeas nociones y conceptos que están ausentes del patrimonio europeo y que son relevantes para analizar estas mismas sociedades. Por otro lado, existe un fraude y un peligro. El fraude consiste en extraer de la lengua de una sociedad estudiada palabras de las que se dice que expresan nociones que no existirían en Occidente. Para decir que un término es intraducible, hay que entenderlo. Pero ¿qué es la comprensión si no es la traducción de una lengua y una cultura a otra? Penetrar en las concepciones más profundas y singulares de una cultura extranjera es un ejercicio siempre exigente, pero nunca imposible. El peligro es decretar una fragmentación de los enfoques que pueden -o deben- aplicarse a cada sociedad, según sus rasgos distintivos. Esto significaría que sólo las nociones y sensibilidades recogidas lo más cerca posible del terreno, en una búsqueda de autenticidad, nos permitirían describir las sociedades en cuestión de manera legítima, es decir, sin cometer intrusismo cultural. Pero entonces todo lo que los historiadores urbanos han escrito durante al menos un siglo sobre la historia rural y la vida campesina en Europa supone el mismo tipo de apropiación. Las poblaciones son así protegidas desde cierto paternalismo por quienes han formado sus propias mentes críticas con autores mayoritariamente europeos. En consecuencia, se les niega a los llamados subalternos el acceso a la autocrítica y a la comparación en nombre de la preservación de su autenticidad. El razonamiento histórico puede arrojar luz sobre cualquier realidad social, siempre que las investigaciones se lleven a cabo de acuerdo con procedimientos explícitos, cuya eficacia pueda comprobarse. Si estamos de acuerdo en estos puntos, entonces no sólo cualquier realidad del pasado puede ser objeto de un trabajo histórico, sino que cualquiera puede llevarlo a cabo, siempre que se haga con los medios para hacerlo. El primer medio es el acceso a las huellas conservadas, es decir, a las lenguas de las fuentes. Porque las lenguas, como enseña la antropología, son el lugar donde se concentra la singularidad de una sociedad. Ninguna investigación puede ser basada en traducciones; ninguna investigación puede ser sujeta a intérpretes. Además, aunque el inglés haya adquirido la función de vehículo global, las diferentes sociedades del mundo producen humanidades en su lengua materna. Sin la capacidad de leer el trabajo de otros en su propia lengua, no hay esperanza de producir una buena historia. Dominar las lenguas no significa perderse en la atomización infinita de los particularismos. El aprendizaje de los lenguajes de la pluralidad humana no pretende constituir células de conocimiento estancas. Ninguna sociedad está privada de comunicación con lo que está fuera de ella. ¿Quién puede trazar las fronteras que separan las categorías sociales, los roles de género, las culturas y, en particular, los usos lingüísticos, y los territorios que experimentan los hombres y las mujeres que los habitan? Y si las realidades sociales no son cerradas, ¿podemos pretender limitar su conocimiento a quienes se considera que pertenecen a ellas? ¿Quiénes son suficientemente legítimos para analizar cada uno de los cantones de un mundo social atomizado? Pongamos un ejemplo. En el verano de 2017 estalló una polémica por la colocación, en el Museo Whitney de Nueva York, de un cuadro que representa el ataúd abierto del niño negro Emmett Till, víctima de un asesinato racista en 1955 en Misisipi. Este asesinato fue el detonante del movimiento por los derechos civiles. El cuadro colgado en 2017 es obra de una pintora blanca, Dana Schutz. Fue objeto de una campaña hostil dirigida por dos artistas afroamericanos que negaron a una artista blanca el derecho a inspirarse en el dolor de los negros. Exigieron que el cuadro fuera retirado. Ante esto, la escritora de origen jamaicano Zadie Smith, cuyas novelas tratan sobre la negritud en el Reino Unido, cuestionó su derecho a abordar el sufrimiento negro, como mujer mestiza que se define a sí misma como negra. Y se preguntaba qué derechos tendrían sus hijos, nacidos de padre blanco, para hablar del sufrimiento de los negros. ¿Hay que ser judío para escribir la historia de la Shoah? ¿Puede un hombre del género masculino escribir sobre la historia de las mujeres? ¿A quién le parece hoy ridículo que un chico se defina como feminista? Hoy en día, las investigaciones sobre la trata de esclavos son llevadas a cabo por autores africanos, afroamericanos, europeos de Europa y de América. Por desgracia, resulta mucho más fácil que nos concedan derechos para estudiar tal o cual realidad según un supuesto origen que aprender los idiomas sin los cuales no se consigue nada más que ver la superficie. La socióloga boliviana Silvia Rivera Cusicanqui, mestiza con doble cultura española y quechua, y activista por los derechos de los amerindios, señala que ninguno de los defensores del abandono de los métodos de las humanidades para el estudio de las poblaciones amerindias que despotrican desde los campus estadounidenses ha aprendido una lengua amerindia. Darse los medios para conocer es la marca de la profesión de científico, una vía mucho más sólida que el reclamo de una identidad. Así, cualquier realidad puede -en principio- ser objeto de una investigación histórica, y esta investigación puede ser llevada a cabo por una persona cuya trayectoria no se identifique emocionalmente con el objeto de su estudio. Esta conclusión apoya la afirmación del universalismo metodológico de las ciencias sociales. No se trata de un universalismo político, moral o jerárquico. Se basa en la convicción de que todas las formaciones sociales conocidas han hecho a hombres y mujeres seres igualmente humanos. Sin distinción de raza o género. Muy diferente sería la ideología del universalismo como sello de la superioridad occidental. Esta historia es tan antigua como la predicación de San Pablo. Durante dos mil años, los