Sarance 46 (2021), publicación bianual, período junio - noviembre, pp 84 - 102. ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718. Fecha de recepción 08/02/2021; fecha de aceptación: 08/03/2021 DOI: 10.51306/ioasarance.046.04 Territorios interculturales Kaysaypurachik llaktari allpakuna Intercultural territories Jorge Gómez Rendón jgomez630@puce.edu.ec ORCID: 0000-0002-8511-0051 Escuela de Antropología, Pontificia Universidad Católica del Ecuador (Quito-Ecuador) Investigador, Instituto Otavaleño de Antropología (Otavalo-Ecuador) .......................................................................................................................................... Resumen El artículo realiza una crítica al concepto de territorios interculturales en su relación compleja con los conceptos de interculturalidad, territorio y lenguaje. Luego de cuestionar una lectura multiculturalista de la interculturalidad que impide superar el divisionismo de una política identitaria esencialista desde la cual los territorios son vistos como contenedores, se interpela el territorio a partir de dos conceptos: el de ensamblaje como convergencia de elementos heteróclitos que producen un funcionamiento y el de ecología de prácticas como asociación simbiótica de prácticas equitativas y al mismo tiempo diferentes. La necesidad de explicar la forma en que los elementos convergentes del ensamblaje –sean prácticas, practicantes y cualquier otro elemento humano y no-humano– entran en comunicación, conduce a considerar el papel que juega la comunicación y los lenguajes en la construcción de territorios interculturales. Se reconoce la necesidad de superar el logo-gloto-grafo-centrismo del lenguaje para dar paso a prácticas semióticas heterogéneas y lenguajes sensoriales cuya legitimación sea la condición sine qua non de una nueva forma de ejercicio de la política. Palabras clave: interculturalidad; territorio; lenguaje; frontera; identidad .......................................................................................................................................... Tukuyshuk Kay killkayka kawsaypurachik llaktari allpakuna nishka shimikunapa yuyaykunatami kutinrikushpa willan. Shinallata, imashalla kay shimika ñawpayachay kawsaypurachik shimikunawanpash, llaktari allkpa shimikunawanpash, shinallata rimay shimikuwananpash wankurishkata kutinrikun. Kawsaypurachik shimika multicultural yuyaykunawanmi ashtawan watarishka kashka. Chaymantami, kikinyarikunapash esencialismokunawan achkata chakruchishka kashka. Shina yuyaymantami llaktari allpakunatapash yanka allpalla yaytapash kushka. Chaymi kay killkaypika llaktari shimita alli yuyarikrin ishkay layapi. Kaykunami kan: imashalla convergencia de elementos heteróclitoswan watarishkata shinallata kawsaypachakamaypa ruraykunamanta, simbiótica ruraykunamantapash tantanakushpa shikanyarishkakuna kakkunata rikuchin. Shinami, elementos convergentes watarishkakunata willachinkapak mutsurin-kaykunaka ruraykuna, rurakkuna, maykan runakuna kan, mana runakuna kashpapash- shinashpa paypura willarinkapakmi yaykun. Chaymantami, willashkakunaka, shinallata rimaykunapash sinchitapacha kawsaypurachik llaktari allpakunata wasichirinata yanapan. Chasnami, logo-gloto-grafo-centrismo nishka rimaypa yuyaykunata kanchaman sakishpa shuk shuk laya semiótica nishka ruraykunata, yaylla rimaykunatapash riksichishpa mushuk ruraykunata kapaktukukamaykunapi tikrachishpa puri ushankapak munan. Sinchilla shimikuna: kawsaypurachik; llaktari allpa; rimay; saywa; kikinyari. .......................................................................................................................................... Abstract The article makes a critique of the traditional concept of intercultural territories in its complex relationship with the concepts of interculturality, territory, and language. After questioning a multiculturalist reading of interculturality that prevents overcoming the divisionism of an essentialist identity politics that conceives territories as containers, the territory is questioned from two concepts: that of assembly as a convergence of heteroclite elements that produce a functioning and that of ecology of practices as a symbiotic association of equitable but different practices. The need to explain the way in which the convergent elements of the assemblage –be they practices, practitioners or any other human and non-human element– enter into communication, leads us to consider the role that communication and languages play in the construction of intercultural territories. The need to overcome the logo-glotto-graph-centrism of language is recognized to give way to heterogeneous semiotic practices and sensory languages whose legitimation is the sine qua non condition of a new form of exercising politics. Keywords: interculturality; territory; language; border; indentity. Introducción La idea de territorios interculturales no es nueva. Se la encuentra con cierta frecuencia en discusiones que giran en torno a la gestión intercultural y la territorialidad en relación con los pueblos indígenas de la región. Sin embargo, no existe hasta hoy una definición del concepto de territorios interculturales, como tampoco se ha proporcionado elementos suficientes que contribuyan a su definición. En este contexto y pese a su importancia para la sociedad y el Estado, el término ‘territorio intercultural’ apenas alcanza una naturaleza nocional, llena más de prejuicios, intuiciones y supuestos que de rasgos teóricos que ofrezcan criterios sobre su posibilidad y alcance. El presente artículo reflexiona en torno a la idea de territorios interculturales y discute el marco para su creación a partir de una crítica a los conceptos