cristianos, los musulmanes, los liberales, los republicanos e incluso los comunistas no han cumplido la promesa universalista de sus doctrinas. Pero de eso no podemos sacar la conclusión de que el universalismo metodológico es una máscara para la segregación política. Basta con recordar un hecho político: todos los sistemas coloniales cuya historia conocemos son diferencialistas. Esta es su principal característica. La distinción, la jerarquía y la segregación son las herramientas de la dominación colonial, tanto de hecho como de derecho. Es decir, exactamente lo contrario de una concepción universalista de la humanidad. Razón de más para resistir la tentación de la fragmentación y la segmentación, es decir, los programas que pretenden construir circunscripciones políticas sobre la base de comuniones identitarias. Las ciencias sociales no pueden abdicar ante estas renuncias morales. La reafirmación de su carácter científico, con el objetivo de un universalismo metodológico, parece ser la respuesta adecuada. 2. Una reflexión histórica sobre la raza. Cuando, en 1950-1951, la UNESCO pidió a Claude Lévi-Strauss y Michel Leiris que escribieran ensayos sobre el racismo, demostraron que la descripción de las sociedades humanas como razas era incompatible con la noción de historia. Porque la identidad racial, aunque sea el resultado de la historia, se define, en primer lugar, por su carácter inalterable, es decir, por su incapacidad para cambiar, que es el objeto y la razón de ser de la investigación histórica. La investigación histórica de la formación de las categorías raciales y la aplicación de las políticas inspiradas en ellas se enfrentan a tres antinomias. La primera se refiere a la oposición entre las normas promulgadas y las prácticas observadas. Bajo la bandera de la conformidad con el sentido común, esta discrepancia alimenta la idea de que las categorías raciales son simbólicas y negociables. La segunda antinomia se refiere al hecho de que el pensamiento racial afirma la incapacidad de los estigmatizados para progresar, y teme la degeneración. Se trata, pues, de la relación con el tiempo que desarrollan las sociedades. La tercera es la antinomia del universalismo y la asignación de rasgos naturales inmutables e inasimilables. La historia política del Occidente cristiano desmiente el anuncio del fin de la distinción entre judíos y griegos, libres y esclavos, hombres y mujeres (epístola de Pablo a los Gálatas 3:28-29). Un enfoque histórico de la cuestión racial puede basarse en una observación de la antropóloga Nancy Farriss, en su trabajo sobre las sociedades de Yucatán: “Los antropólogos físicos nos dicen que, científicamente hablando, no existe la raza. Pero durante la mayor parte de la historia conocida, tenemos que estudiar a personas que desconocían este reciente hallazgo y para quienes la raza era una realidad palpable” (Farriss, 1984, p. 101). Nancy Farriss responde al reflejo de los historiadores, siempre a la caza de anacronismos. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el momento a partir del cual es correcto describir las divisiones que fragmentan y jerarquizan las sociedades como basadas en la raza. Muchos rechazan la idea de que la categoría de raza fuera un recurso político antes de la difusión de las historias naturales en la Ilustración, o incluso antes de la aparición del “darwinismo social”. La reflexión sobre la formación de categorías raciales se enfrenta a un problema de calibración. O bien las políticas raciales se basan en normas que definen a los individuos y grupos en términos fisiológicos. En este caso, la historia del racismo se vacía de contenido, ya que incluso en el caso del nazismo la referencia a la biología sigue siendo vaga, mientras la asignación de la identidad “racial” se basa en criterios de linaje, religiosos y políticos, que los registros antropométricos sólo podrían corroborar en el mejor de los casos. O todo tipo de asignaciones de caracteres a grupos en contextos de dominación social y política se describen como raciales. En este caso sería imposible diferenciar los programas basados en ideologías racistas de otros tipos de dominación política. El reto, pues, es definir la calibración adecuada. Una definición sencilla ofrece una primera orientación: el pensamiento racial es la idea de que las características sociales y morales de las personas y de los grupos se transmiten de generación en generación a través de procesos en los que intervienen elementos del cuerpo como los fluidos y los tejidos. A la historia se le pide que analice procesos, es decir, que ayude a entender secuencias de fenómenos en parte planificados, en parte accidentales, y cuya combinación explica la aparición de nuevas realidades sociales o la persistencia de viejas formas. Un gran número de obras producidas en países como Estados Unidos y Brasil se centran en la identidad entre la situación colonial, la condición de esclavo, la piel negra y la ideología racial. La lectura de los archivos y la literatura de estos países desde el siglo XIX ayuda a comprender por qué se impuso esta identificación en las memorias. Sin embargo, el punto final de un proceso no puede sustituir a la narración de lo que conduce a él. En otros momentos de la historia de Occidente, no existía correlación entre el color de la piel y el estatus servil, cuando los esclavos procedían de los Balcanes o del Magreb. Además, si la caída en la condición de esclavo era el resultado de un accidente de la existencia, la definición racial del sujeto era irrelevante. En las sociedades imperiales y coloniales occidentales, la esclavitud, la raza y la negritud no adquirieron este tipo de evidencia o incluso de equivalencia hasta el último tercio del siglo XVII, y entonces sólo en una evolución progresiva. Más recientemente, en la encrucijada de la abolición de la esclavitud y la descolonización, la cuestión racial parece estar vinculada a tres factores: el colonialismo, la esclavitud y lo que William E. B. Du Bois se refirió a la “línea de color”. Sin embargo, los perímetros respectivos de cada uno de estos términos (raza, colonia, esclavitud, color) nunca coinciden perfectamente. Así, la reducción a la esclavitud, incluidos sus aspectos deshumanizadores, no siempre se basa en una teoría de la jerarquíza natural de la humanidad. En otro orden de cosas, la distinción racial que se hace contra las “razas malditas” (cagots en el sur de Francia, vaqueiros en España, burakumin en Japón) no debe nada a las empresas coloniales. Por último, la práctica de la discriminación racial no se limita al rechazo de las distinciones visibles o fenotípicas, de las cuales la negrofobia es la más llamativa. Las razones políticas y académicas para centrarse en la “supremacía blanca” son comprensibles. Sin embargo, es saludable desagregar las equivalencias entre raza, esclavitud, colonialismo y color, aunque esto ofenda la sensibilidad de los militantes. Pero también con la condición de que reagrupemos estos elementos para entender cómo hemos llegado hasta aquí, y que lo hagamos sin anacronismo, sin teleología y sin contradicción lógica. Si se afirma que toda segregación de las minorías dominadas es racismo, no se puede argumentar que las sociedades europeas sean más racistas que otras. Si el criterio adoptado es el de la segregación y persecución de las minorías, Europa es, el día de hoy, la región menos racista del mundo, guste o no reconocerlo. Además, la convicción de encarnar una forma superior de humanidad tampoco es un rasgo específico europeo. Por lo tanto, si se opta por una definición muy amplia de la política racial y se comparan las jerarquías de la humanidad producidas por diferentes sociedades del mundo, hay que concluir que el racismo no es exclusivo de Europa. Por lo tanto, hay que elegir entre dos caminos: si la definición es amplia, la acusación de las sociedades europeas no funciona; si se pretende describir una singularidad europea en la construcción de una ideología racial propia, hay que endurecer los criterios de definición del pensamiento racial. La antigüedad clásica, con Aristóteles, nos legó la teoría de las cualidades naturales que condenaban a cierto tipo de personas a la esclavitud de padres a hijos, frente a las cualidades naturales que disponían a otro tipo de personas a participar en la vida cívica. Mucho antes de él, la Ilíada muestra a griegos y troyanos, que compartían la misma lengua y los mismos dioses, librando una guerra despiadada entre sí, una formidable máquina para crear alteridad a partir de la identidad. La jurisprudencia romana, que califica a los esclavos como bienes muebles, da forma normativa a la jerarquización de los hombres (Eliav-Feldon, Isaac, Ziegler, 2009). La segunda hipótesis apunta a la Cruzada medieval como matriz de la política racial en el Occidente cristiano. En ese caso, la cuestión racial surge de la confrontación con la alteridad. La cristiandad medieval consideraba al slam mediterráneo como el “otro” que todo lo separaba de él y que dominaba Tierra Santa por usurpación. La llegada a Jerusalén en 1099, tal y como recogen las crónicas medievales, tomó la forma de una confrontación con un mundo que todo lo separa de sus conquistadores cristianos. Las lenguas habladas, la religión, la vestimenta, las armas, el pelo, el color de la piel, la forma de las casas, el trazado de las calles, el estilo de los edificios religiosos, los gustos y olores culinarios: todo era diferente. Todo era odioso porque esa guerra estaba impulsada por creencias espirituales. Cuando se hace de la Cruzada la matriz del racismo, se afirma que su principio motor es la confrontación con la alteridad. Haciendo de la Cruzada la matriz del pensamiento racial se permite calificar de racista toda segregación y persecución de una población que no se ajusta a las normas culturales dominantes. En este sentido, las guerras religiosas serían raciales, las que se produjeron entre católicos y calvinistas en la Francia de Enrique III, entre orangistas y católicos en el Ulster después de 1921, entre chiitas y sunitas en el Oriente Medio actual. La tercera se basa en la coincidencia, durante la Ilustración, del invento de las clasificaciones naturales (Linneo, Buffon, Blumenbach) como modelos para distinguir los tipos humanos con el -monstruoso- auge del comercio de esclavos en el Atlántico, entre la segunda mitad del siglo XVIII y el primer tercio del XIX. No se puede discutir que la emancipación ocupe en la Ilustración un lugar nuevo respecto a las condiciones del pensamiento en períodos anteriores. Sin embargo, las propuestas nacidas en los círculos de los «filósofos» reproducen marcos de pensamiento que, bajo otras formas, acompañaron a antiguas opciones políticas e institucionales, en particular desde el Renacimiento. En la historia de la raza, la Ilustración no puede considerarse como una clara ruptura intelectual, como es el caso en otros campos. El ensayo de François Bernier publicado en el Journal des sçavans en 1684, en pleno reino de Luis XIV, divide a la humanidad en grandes grupos geográficos y fenotípicos y ofrece una clasificación jerárquica de sus respectivas cualidades. Este cuadro no es el resultado de una clasificación naturalista y no puede asociarse a la crítica de los enciclopedistas. Sin embargo, atestigua la ambición mucho más antigua de mantener a toda la humanidad bajo una mirada que organice su diversidad para situar mejor a los europeos (Bernier, 1684). La última propuesta abarca el siglo que cubre la Guerra Civil estadounidense, la difusión del darwinismo social, la explosión del racismo pseudocientífico y el nazismo, y termina con la legislación del apartheid en Sudáfrica. Los historiadores que se centran exclusivamente en este periodo siguen sin estar seguros de la división adecuada entre lo que el racismo debe a la difusión de una concepción pseudocientífica