de interculturalidad, territorio y lenguaje. La necesidad de contar con elementos que permitan trazar un perfil claro de qué puede ser un ‘territorio intercultural’ hace que las reflexiones siguientes sean de carácter exploratorio y se desarrollen exclusivamente en el ámbito de lo teórico. Sin pretender ser categóricas, su principal objetivo es ayudarnos a pensar cómo una visión diferente de interculturalidad, territorio y lenguaje pueden ayudarnos a construir territorios que tengan como principio la interculturalidad. Dado que el marco general de esta discusión es precisamente la interculturalidad, empezamos discutiendo este concepto, que amplio debate ha generado en los últimos años. La interculturalidad: de estado de cosas a proyecto en ciernes La interculturalidad como concepto se desarrolla en América Latina desde inicios de la década de los setenta. Como hemos demostrado en otro lugar, una arqueología del concepto nos lleva incluso décadas atrás (Gómez Rendón, 2019). En la región, la interculturalidad se posicionó, primero, en el marco de la educación de los pueblos indígenas. De allí pasó en las décadas siguientes a otras esferas como la salud, la justicia, la comunicación y las artes. A lo largo de este itinerario de medio siglo, el concepto fue adquiriendo un estatus paradigmático, reforzado en el caso ecuatoriano desde la Constitución de 2008 con la declaración del Ecuador como Estado intercultural y plurinacional. En la última década esta declaración ha producido la transversalización del principio de interculturalidad y lo estableció como derrotero para el diseño de políticas públicas y la planificación de procesos que pretenden instaurar cambios estructurales en la sociedad. Pese a estos avances jurídicos, la aplicación del principio de interculturalidad ha generado en la práctica más preguntas que respuestas a los problemas sociales del país. Particularmente problemática resulta su relación con otro de los principios constitucionales, el de plurinacionalidad, en la medida que ambos se construyen, como veremos luego, sobre la base de conceptos distintos de ‘territorio’ y ‘frontera’. A continuación, trazamos el perfil de la problemática ‘intercultural’ como punto de partida para repensar el concepto de ‘territorio’ y articular su relación con el lenguaje. La forma en que la interculturalidad ha sido entendida desde el Estado y desde la mayoría de los sectores sociales, incluyendo buena parte del sector indígena, coincide más bien con una idea de multiculturalidad. La interculturalidad entendida en clave multicultural es una forma de “pluralismo étnico” que proclama la diversidad como principal activo de la sociedad. Su objetivo es establecer la diferencia racial, étnica y cultural como criterio para comprender la realidad social y planificar de acuerdo con ella. Una interculturalidad en clave multicultural está estrechamente asociada con una política identitaria esencialista y, por lo tanto, con aquello que Rancière llama “el reparto de lo sensible”, aquella línea divisoria que separa espacios y tiempos y crea las condiciones perceptuales para la comunidad política (Rancière 2014). A partir de esta distribución de espacios y tiempos los actores sociales ubicados en uno y otro lado de la línea se fosilizan como seres exclusivos de unos espacios y unos tiempos que no son semejantes entre sí. Al impedirnos trazar una genealogía, la interculturalidad en clave multiculturalista oblitera el origen de la diferencia en la desigualdad provocada por los procesos de dominación, y lo que es más grave, nos impide ver el carácter histórico y dinámico de la interculturalidad, entendida como proyecto -y no como estado de cosas -que se propone revertir las desigualdades sin obliterar las diferencias. La interculturalidad en clave multicultural promueve una concepción divisoria del espacio social y del territorio que encaja bien con el concepto de plurinacionalidad. A diferencia del concepto de interculturalidad, cuyo ámbito primordial es la sociedad en cuanto comunidad, el de plurinacionalidad tiene como ámbito el Estado y en tal medida su naturaleza es distinta, sin que por ello se desvincule de lo social. Si bien concordamos con quienes sostienen que interculturalidad y plurinacionalidad son principios complementarios (véase, por ejemplo, Walsh 2009), está claro que se desarrollan en niveles diferentes y pueden resultar hasta cierto punto antagónicos en su instrumentación. A propósito, Cruz señala con acierto que existe una tensión entre plurinacionalidad e interculturalidad que se expresa particularmente en el establecimiento de las autonomías territoriales, de forma que si bien estos arreglos institucionales [se refiere a los arreglos institucionales de los Estados ecuatoriano y boliviano] son necesarios para conseguir la plurinacionalidad, son insuficientes para conseguir la interculturalidad (Cruz 2013, 56). Como se desprende de la cita de Cruz, el territorio y la gestión autonómica dentro de sus fronteras son la piedra de toque entre plurinacionalidad e interculturalidad. Si, por un lado, no es difícil imaginar un territorio plurinacional como un espacio social y natural dividido para su gestión autonómica entre tantas nacionalidades cuantas existen dentro de las fronteras de un país, la concepción de un territorio intercultural está menos clara y hasta donde conocemos no ha recibido atención. Pensar en territorios interculturales, o lo que es lo mismo, pensar el territorio desde la interculturalidad, exige un ejercicio previo de deconstrucción del concepto de territorio en relación con las ideas de frontera e identidad. A ello nos dedicamos en la siguiente sección. Territorio: repensar las fronteras y la identidad El concepto de territorio puede tener dos definiciones. La primera asume una extensión de tierra delimitada principalmente con criterios geopolíticos. En este sentido, se asigna al territorio una jurisdicción y un gobierno propios, así como formas particulares de organización social, manifestaciones culturales específicas y un conjunto de códigos (lenguajes) que hacen posible la comunicación de los individuos que conviven en dicho territorio. La segunda lectura del territorio está asociada con la manera en que sus habitantes se relacionan con los elementos que les son característicos, a través del uso particular de unos recursos determinados, pero también de un conjunto de operaciones simbólicas, por medio de las cuales entran en relación con los seres terrestres en general, incluyendo otros seres humanos1. La primera definición de ‘territorio’ se remonta al concepto etológico de territorialidad, entendido como el conjunto de conductas y comportamientos de las especies que protegen su territorio. El territorio entendido desde la territorialidad, en el caso del Homo Sapiens, tomó forma con el nacimiento de la agricultura y la formación de las primeras aldeas agrícolas hace más de once mil años. La territorialidad como principal criterio del territorio se radicalizó más tarde con En sentido amplio la categoría de seres terrestres se refiere no solo a la biota, la flora y la fauna propias del territorio, sino también a aquellas entidades que en numerosas cosmovisiones se consideran provistas de vida—aun si el pensamiento occidental no lo considere así—como los montes, las masas de agua o la tierra misma. De allí que, por ejemplo, haya sido y siga siendo difícil el cambio de paradigma que supone otorgar derechos a lo que en Occidente llamamos “naturaleza”. la aparición de los estados; en el caso europeo, con el surgimiento de los estados nacionales desde el siglo XV, que en su exploración ultramarina expandieron sus territorios más allá de los límites continentales. A ello se debe que el territorio de los estados nacionales modernos se asocie siempre con el concepto nuclear de ‘frontera’, el cual, desde su origen, se convirtió en una de las principales herramientas de gobernanza y sirvió como referente para las ciencias de la sociedad y del lenguaje2. La idea de ‘frontera’, sea geopolítica, social, cultural o lingüística, es el principal instrumento de lo que Rancière ha llamado el “reparto de lo sensible”, aquella función primaria de toda política que, a través de la reconfiguración de lo percibido, segmenta y separa a los sujetos y sus funciones—entre ellas, el hablar (Rancière 2014). La función de la frontera cumplió su cometido en la repartición colonialista y nacionalista de los territorios, los recursos y las gentes, y está en el origen de una política multiculturalista que celebra la diversidad, una diversidad que conserva intactas las fronteras, asumidas como atemporales e inmóviles, al mismo tiempo que esconde las desigualdades sociales detrás de las diferencias. Para la construcción de territorios interculturales será preciso entonces hacer a un lado el concepto de frontera, pues nos obliga a pensar el territorio como un contenedor, como un lugar sedentario de límites fijos frente a la amenaza del “otro”. Contra esta idea del territorio delimitado y continente podemos señalar una multitud de fenómenos que no han hecho sino profundizarse en las últimas décadas, tiempo de intensos y extensos movimientos migratorios en todos los rincones del planeta, causa de una marcada desterritorialización a nivel cultural y lingüístico. La globalización ha modificado profundamente la composición sociocultural en los dos hemisferios desde los años ochenta. El más reciente informe de las Naciones Unidas (2017) habla de un aumento del 50% en el número de migrantes internacionales en el mundo entre 2000 y 2017. Para los Andes ecuatorianos, el aumento exponencial de la población blanco-mestiza en zonas rurales a través de intensos procesos de colonización desde los años sesenta del siglo pasado, así como la creciente presencia indígena en los principales centros urbanos como resultado de la migración campo- ciudad, han reforzado la desterritorialización de las lenguas y dinamizado complejos procesos identitarios en los nuevos espacios3. 2 Así, por ejemplo, la primera lingüística, la del siglo diecinueve, de la cual partió en el siglo veinte el estructuralismo y ramas más modernas como la hoy llamada ‘lingüística de contacto’, tuvo como central el supuesto de que existe una frontera entre las lenguas, entendidas como objetos monolíticos, autónomos y estructuralmente delimitados a los que corresponde, además, una determinada identidad cultural. 3 La composición demográfica de la sierra centro-norte del Ecuador muestra un escenario incluso más complejo, con un proceso de desterritorialización iniciado ya en el primer siglo de la conquista. No sólo que desde la primera mitad del siglo XVII hubo un gran número de hispanohablantes en las zonas rurales que debieron interactuar prolongada e intensamente con hablantes del quichua, sino que desde Pensar el territorio exclusivamente desde la territorialidad y la frontera nos impide entender una interculturalidad que sea algo más que diversidad. Los territorios pensados interculturalmente asumen por necesidad las relaciones internas de esa diversidad y en tal medida plantean un desafío a las formas de comunicación y convivencia en su interior. A diferencia de un territorio basado exclusivamente en la territorialidad, un territorio intercultural será un espacio de encuentro dialógico y polilógico de alteridades, donde cada una vaya asumiendo algo de la otra. La idea de un territorio intercultural que