de la herencia y a la intoxicación por la pasión nacionalista. Cada una de estas opciones está respaldada por sólidos argumentos históricos. No sería razonable descartarlas de plano por el hecho de que planteen objeciones. La propuesta que aquí presento puede considerarse, en el mejor de los casos, una alternativa, si no un complemento, a las anteriores. Entre la Baja Edad Media y el Renacimiento, la monarquía española fue escenario de dos procesos sorprendentemente similares. Tras los pogromos de 1391 y las disputas teológicas que Vincent Ferrier impuso a las autoridades judías en la década de 1410, muchas familias judías aceptaron las aguas del bautismo. Los primeros en someterse a ella solían provenir de los entornos más acomodados y mejor educados. Algunos cedieron bajo la compulsión de la violencia, otros estaban convencidos de que la ley de sus antepasados era obsoleta ante la evidencia del Evangelio y algunas actuaron por interés propio. Sea cual sea la mezcla de estos tres componentes en cada familia, en primera instancia, entre la última década del siglo XIV y las tres primeras del XV, muchos conversos pudieron establecer alianzas matrimoniales en la mejor sociedad cristiana vieja -sobre todo en la aristocracia-y tuvieron acceso a los cargos y dignidades más deseables. La acogida de los cristianos nuevos por parte de los cristianos viejos tenía fundamentos sociales e ideológicos. En primer lugar, a las familias cuyos recursos disminuían les interesaba aliarse con linajes anteriormente judíos pero dotados con capital. En segundo lugar, un entusiasmo milenarista se había apoderado de una sociedad cristiana que veía en la conversión de los judíos un acontecimiento que anunciaba la parusía. Finalmente, de forma más modesta, una vez disipado el espejismo de la conversión de todos los judíos, quedaba la fe en la eficacia de la gracia y el sacramento del bautismo. Al cabo de unas cuatro décadas, cuando los hijos de los nacidos de las primeras alianzas entre cristianos nuevos y viejos alcanzaron la mayoría de edad, es decir, cuando aparecieron en toda la sociedad descendientes de conversos con uno o dos padres de origen converso, se produjeron reacciones hostiles. En todo tipo de instituciones, organismos o comunidades, fue la época de la adopción de los «estatutos de limpieza de sangre», cuyo objetivo era rechazar las solicitudes de personas cuyo linaje estuviera contaminado por la existencia de un antepasado converso. El rechazo no se basaba en las creencias de los individuos, que podían ser sospechosas, sino en su genealogía, es decir, en la presencia de sangre judía, aunque diluida por los matrimonios, en las venas de los candidatos a cargos o alianzas matrimoniales (Hering Torres, 2003-2004). Un proceso de naturaleza similar se observó, un siglo después, en las sociedades coloniales españolas en América. De hecho, la conquista de los grandes imperios, el azteca en México y el inca en Perú, desencadenó uniones entre conquistadores y mujeres amerindias, en ausencia de mujeres europeas. Estas alianzas afectaban principalmente a los familiares de las familias imperiales americanas y a sus allegados. Aunque los conquistadores habían concebido la separación en una “República de los españoles” y una “República de los indios”, pronto nació un número considerable de niños mestizos. Los que eran fruto de un matrimonio entre un conquistador y una mujer amerindia convertida se consideraban cristianos viejos, en la medida en que su madre era de origen gentil, sin rastro de infidelidad judía o musulmana. Estos mestizos legítimos, es decir, reconocidos por su padre y nacidos del matrimonio, estaban destinados a unirse, en la medida de lo posible, dentro de la sociedad española en América y se les daba todas las oportunidades para acceder a cargos y dignidades. Pero cuando, unos cuarenta años después de las conquistas, los hijos de los mestizos llegaron a la edad adulta, este primer momento de apertura llegó a su fin. Los varones mestizos, incluso los que eran plenamente legítimos, tenían dificultades para encontrar esposas españolas debido a su escasa presencia en América antes de finales del siglo XVI. Luego, cuando finalmente fueron más numerosos, se cortó el camino al matrimonio, como demuestra la creación de conventos para acoger a las niñas españolas cuyos padres no pretendían que se casaran. Sin duda, los mestizos habían accedido a ciertos honores y cargos, pero el entusiasmo de los españoles había decaído. La ilusión de que la conversión de los amerindios produciría un nuevo pueblo de Cristo en poco tiempo se había disipado. Bajo la adopción de principios de la religión de los españoles, parecían persistir las creencias, ritos y costumbres de los tiempos paganos. Este engaño dio paso a una era de sospechas. Así, a partir de la década de 1560/1570, los colegios, las escribanías y las magistraturas municipales se cerraron a los mestizos. La sospecha fue la causa y el pretexto para un cierre cada vez más severo (Presta, 2019). En ambos casos, se cerraron las posibilidades de ascenso social y de alianza matrimonial. Se impuso la negativa a permitir el acceso a estos recursos a personas calificadas como exógenas, bajo el pretexto de que su metamorfosis en verdaderos españoles era una farsa. La correspondencia entre el caso de los descendientes de judíos conversos y el de los mestizos de origen amerindio no agota la experiencia hispana. A esto hay que añadir la persistente cuestión de los moriscos, descendientes de los habitantes de la España musulmana conquistados por los reyes cristianos a finales de la Edad Media y que fueron obligados a convertirse en masa al cristianismo en el siglo XVI. Sospechados de islamizar en secreto y considerados como una quinta columna al servicio de Argel y Constantinopla, los moriscos fueron finalmente expulsados en 1609-1611. Entonces se les tachó de cuerpo extraño tóxico: cómo una parte de la sociedad se convierte