se caracteriza por ser dinámico, compositivo y dúctil concuerda con la forma en que Deleuze y Guattari definen todo territorio: como un sitio de paso, maleable, que subsiste como proceso y se convierte continuamente en algo más, conservando una organización interna; como una serie de elementos y circunstancias heterogéneos en constante cambio que convergen en un espacio en ciertos momentos (Deleuze y Guattari, 2002: 321, 329). Esto significa que no son las coordenadas geográficas las que definen un territorio intercultural, sino el espacio social de relaciones creado en virtud del encuentro y la convivencia. Un territorio intercultural puede ser un país, como también una ciudad, una comunidad, un barrio o una escuela. Debido a los procesos sociodemográficos que señalamos líneas atrás, las ciudades se han convertido en territorios multiculturales prototípicos, es decir, en territorios de la diversidad. Sin embargo, su construcción como territorios propiamente interculturales sigue siendo una tarea pendiente4. De allí la necesidad de educar interculturalmente en el siglo veintiuno y crear espacios pedagógicos interculturales. Partiendo de la propuesta de Ferrão Candau (2013), en otro lugar hemos identificado las principales tareas pedagógicas que deberán asumir los nuevos territorios interculturales: primero, promover procesos de desnaturalización de los estereotipos y preconceptos que construyen el sentido común de la sociedad sobre el que descansa la exclusión y la desigualdad; segundo, articular los criterios de diferencia con los de igualdad como requisito para politizar el proyecto intercultural más allá de la sola diversidad; tercero, rescatar los procesos de construcción de identidades, que nosotros la misma época hubo una importante presencia de indígenas urbanos, sobre todo mujeres que prestaban servicios domésticos y de crianza (Bromley 1979; Minchom 1986; Moreno 1978; Ortiz de la Tabla 1996). Ambos agentes incidieron en la consolidación, ya a mediados del siglo dieciocho, de prácticas culturales y lingüísticas híbridas sobre las que nos hablan los viajeros españoles Juan y Ulloa en su Relación histórica del viaje a la América meridional (1748: 377). A propósito de la importancia de las ciudades, algunas proyecciones sostienen que la población urbana podría llegar a más del 80% de toda la población del planeta hacia 2100. entendemos como procesos de subjetivación tanto a nivel individual como social, en los cuales juega un papel decisivo no sólo la capacidad de ‘historiar’, sino también la de reconocer y comunicarse a través de nuevos lenguajes; cuarto, promover experiencias de interacción que reconstruyan una dinámica educativa esencialmente intersubjetiva; y quinto, empoderar a todos los actores sociales a través no sólo de acciones afirmativas sino, sobre todo, de su agenciamiento para una participación activa y decisiva en las decisiones políticas de la sociedad (Gómez Rendón 2019, 39). Si aceptamos que un territorio intercultural promueve procesos intersubjetivos libres y continuos, “donde el otro entra siempre en relación dinámica e interpelante” (De Vallescar 2002, 161), debemos preguntarnos por los criterios a seguir en la construcción de dichos territorios. A continuación, proponemos dos conceptos que, en nuestra opinión, permiten elaborar criterios precisos para la construcción de territorios interculturales. El primero es el concepto de agencement, propuesto por Deleuze y Guattari en Mil Mesetas (2002: 10), traducido al castellano como ‘agenciamiento’ y que nosotros preferimos llamar por motivos de transparencia “ensamblaje’. El segundo es el concepto de ‘ecología de prácticas’, acuñado por Isabelle Stengers en su primer volumen de Cosmopolítics (2010). Ambos conceptos son complementarios, pues mientras el primero permite entender cómo ha de ser la composición heteróclita de un territorio intercultural, el segundo da la pauta para modelar una dinámica compleja entre sus distintos elementos. El concepto de ensamblaje se refiere a una constelación o colección de objetos, cuerpos, expresiones, cualidades y espacios que se juntan por diferentes períodos de tiempo—nunca de manera permanente, de allí su carácter dinámico— para crear nuevas formas de funcionamiento. Cuando un conjunto de fuerzas converge en una misma función, surge un ensamblaje, el cual siempre es innovador y productivo. Los ensamblajes tienen como resultado entidades de distinta naturaleza, que pueden ir desde un nuevo medio de expresión, un patrón de conducta individual, una nueva institución, hasta una nueva organización territorial, una nueva composición espacial o una nueva ecología en funcionamiento (Parr 2010, 18). Por lo tanto, todo ensamblaje tiene un aspecto territorial en la medida que hace y deshace espacios a través de la reterritorialización y la desterritorialización. Como sostienen Deleuze y Guattari, “[e]l territorio es el primer agenciamiento [léase en adelante ensamblaje], la primera cosa que hace agenciamiento, el agenciamiento es en primer lugar territorial. ¿Cómo no iba a estar ya pasando a otra cosa, a otros agenciamientos? Por eso no podíamos hablar de la constitución del territorio sin hablar ya de su organización interna” (Deleuze y Guattari 2002: 328). ¿Cuáles son las consecuencias de adoptar el concepto de ensamblaje para pensar el territorio intercultural? En primer lugar, es preciso abandonar la idea de territorio como espacio delimitado y fijo que determina la función de sus componentes. La territorialidad que caracteriza un espacio para convertirlo en territorio está dada de manera emergente por la confluencia de elementos heteróclitos que hallan en su correlación un funcionamiento ad hoc. En segundo lugar, la