en extranjera en su propio país. Los archivos de la época muestran que los gitanos, salvo cuando remaban en las galeras del rey, formaban un elemento interno, pero también inasimilable de la sociedad española (Vincent, 2006). Ninguna de estas poblaciones: judeoconversos, moriscos, gitanos, mestizos amerindios eran extranjeros. La monarquía no los situaba al mismo nivel que los portugueses, franceses, griegos o albaneses presentes en gran número en España. El control de la limpieza de sangre y la purga de los elementos malsanos se aplicaba a individuos de familias establecidas en el reino desde tiempos inmemoriales. No se trataba de mantener a raya a los extranjeros, sino de decretar que esos súbditos del rey no eran realmente españoles. Muchos autores han identificado las correspondencias entre los mecanismos de rechazo de los judeoconversos, los moriscos y los mestizos amerindios, antes de que la cuestión «negra» se convirtiera en el núcleo del sistema de segregación. George M. Fredrickson, historiador de la supremacía blanca en Estados Unidos y Sudáfrica, en su último libro, un ensayo sobre la larga historia del racismo reconoció que había olvidado relacionar la racialización de los judíos con la de los colonizados en general, y de los negros en particular. Reconstruyó así una genealogía histórica cuyo desarrollo puede seguirse a partir del estudio de los imperios ibéricos. Autores con diferentes trayectorias y horizontes, como el filósofo Henry Méchoulan (1979), el historiador modernista Adriano Prosperi (2011) y el historiador de las sociedades coloniales ibéricas Stuart Schwartz (2020), han demostrado la importancia de tratar la depuración interna de las sociedades ibéricas y su expansión ultramarina en un único movimiento. El año 1492 fue, en su momento, entendido como un punto de inflexión providencial en la historia del Occidente cristiano. En pocos meses, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón conquistaron el último reino musulmán de Europa occidental (Granada), expulsaron a los judíos y recibieron a Cristóbal Colón tras su primera exploración del Caribe. Sin embargo, no se puede decir que en 1492 se iniciara la era del colonialismo y del racismo juntos. El imaginario político y el sistema normativo de los conquistadores del Nuevo Mundo se habían forjado, en una etapa muy temprana, mediante la segmentación de la población según líneas raciales definidas por la limpieza de sangre. Por último, cabe señalar que, en la España del Siglo de Oro, la doctrina real afirmaba que su catolicidad era un universalismo. Universalidad reservada a los católicos sin mancha; jerarquía racial, para todos los demás. 3. ¿Cómo conciben las políticas raciales la cuestión de la transformación de las personas y las poblaciones? La mala reputación de España, conocida como la “leyenda negra”, se basaba en distintos agravios. Desde el siglo XVI, existe una repulsión hacia la intolerancia y los procedimientos de la Inquisición. Pero España fue descrita por primera vez en Italia, Francia, los Países Bajos e Inglaterra como una potencia bastarda, cristiana en apariencia, pero enjuiciada, más que medio morisca, menos europea que africana. La obsesión por la purga interna es también el resultado de esta visión externa. En sus reflexiones sobre el motivo de la “guerra de razas”, ni Hannah Arendt ni Michel Foucault identificaron su primera manifestación en la monarquía española del siglo XVI. Sin embargo, este fenómeno es el marco político de esta sociedad, en Europa y en el imperio. En estos procesos de alteración está en juego la dignidad de la monarquía española, en la cúspide de su poder, pero todavía al margen de Occidente, por tomar prestado de Claude-Olivier Doron el concepto cuya pertinencia ha demostrado tan poderosamente (Doron, 2016). En la época contemporánea, Viktor Klemperer ofrece un ejemplo perfecto de lo que es una política de alteración, cuando el 25 de abril de 1933 descubrió un cartel en la fachada de la casa de estudiantes de la Universidad de Dresde que proclamaba: “Cuando el judío escribe en alemán miente, a partir de ahora debe escribir sólo en hebreo. Los libros judíos en alemán deben marcarse como «traducciones” (Klemperer, 1995). De la experiencia del nazismo y del régimen de Vichy, Vladimir Jankélévitch (2015) sacó conclusiones que también ilustran lo que es la alteración: El antisemitismo reprocha a los judíos no ser como los demás. Si sólo fuera eso, sería el sentimiento elemental de racismo o xenofobia. Pura desconfianza. En el caso del judío, hay dudas. Porque se parece al mismo tiempo que difiere. Disimular por semejanza. Y en cierto sentido se resiente aún más por atreverse a parecerse. Está resentido por tener la impertinencia de ser casi similar a los demás. Igual que a un noble le molestaría un burgués que se parece a un noble. Del mismo modo, un no judío que ve a un judío con aspecto de ario lo considera una estafa cuando descubre que es judío. Es como si los judíos hicieran trampas en un juego (…) Esto explica a menudo el carácter inquisitorial y denunciador del antisemitismo. Frustra y desenmascara los signos de la raza (...) El otro sólo es otro porque es un poco igual. La posibilidad de la similitud es la condición de la diferencia. (p. 138-141) No debe sorprender que en esta nota resuene el eco de la Inquisición. El análisis sería plenamente convincente si Jankélévitch no sacara una conclusión discutible que da título a su conferencia: “El antisemitismo no es racismo”. Uno está tentado de decir lo contrario: el antisemitismo es el racismo en su versión primaria y matriz, al menos para el Occidente cristiano. La asignación racial no consiste en primer lugar en notar la alteridad, un fenómeno estático y visible. Se trata de enfatizar sobre la diferencia imperceptible, que es en lo que consiste la operación de alteración. El racismo genera así la alteridad para alimentar los mecanismos de diferenciación, estigmatización