creación de territorios interculturales requiere sobre todo garantizar la creación de “espacios, lugares y actitudes de encuentro y confrontación de saberes o yachay tinkuy” (Inuca, 2017, 39). En tercer lugar, no podemos modelar las relaciones entre los diversos elementos que configuran un ensamblaje—menos aún aquellos de naturaleza humana—porque su funcionalidad es un aspecto emergente de las correlaciones posibles que se construyen entre ellos. Esto significa que existirá siempre una incertidumbre en la configuración de relaciones entre los elementos de un ensamblaje. Es lo que Vignola llama un ‘coeficiente de imposibilidad’, aquella relación entre la planificación intercultural y “los obstáculos [que] no permitirían verdaderos intercambios interculturales” (Vignola 2019, 82). En cuarto lugar, es fundamental que la inclusión de elementos dentro de un territorio intercultural no sea excluyente, sino siempre incluyente. Esto tiene dos implicaciones importantes: la primera es que la naturaleza heteróclita del ensamblaje que configura un territorio intercultural debe incluir un conjunto de entidades no humanas—grupos con características socioculturales específicas—sino también no-humanas—otras formas de vida animal, vegetal y objetual, al menos desde nuestra percepción ontológica; la segunda implicación está relacionada con la inclusión de entidades humanas y tiene que ver directamente con aquellas características socioculturales que les son propias, las cuales no pueden ser encajadas en categorías preconcebidas—por ejemplo, exclusivamente étnicas o geográficas—porque entonces prolongarían un reparto de lo sensible, que es precisamente aquello que los territorios interculturales quieren superar. Esto nos obliga, como es obvio, a abandonar el paradigma de la identidad en lo que tiene que ver con los fenómenos interculturales, o bien, como hemos señalado en otro lugar, a “desindigenizar la interculturalidad” (Gómez Rendón 2017, 114-118; 2019, 17). La pregunta es entonces cuál será el paradigma que debería seguir la interculturalización de los territorios, si ya no es el identitario. La respuesta se halla en nuestra opinión en el concepto de ‘prácticas’, el cual desarrollamos enseguida como segundo criterio para la creación de territorios interculturales. El concepto de práctica y más precisamente el de ecología de prácticas capturan en esencia el carácter abierto, inclusivo, dinámico y heterogéneo que conlleva el ensamblaje de territorios interculturales. A propósito del “giro hacia las prácticas” que se desarrolló en la teoría social de los años ochenta, Stern nos habla de los beneficios de hacerlo frente a la conservación de los viejos paradigmas: Tal vez lo más importante en que están de acuerdo quienes han optado por dar un giro hacia las prácticas es que este ofrece una salida a categorías conformistas y uniformistas, al parecer todavía inescapables, tales como las de sujeto y objeto, representación y representado, esquema conceptual y contenido, creencia y deseo, estructura y acción, reglas y su aplicación, micro y macro, individuo y totalidad. Al contrario, la teoría de la práctica propone que empecemos con las prácticas y repensemos nuestras teorías de abajo hacia arriba (Stern 2003, 185, mi traducción). Entendidas como un vínculo entre formas de enunciación y formas de acción que se despliegan recursivamente en el tiempo y se dispersan en el espacio (Schatzki 1996: 89), las prácticas “están constituidas por diversos componentes, competencias, formas de sentido y recursos materiales” (Ariztía 2017: 221). Constituyen, por lo tanto, la unidad significante de toda relación intercultural. La propuesta de Stengers (2010) se construye sobre este concepto de práctica, pero su principal aporte consiste en incorporar una visión ecológica en el análisis de la correlación entre prácticas dentro de un espacio social. Para el tema que nos ocupa, ver el conjunto de prácticas que entran en la creación de territorios interculturales desde una perspectiva ecológica nos obliga a entender la necesaria coexistencia de aquellas, con la confluencia de diferentes elementos, humanos y no-humanos, dentro de un ensamblaje territorial. ¿Qué entender entonces por una “ecología de prácticas”? Según Stengers, el término “ecología” tiene un significado científico y político al mismo tiempo. La lectura científica del término evoca una interdependencia de seres vivos en virtud de la cual emerge un hábitat específico. Por analogía, una lectura científica de “ecología de prácticas” se refiere nada más ni nada menos que a una “población” de prácticas que se encuentran interrelacionadas y son interdependientes, sin importar la forma propia que toma cada práctica o lo que representa para una práctica la existencia de otra (Stengers 2010: 32). Por el contrario, la lectura política del término “ecología” sostiene que no todas las situaciones “ecológicas” son iguales, más aún si involucran a seres humanos, razón por la cual la práctica ecológica en este caso tiene que ver directamente con la producción de valores, con la propuesta de nuevos modos de evaluación, con nuevos significados; no obstante, dichos valores, modos de evaluación y significados no trascienden la situación en cuestión, no constituyen su verdad inteligible, tienen que ver con la producción de nuevas relaciones que se añaden a una situación ya producida por una multiplicidad de relaciones, y aquellas relaciones también pueden ser leídas en términos de valor, evaluación y significado (Stengers 2010, 33, mi traducción). Pese a ser dos lecturas distintas, la ecología científica y la ecología política no muestran diferencias radicales para Stengers. La única diferencia radicaría en que la ecología política “afirma explícitamente como un problema la relación inseparable entre los valores y la construcción de relaciones en un mundo que siempre puede ser descifrado en términos de valores y relaciones” (Stengers 2010: 33, mi traducción). En este punto es fundamental no olvidar que la creación de valores y formas de evaluación dentro de una perspectiva ecológica no significa que dichos valores sean externos o ajenos a los elementos participantes. No significa que estos valores se creen en consenso o que las prácticas se sujeten a criterios ecuménicos que trasciendan su diversidad, como por ejemplo el bien común o la paz. No existen en ecología valores externos supremos, como tampoco existe el consenso propiamente dicho. Existe, eso sí, el acto simbiótico, aquella asociación de individuos diferentes en la cual estos sacan provecho de dicha asociación. Para Stengers, el acto simbiótico es una forma de “captura recíproca” en la cual se produce un doble proceso de construcción de identidad, en virtud del cual, “sin importar la manera y a menudo de formas completamente diferentes, las identidades que se coinventan incorporan una referencia mutua al otro para su propio beneficio” (Stengers 2010: 35, mi traducción). Esta asociación produce, ciertamente, nuevos modos de existencia, pero no reconoce un interés mayor por sobre los intereses particulares de cada participante. En virtud de ello, una ecología de prácticas implica tomar a cada una desde el sentido y el interés de sus practicantes. Desde esta perspectiva, ninguna práctica se asumirá como la regla, el estándar o la referencia para las demás, pues todas son mutuamente referentes al tener todas un valor, sin que este valor sea el mismo: prácticas diferentes que, sin ser iguales ni equivalentes, son equitativas. A diferencia de una situación ecológica natural, -donde es posible encontrar, por ejemplo, escenarios simbióticos estables,-cuando entramos en la esfera de las prácticas, la estabilidad entre ellas se desvanece y ocupa su lugar una inestabilidad basada en el pharmakon, cualidad bivalente que puede desplegar uno u otro valor según la circunstancia y la perspectiva. Según Stengers (2010, 36s), en el caso de las prácticas esta perspectiva está dada por los “factiches”5 que toda práctica crea y en virtud de los cuales es creada. Los factiches hacen alusión a la pretensión de factualidad y verdad que lleva toda práctica para sus practicantes. En una ecología de prácticas—y por lo tanto en un territorio intercultural—no se trata de anular las pretensiones de verdad que conlleva cada práctica, sino de reconocerlas en su variedad tanto como en su (potencial) antagonismo con factiches de otras prácticas. Este reconocimiento implica a su vez el reconocimiento de “lo que cuenta” para cada práctica, en otras palabras, de su relación con otras prácticas, o bien, de cómo cada práctica se presenta al resto (Stengers 2010, 36s). Más aún, es posible anticipar dentro de una situación ecológica—y, por ende, dentro de un territorio intercultural—la creación de una práctica a partir de prácticas anteriores, y con ella la creación de un universo de valores asociados, a partir de los cuales sus practicantes determinan “lo que cuenta” para su nueva práctica, por fuera de “lo que cuenta” para las prácticas previas que formaron parte de su creación. En resumen, el concepto de ensamblaje plantea el carácter heteróclito de los elementos que participan en la construcción de territorios interculturales, en tanto que la ecología de prácticas la forma en que los practicantes despliegan sus prácticas en dichos territorios. Dicho esto, surge enseguida la pregunta por la forma en que dichos elementos y practicantes llegan a relacionarse, o, en otras palabras, la pregunta por la forma en que dicha relación se construye a través de lo que podemos esperar sean formas complejas de comunicación. Es en este punto donde entra el lenguaje como instrumento, pero sobre todo como problema. Lenguaje y comunicación: hacia una ecología de prácticas semióticas heterogéneas ¿Cómo se relaciona el lenguaje con la construcción de territorios interculturales según los criterios que hemos perfilado en las secciones anteriores? Puesto que ni prácticas ni practicantes están aislados dentro de un territorio intercultural, sino que se correlacionan precisamente para crear ensamblajes y El término “factiche” fue acuñado por Bruno Latour en su obra La Esperanza de Pandora (2001 [1999]). Del glosario de esta obra citamos en toda su extensión la entrada respectiva por considerarla relevante para nuestro argumento: “El fetichismo es una acusación realizada por un denunciante. Implica que los creyentes no han hecho más que proyectar sus propias creencias y deseos sobre un objeto carente de significado. Por el contrario, los factiches son tipos de acción que no forman parte del juicio conminatorio entre el hecho y la creencia. Este neologismo combina las palabras «hechos” y «fetiches” y deja patente que ambas comparten la característica de denotar un elemento de fabricación. En vez de oponer los hechos a los fetiches, y en vez de denunciar que los hechos son en realidad fetiches, lo que se intenta es tomar en serio el papel de los actores en todos los tipos de actividades y, de este modo, terminar con la noción de creencia” (Latour 2001: 365). funciones junto con toda una plétora de entidades físicas no-humanas, resulta evidente preguntarse por la forma en que todos estos elementos se relacionan, es decir, se comunican. Una ecología política de prácticas no puede obviar el problema de la comunicación, que no es otro que el problema del lenguaje. Comunicación y lenguaje no aparecen como objetos predeterminados, predefinidos, en