y discriminación. Las ideologías racistas afirman que, sean cuales sean las transformaciones que se impongan los individuos para corresponder a lo que la mayoría dominante les exige, queda en ellos un resto de extrañeza, cuya sede es el cuerpo. En un artículo magistral, Pierre-Antoine Fabre (1999) ha identificado la temporalidad en la que están atrapados los descendientes de los judíos conversos admitidos en la Compañía de Jesús. Son recibidos pero el proceso de conversión iniciado por su linaje queda inconcluso a perpetuidad. Estos individuos no son rechazados, pero las huellas de su pasado nunca se borran. Una pista semántica revela esta suspensión del tiempo. En el español de las fuentes el término “cristiano nuevo” y en la historiografía el término “converso” designan tanto a una persona (judía o musulmana) convertida como a sus bisnietos nacidos de padres y abuelos que a su vez fueron bautizados al nacer. ¿Por qué seguimos escribiendo que Teresa de Ávila era una “conversa”, cuando deberíamos decir que era nieta de conversos? La huella del lenguaje de la España inquisitorial se deja sentir incluso en la historiografía actual: el origen converso no se puede borrar. Los estudiosos del judaísmo y del marranismo españoles están divididos sobre si los descendientes de los judeoconversos observaban ritos secretos que les vinculaban al pasado de su familia. Buscar la respuesta en los juicios de la Inquisición es incierto, ya que el objetivo de la investigación era demostrar que realizaban los gestos y decían las palabras prohibidas (según su origen). Para nuestros propósitos, el punto principal es que la presunción de culpabilidad fue dada por la genealogía de los individuos. Los métodos de la Inquisición están bien documentados: la búsqueda de los orígenes familiares de los sospechosos ocupa un lugar abrumador en el procedimiento, al igual que la comprobación de la genealogía de los aspirantes a ingresar en las instituciones protegidas por un estatuto de limpieza de sangre. La Inquisición instaló un nuevo tipo de temporalidad. Las familias procesadas, por ejemplo, a finales del siglo XVI, podían tener un antepasado que se había convertido cien años antes. El juicio reactualizó un origen defectuoso que a menudo se ocultaba y, sobre todo, se olvidaba después de tres o cuatro generaciones. Hasta aquí, el pasado. Pero, hacia el futuro: si, bajo tortura, los sospechosos confesaban crímenes contra la fe, su culpa recaía sobre sus descendientes por tiempo indefinido. Río arriba y río abajo, el tiempo de la reprobación se prolongó durante períodos interminables. Si bien el derecho canónico establecía que más allá de los nietos los descendientes de un hereje ya no sufrían los efectos del delito, esta norma ya no fue reconocida por la Inquisición. Reactivó un pasado lejano y recargó la falta para un futuro sin límite. El peso de la genealogía en la vida social es la cuestión más importante ya que, en Europa, las sociedades del Antiguo Régimen no hacían la distinción, que se nos ha hecho familiar, entre parentesco y filiación. En efecto, a diferencia de la sociedad romana, el Occidente cristiano no reconocía la adopción como medio para transmitir el nombre, la fama y la dignidad de una familia a un individuo que no pertenecía al linaje. Las normas europeas definieron así una parte inasequible del carácter de cada familia y lo anclaron en la sangre. ¿Esta indisponibilidad se refiere a una ontología intemporal, o sirve para preservar lo que se espera que retrase su desaparición o dilución? La centralidad de la persecución de la alianza mixta en el pensamiento racista responde a esta pregunta. En el centro de la política racial está siempre la prohibición de los matrimonios entre personas consideradas de distinta naturaleza. Uno de los primeros casos conocidos es el Estatuto de Kilkenny (1366), que prohibía las uniones entre ingleses e irlandeses, para frenar la degeneración de las familias inglesas en Dublín y su región. El objetivo era evitar que ingleses e irlandeses se parecieran tanto que se confundieran, y que esta confusión se acelerara con el aumento de los matrimonios mixtos. El horror del desajuste apela a lo que los hombres creen saber sobre la gestación y la generación. Así, está en juego la articulación de la jerarquía social y el orden natural. Más cerca, la doctrina de la “gota de sangre” de los tribunales estadounidenses reprodujo la norma de la hipodescendencia, según la cual la nota en el linaje no podía ser borrada por la adición de sangre pura, fuera cual fuera la proporción (Savy, 2007). Los afroamericanos de piel clara que querían pasar por “blancos” fueron llevados a los tribunales durante la época de la segregación bajo esta doctrina. Es comparable a la doctrina impuesta por los inquisidores y los guardianes de la limpieza de sangre. El racismo contra los negros, como cualquier otro racismo, es un proceso evolutivo que reúne elementos dispares. En el punto de partida, una serie de prejuicios más o menos articulados. En primer lugar, una connotación negativa dada al color negro, el de la noche y el diablo. En segundo lugar, la idea de que una piel oscura es un signo de pertenencia al grupo social más despreciado, los que trabajan la tierra, pastorean el ganado o, peor aún, viven en lo profundo de los bosques. Por último, experiencias sociales como el descubrimiento, en la Edad Media, de la presencia de esclavos negros en el Mediterráneo musulmán. Estas impresiones, todas ellas negativas, son contrarrestadas por otras. Es el caso de la presencia del hombre africano en la pintura litúrgica del siglo XIV, bajo los rasgos del rey mago Baltasar. También podemos recordar los honores rendidos en 1489 por la corte del rey de Portugal a los embajadores del rey del Kongo, Nzinga a Nkuwu, que estaba en proceso de conversión al cristianismo. Con el establecimiento gradual del comercio de esclavos, los elementos positivos de este conjunto heterogéneo tendieron a desaparecer. En efecto, la demanda de mano de obra para las plantaciones y las minas condujo a la deshumanización de los africanos, en condiciones de vida y de trabajo de una violencia paroxística. El mecanismo puede enunciarse de la siguiente manera: para demostrarse a sí mismos que sus víctimas no son hombres, háganles padecer un trato inhumano. Muchos autores subrayan la situación paradójica de finales del siglo XVIII, cuando el volumen del tráfico y la intensidad de las campañas abolicionistas aumentaron en el contexto de la Ilustración. Pero sería un error creer que el dilema así planteado es una novedad. La humanidad de las poblaciones consideradas salvajes o bárbaras y la legalidad de la esclavitud dieron lugar a debates muy intensos en el marco de la teología moral de inspiración romana, desde las primeras décadas del siglo XVI. Teólogos como Sepúlveda, juristas como Molina, pastores como Las Casas, misioneros como Vieira, entre otros grandes estudiosos, adoptaron posturas sobre la pertenencia de amerindios y africanos a la humanidad, la promesa evangélica de la igualdad de las criaturas ante su creador, las condiciones en que es admisible la esclavización de poblaciones enteras desde el punto de vista cristiano y la transmisión intergeneracional de las faltas atribuidas a los esclavizados. Las respuestas a estas preguntas, a partir del siglo XVI, están marcadas por la ambivalencia y las contradicciones. Estas incertidumbres no sirvieron de freno a la aplicación de las formas más criminales de explotación de millones de hombres y mujeres. A lo sumo, se puede constatar el papel, a veces muy importante, que desempeña la práctica de la manumisión en las sociedades que pretendían ser caritativas y preocupadas por la salvación de los amos de los esclavos. No todas las sociedades esclavistas de América eran iguales. Una medida de estas diferencias es la proporción de personas libres de color, antiguos esclavos liberados o descendientes de esclavos liberados, en relación con el número total de africanos presentes en un territorio determinado. Otro criterio es el grado de autoorganización de las poblaciones africanas deportadas -esclavos y libertos- en los territorios a los que fueron destinados. En las colonias españolas y portuguesas, la creación de cofradías de negros, a menudo asociadas al culto de los santos negros Benito de Palermo e Ifigenia, dio lugar a un tipo de sociabilidad que apenas se encontraba en las islas azucareras francesas o en las colonias británicas. Pero no hay que dar a esta organización una importancia que no tenía. La existencia de estas cofradías podría interpretarse como la promesa de una futura capacidad de los africanos para ejercer la libertad de los sujetos cristianos más allá de la condición de esclavos. Pero este horizonte no era ningún compromiso por parte de las autoridades coloniales y menos por parte de los propietarios de esclavos. Estos últimos seguían siendo dueños del ritmo de la metamorfosis de los negros y no tenían intención de acelerar el proceso. El reconocimiento, por excepcional que sea, de vidas ejemplares entre los negros, e incluso de algunos casos de beatificación, no debe interpretarse como señales de una disposición a reconocer en ellos a futuros iguales. Es el caso de Juana Esperanza de San Alberto, una mujer negra que ingresó en el convento carmelita de Puebla, en Nueva España, en 1678, y que fue considerada una persona de extraordinaria piedad. ¿Su historia y su reputación realzaron la dignidad de los afroamericanos? La apologética muestra que su piedad se presenta como excepcional debido a su origen, que fue un obstáculo para la elevación de su alma. Así, su aventura espiritual, lejos de promover el reconocimiento de la humanidad de los negros, se presenta como una hazaña arrebatada a la naturaleza vil de los africanos (Bristol, 2007). Así, la larga historia de racismo contra los negros, tanto en Europa como en sus extensiones imperiales y coloniales, es el resultado de una combinación de prejuicios contradictorios, de la explotación de los recursos naturales, la gestión de la población esclava como si se tratara de ganado cuyos hijos no nacidos debían ser considerados como esclavos natos, el desprecio adicional engendrado por el trato degradante impuesto a los negros en condiciones serviles, la organización cotidiana de una convivencia interpretada como un mal necesario y la lucha política contra la difusión de las ideas emancipadoras del abolicionismo. Aunque no quepa duda de que todos estos factores alcanzaron su punto álgido en los años 1750-1820, la mayoría de ellos ya estaban presentes en los primeros tiempos de la conquista de las Américas, e incluso mucho antes en el contexto del comercio mediterráneo de finales de la Edad Media, que asociaba estrechamente a comerciantes cristianos y musulmanes de piel clara en el comercio transahariano de esclavos negros. El infierno material y simbólico que la trata de esclavos impuso a millones de africanos no puede entenderse como consecuencia de los prejuicios y estereotipos europeos sobre los hombres negros. Por el contrario, el desarrollo de un modo de producción basado en la movilización de la mano de obra esclava y las denuncias de las que fue objeto alimentaron la construcción intelectual de la inferioridad natural de los negros. Esta labor ideológica se radicalizó aún más cuando la abolición de la esclavitud hizo desaparecer la separación legal entre ciudadanos y libertos a lo largo del siglo XIX. Como muestran las vacilaciones constitucionales de algunas de las primeras repúblicas latinoamericanas, la abolición no convertía a los libertos en ciudadanos “nacidos libres”, sólo lo serían sus hijos. La condición de no haber nacido libre privaba a los esclavos liberados del ejercicio de la ciudadanía plena y del derecho de voto. Siguiendo el modelo heredado de Roma, un servus que se convertía en