fin, previos al acto simbiótico mismo de la correlación de elementos diversos, sino que se construyen precisamente en virtud de él dentro del ensamblaje territorial que crea dicha correlación. Por eso entendemos el lenguaje, en primer lugar, como problema, específicamente, como un problema de comunicación. Ahora bien, todo problema de comunicación es, primeramente, no un problema lingüístico, ni siquiera semiótico, sino un problema político. Lo es en la medida que el reconocimiento de lenguajes y formas de comunicación constituye sujetos agentes con capacidad de actuar e influir sobre otros sujetos y su entorno. Es lo que se llama ‘agencia’ (del inglés agency), entendida como la capacidad, condición o estado de actuar. Una de las primeras manifestaciones de la agencia es la capacidad semiótica de comunicarse a través del lenguaje. El lenguaje es un problema político en todo territorio intercultural porque interpela la división entre sujetos hablantes y sujetos silentes, como aquella entre lenguajes legitimados y lenguajes no-legitimados. De este modo, la legitimación o deslegitimación de lenguajes posibilita o imposibilita la participación efectiva de los sujetos en la vida social. Podemos pensar que el problema del lenguaje en la creación de territorios interculturales se resuelve con solo reconocer las lenguas que manejan todos los practicantes al interior de dichos territorios. No obstante, las cosas resultan mucho más complicadas en la práctica y los problemas de silenciamiento persisten. En primer lugar, no solo en Ecuador sino en todos los países de la región, la introducción de las lenguas indígenas en la educación formal y su correspondiente normalización instituyeron un régimen de exclusión de prácticas verbales ancladas en la oralidad, las cuales constituyen todavía la forma más importante de comunicación de numerosos colectivos al interior de la sociedad (Gómez Rendón 2013). En segundo lugar, pese a las declaraciones constitucionales en favor de las lenguas, en virtud de políticas identitarias esencialistas basadas en el reparto de lo sensible (cf. supra), se han desconocido códigos verbales que utilizan creativamente repertorios lingüísticos heterogéneos, pero no se alinean con categorías étnicas preestablecidas (cf. Gómez Rendón 2008, 2017, 2020). En tercer lugar, la persistencia de una visión logogloto- grafo-céntrica—es decir, una visión que entroniza el logos, la voz y la letra en perjuicio de otros modos de comunicación y otras materialidades significantes—ha hecho que obliteremos del mapa de la comunicación toda traza de lenguajes que no son lógico-verbales, entre los que se cuentan lenguajes pictóricos, musicales, gestuales, corporales, entre otros (Gómez Rendón 2017, 2019). Estos inconvenientes con el reconocimiento de lenguajes que agencien sujetos comunicantes en el seno de una sociedad intercultural son el síntoma de concepciones tradicionales sobre la identidad, la frontera y el lenguaje. Abandonar el paradigma de la identidad, como sugerimos al discutir sobre el ensamblaje de territorios interculturales, significa, en el plano lingüístico, reconocer no sólo la existencia de códigos heterogéneos de comunicación, sino también la inexistencia de “lenguas” como construcciones homogéneas, autónomas y estructuralmente definidas. La lengua no es un objeto que se pueda estudiar separadamente ni de sus hablantes ni de su entorno social y natural (Gómez Rendón 2020). La lengua en cuanto lenguaje verbal es solo uno de varios modos semióticos concurrentes en todo acto comunicativo. Por eso es provechoso que rescatemos la idea de “lenguaje en comunicación”, y que al abandonar la idea saussureana del lenguaje-objeto, adoptemos la idea del lenguaje-sujeto como proceso agentivo, dinámico y cambiante (Gómez Rendón 2020)6. Esta mudanza implica que debemos centrarnos menos en la gramática y el léxico y más en la comunicación. Significa que el lenguaje tal como se despliega en la comunicación no está constituido por “lenguas”, sino por un conjunto de prácticas semióticas, -que, al ser heterogéneas, hacen uso de repertorios múltiples,- y, al ser dinámicas, accionan procesos sociales. La mudanza de paradigma que proponemos va aún más lejos. Implica el abandono de la idea del signo verbal como el único medio posible de representación y del signo mismo como objeto unívoco y monolítico. Para una visión semiótica que considera el lenguaje siempre sub specie communicationis (Zeccheto 2002, 12), todo signo es complejo y multimodal, lo que significa que todo signo hace uso de diferentes soportes significantes que pueden ser, a más de fónicos, visuales, gestuales y corporales. Se entiende desde esta perspectiva la afirmación de Kress (1993, 187) en el sentido de que no hay lengua sino a través de la copresencia de otros medios semióticos, lo que significa que existen otras modalidades de lenguaje que no son verbales, que constituyen formas legítimas de representación, y que pueden enriquecer en esa medida la comunicación en los territorios interculturales. No deja de llamarnos la atención el hecho de que el mismo lingüista ginebrino considere el lenguaje “multiforme y heteróclito, a caballo en diferentes dominios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, [que] pertenece además al dominio individual y social” (Saussure 1945 [1916]: 10). Esta visión tan prometedora para la fundación de una semiótica diversa terminará siendo coartada por su modelo del signo y su visión de la lengua como estructura (Gómez Rendón 2020). Esta mudanza de paradigma implica el abandono de la visión logocéntrica, glotocéntrica y grafocéntrica del lenguaje, centrismos que estructuran la concepción de la comunicación y las prácticas relacionadas