libertus no podía ser considerado ingenuus, es decir nacido libre. Conclusiones El racismo apela a la naturaleza, sin metáfora, para frenar a corto y medio plazo los procesos de movilidad social cuyos efectos a largo plazo se temen. Si el instrumento preferido es el control de la generación, el llamado a la naturaleza no es simbólico sino real. Estas políticas son, sin duda, un tipo de ingeniería social. Pero los argumentos sacados de las realidades naturales no son un mero escaparate. Al inyectar rasgos naturales en el juego social, lo que se busca es una glaciación -o al menos un freno- de la transformación (es decir, de la historia). Gobineau y otros vieron la mezcla de los pueblos como un fenómeno natural -pero desastroso- que no podía evitarse. Más tarde, como un eco, la retórica nazi describió la labor de exterminio de los judíos como una misión heroica de ambición prometeica. Anteriormente, las políticas de atracción de migrantes europeos a las Américas en la segunda mitad del siglo XIX también se basaban en una ingeniería social con fundamento natural, que pretendía el blanqueamiento de la población como vector de civilización. En algunas repúblicas, como Argentina y Uruguay, el suministro de sangre blanca acompañó las campañas de exterminio de las poblaciones amerindias. El objetivo de esta planificación demográfica no era crear una población mestiza, sino reducir finalmente todo rastro de la presencia de amerindios y africanos deportados. Si los matrimonios mixtos no estaban prohibidos, al contrario de lo que ocurría en Estados Unidos en aquella época, esto se explica por el deseo de borrar un pasado no europeo. En este caso, la apuesta por la ingeniería social supera la lógica de la hipodescendencia. Por último, cabe señalar que cuando la repugnancia frente al matrimonio mixto se convierte en norma social, las políticas estatales no tienen el monopolio de esta. La familia, la comunidad y la costumbre imponen las reglas del matrimonio a los individuos con un poder opresivo tan eficaz como el de los programas totalitarios. Lo que está en juego es la reproducción invariable de la identidad heredada, con el vano propósito de detener el tiempo. El tono lleno de melancolía de la famosa conferencia de Claude Lévi-Strauss de 1971 sobre “raza y cultura” refleja ese deseo de no dejar que el pasado sea sepultado por el fluir del tiempo (Stoczkowski, 2007). El destino de las víctimas negras de las leyes de Jim Crow revela un mecanismo que se ha manifestado en otras ocasiones. De hecho, estas leyes fueron diseñadas para asegurar que los esclavos liberados y sus descendientes, aunque fueran admitidos en la ciudadanía nacional, sólo serían aceptados como ciudadanos de segunda clase. Esto resuelve la aparente incoherencia del racismo: postular la intangibilidad de las características naturales para mejor controlar las transformaciones sociales. Es decir, afirmar la inmovilidad para frenar la movilidad. Al igual que los ennoblecidos son recibidos en la nobleza pero como advenedizos, al igual que los conversos comparten la comunión pero como portadores de un pasado dudoso, al igual que los mestizos americanos se acercan a la “República de los españoles” pero en una posición subordinada, al igual que los bastardos pueden heredar de su padre natural sin ser admitidos en su linaje, al igual que los libertos dejan de ser esclavos sin convertirse en conciudadanos, al igual que los colonizados son súbditos del Imperio sin ser ciudadanos de la República en el siglo XIX. Lo que une las diferentes políticas raciales es quizás esta respuesta común a la movilidad: guardar la valla y limitar el movimiento de transformación social. Las fantasías racistas son muy eficaces para ello. Referencias bibliográficas Bernier, F. (1684). Nouvelle division de la Terre, par les différentes Espèces ou Races d’hommes qui l’habitent, envoyée par un fameux Voyageur à Monsieur. Journal des sçavans, 12, 148-155. Bristol, J. C. (2007). “Although I am black, I am beautiful”: Juana Esperanza de San Alberto, Black Carmelite of Puebla. En N. E. Jaffary (Ed.),! Gender, race and religion in the colonization of the Americas!(pp. 67–79). Ashgate. Doron, C.-O. (2016).! L’homme altéré: Races et dégénérescence (XVIIe–XIXe siècles). Champ Vallon. Eliav-Feldon, M., Isaac, B.H., & Ziegler, J. (eds.). (2009). The Origins of Racism in the West. Cambridge University Press. Fabre, P.-A. (1999). La conversion infinie des conversos. Des «nouveaux-chrétiens» dans la Compagnie de Jésus au XVIe siècle.!Annales. Histoire, Sciences Sociales, 54(4), 875–893.! Farriss, N. (1984). Maya Society Under Colonial Rule. The Collective Enterprise of Survival. Princeton University Press. Hering Torres, M. (2003). «¡Limpieza de Sangre!» ¿Racismo en la edad moderna?! Tiempos Modernos, 9, 1-16. Jankélévitch, V. (2015). L’esprit de résistance. Textes inédits, 1943-1983. Albin Michel. Klemperer, V. (1995). Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1941. Galaxia Gutemberg. Méchoulan, H. (1979). Le Sang de l’autre ou l’honneur de Dieu. Indiens, juifs et morisques au Siècle d’or. Fayard. Presta, A.M. (2019). Una élite colonial y sus monjas. Familia y redes en un monasterio de Charcas (1574-1620), Travesía, 2(21). Prosperi, A. (2011). Il seme dell’intolleranza. Ebrei, eretici, selvaggi: Granada 1492. Laterza. Savy, P. (2007). Transmission, identité, corruption. Réflexions sur trois cas d’hypodescendance. L’Homme, 182, 53-80. Starobinski, J. (1990). Le mot civilisation en J. Starobinski, Le remède dans le mal. Critique de l’artifice à l’âge des Lumières. Annales, 45(5), 1104-1106. Schwartz, S.B. (2020). Blood and Boundaries: The Limits of Religious and Racial Exclusion in Early Modern Latin America. Brandeis University Press. Stoczkowski, W. (2007). Racisme, antiracisme et cosmologie lévi-straussienne. Un essai d’anthropologie réflexive. L’Homme, 182, 7-51. Vincent, B. (2006). El río morisco. Universidad de Granada.