con ella, incluyendo, por supuesto, la educación, pilar de la interculturalización de la sociedad (Gómez Rendón 2019, 29). Reconocer las prácticas semióticas heterogéneas como las unidades constituyentes de la comunicación en territorios interculturales nos permite crear una continuidad entre una sociedad de diversos y un entorno natural para el que se requiere el uso de lenguajes sensoriales. Estos lenguajes permiten anclar en el territorio el sensorium o conjunto de mecanismos perceptivos del individuo, devolviéndonos al entorno semiótico natural que compartimos con todos los seres terrestres (Gómez Rendón 2019, 47). Por este motivo, la legitimación epistemológica de los lenguajes sensoriales conlleva una legitimación más radical: el reconocimiento de la capacidad semiótico-comunicativa de todos los seres de la naturaleza. Dicha capacidad, si bien no siempre se manifiesta simbólicamente como en el ser humano, lo hace en todo caso a través de modalidades icónicas o indéxicas, las mismas de los lenguajes sensoriales. Para una visión pansemiótica, la matriz de comunicación no es exclusivamente la sociedad, sino el mundo natural en su conjunto, dentro del cual se encuentra aquella, ni yuxtapuesta, ni sobrepuesta, sino como parte sustancial (Gómez Rendón 2020b). Configurar una sola matriz para todos los actos comunicativos y performativos de los seres humanos y no humanos permite reintegrar dos órdenes escindidos milenios atrás durante la revolución del neolítico, cuando el hombre abandonó la caza y la recolección como formas de subsistencia y adoptó la agricultura, con las invenciones socioculturales consiguientes—principalmente la escritura—y los cambios que marcan para algunos autores el inicio de una nueva era geológica conocida como el Antropoceno. Es importante señalar que esta visión pansemiótica coincide tanto con el concepto de prácticas semióticas heterogéneas, como con el concepto de ensamblaje propuesto para entender la configuración posible de los territorios interculturales. El ensamblaje territorial en cuanto convergencia funcional y dinámica de elementos humanos y no-humanos diversos reclama una forma de democracia no antropocéntrica, materialista y vitalista, hasta ahora desconocida en Occidente, basada en la comunicación de mundos diferentes pero equitativos. Solo acogiendo una visión pansemiótica podremos superar el prejuicio que hacemos al creer que la política es una esfera exclusiva de la actividad humana: un prejuicio contra una multitud (no humana) equívocamente reconocida como contexto, recurso o herramienta. Una teoría de la democracia basada en el materialismo vital busca transformar la separación entre sujetos parlantes y objetos mudos en un conjunto de tendencias diferenciales y capacidades variables (Bennet 2010: 108). Conclusiones En esta contribución exploramos las contradicciones que encierra la visión tradicional de lo que se ha dado en llamar ‘territorios interculturales’ e indagado sobre sus posibilidades de construcción. Partimos de la necesidad de replantear la interculturalidad más allá del multiculturalismo para considerarla un proyecto en ciernes. Sostuvimos que, pese a la coincidencia conceptual entre multiculturalidad y plurinacionalidad, una lectura no multiculturalista de la interculturalidad exige una nueva comprensión de los ‘territorios interculturales’. Para ello interpelamos el concepto de territorio desde sus conceptos subsidiarios de identidad y frontera. Dos marcos conceptuales nos permitieron superar la visión del territorio como contenedor, un espacio fijo asociado con identidades esenciales y fronteras culturales. El primero fue el concepto de ensamblaje, según el cual el territorio surge en la convergencia de elementos de diversa naturaleza—por lo tanto, humanos y no humanos—que entran en relación para generar un funcionamiento. El segundo fue el concepto de ecología de prácticas, que propone la asociación de prácticas diferentes, no equivalentes, pero sí equitativas, las cuales, mediante un acto simbiótico particular de captura recíproca, determinan una situación ecológica gracias a la cual cada práctica puede tomarse en su sentido propio, sin supeditarse a sentidos externos a la propia situación. Tras evaluar el alcance de estos conceptos para la construcción de territorios interculturales, planteamos el problema político de la comunicación entre los elementos humanos y no humanos que conforman el ensamblaje territorial. Esta pregunta nos permitió cuestionar una visión estrecha de lenguaje centrada en el logos, la voz y la escritura, pues la misma solo reproduce el reparto de lo sensible que está detrás de la diversidad multiculturalista. Reconocimos la necesidad de entender siempre el lenguaje en comunicación con el fin de incorporar prácticas semióticas heterogéneas y lenguajes sensoriales de modalidad icónica e indéxica como formas de comunicación en territorios interculturales. La legitimación de estos lenguajes resulta necesaria desde una visión ecológica de las prácticas, pero también desde una visión política del ensamblaje territorial, porque permite el desarrollo de una nueva forma de comunicación entre las esferas mutuamente implicadas de la sociedad y la naturaleza. Como resultado de lo anterior, la adopción de una perspectiva pansemiótica que legitima la capacidad comunicativa de todos los seres terrestres para convertirlos en agentes, abre la posibilidad a una nueva forma de democracia vitalista y materialista, condición sine qua non para el ejercicio de una política más allá de lo humano, la única posible para construir territorios verdaderamente interculturales y morar sostenidamente en ellos. 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