Una crítica de la vulnerabilidad a los desastres: más allá de cuerpos y espacios 1 Is Vulnerability an Outdated Concept? After Subjects and Spaces ¿Llakichirinaka yallishka yuyaychu? Ima kay, maypi kayta rimashpa hipa Elizabeth K. Marino elizabeth.marino@osucascades.edu ORCID: 0000-0003-3179-3587 Oregon State University-Cascades. (Oregon. Estados Unidos) A. J. Faas aj.faas@sjsu.edu ORCID: 0000-0002-8758-5624 San Jose State University. (California. Estados Unidos) Revista Sarance ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718 Fecha de recepción: 19/11/2024 Fecha de aceptación: 25/11/2024 .................................................................................................................. Resumen Las teorías de la vulnerabilidad han constituido el núcleo conceptual de la antropología de los desastres durante aproximadamente 50 años. Sin embargo, existe un trasfondo de inquietud entre los expertos en desastres y los líderes comunitarios, que temen que el uso vernáculo de la vulnerabilidad pueda resultar insultante para las personas y comunidades con las que trabajamos y con las que nos identificamos. Existe una creciente incomodidad con la categorización de los “vulnerables”, ya que esto tiende a anular discursivamente la “resiliencia”, la fortaleza y la creatividad que son evidentes en comunidades habitualmente expuestas a riesgos y peligros. Argumentamos que conceptualizar la vulnerabilidad como una característica de los pueblos subalternos y los espacios marginados es, en el mejor de los casos, una visión limitada y, en el peor de los casos, puede perpetuar la violencia epistémica, semiótica y material. En nuestra opinión, identificar a los 1 [Nota del editor]: Trabajo traducido por primera vez al español para este número de Revista Sarance. Artículo original: Marino, E. K., & Faas, A. J. (2020). Is vulnerability an outdated concept? After subjects and spaces. Annals of Anthropological Practice, 44(1), 5–22. https://doi.org/10.1111/ napa.12132. La presente traducción al español fue realizada por Heter Luynn. “vulnerables” implica inevitablemente un proceso de alterización y esencialización. Observamos y nos interesa fomentar una forma emergente de antropología del desastre que se oriente particularmente hacia la comprensión y teorización de las instituciones, sistemas e individuos que estructuran el riesgo, y en el proceso desviar la atención de “los vulnerables”. Para nuestra sorpresa, esto ha surgido en escritos antropológicos recientes de formas muy particulares. Observamos una desviación de la atención hacia las poblaciones vulnerables entre nuestros colegas que escriben en las intersecciones de las instituciones de desastre y las comunidades locales. Aquí, reconocemos la vulnerabilidad no solo como una inequidad histórica que conduce a resultados negativos, sino como espacios anidados y disputados de lucha por diferentes visiones de futuros utópicos, por articulaciones contrastantes de lo que constituye el riesgo, y por diversas lógicas culturales del bien. Palabras clave: desastre; de otro modo; postcolonial; vulnerabilidad .................................................................................................................................. Abstract Theories of vulnerability have constituted the conceptual core of the anthropology of disaster for roughly 40 years. Yet, there is an undercurrent of disquiet among disaster scholars and community leaders who worry that vernacular uses of vulnerability can be insulting to individuals and communities with whom we work, and/or with whom we identify. There is a growing discomfort that categorizing the “vulnerable” acts to discursively nullify the everywherevisible “resilience,” toughness, and genius that exist in communities that are habitually exposed to risk and hazards. We argue that constructing vulnerability as a characteristic of subaltern peoples and marginalized places is truncated at best and can perpetuate violence—epistemic, semiotic, and material—at worst. To identify the “vulnerable” is, we contend, necessarily a process of otherizing and essentializing. We see and are concerned to further encourage an emergent form of disaster anthropology that is particularly oriented toward understanding and theorizing the institutions, systems, and individuals that structure risk, and in the process to focus attention away from “the vulnerable.” To our surprise, this has emerged in recent anthropological writings in very particular ways. We find the orientation away from vulnerable populations among our colleagues who write at the intersections of disaster institutions and local communities. Here, we recognize vulnerability conceived not merely as historical inequity that produces negative outcomes, but as nested and contested sites of struggle for different visions of utopian futures, for contrasting articulations of what constitutes risk, and for diverse cultural logics of the good. Keywords: disaster, otherwise, postcolonial, vulnerability .................................................................................................................................. Tukuyshuk Llakichirina yuyaykunataka Antropología ukupimi hatun llakimanta yachahurin kashka ña chunka chusku watakunata. Shinapash mayhan kashna hatun llakikunata yachahukkunapa, llakta apakkunapaka llakichirinamanta rimay kallarikpika asha nallimanpash hapita ushankami nin. Kunanpipash ashtakami nalli rikun imasha “llaki apashkakuna” nishpa rimakpika, shina nihuyka nalli kan nin imalla llakita paykunapa llakta ukupi yallinahushkatapashmi mana ushak shina ninahunchik nin paykunapa sinchiyayta, umayuyayta anchuchinahunchik ninmi. Mayhan ashtwan wakchakuna kashpa, ashtawan karu pampakunapi kawsakkunami llakichiy tukuyta ushan nishpaka yapata wicharishka yuyaytami ninahunchik nin, shinallatak wakinpika paykunapa yachaykunatapashmi mana valichinhunchik nin. Ñukanchik yaypika kaykunami mayhan llakita kawsanalla runakuna nishpaka ñamantami paykunallami shina kawsana nihushna ninahunchik nin. Chaymantami kunanka munanchik rikunkapak mayhan wasikunallata, mayhan llaktakunallata hatun llakikunaman apay ushan ama kay runakunalla llakitaka kawsay ushan ninahunkapak. Kashna yuyayka Antropología ukupillatami kayna watakunalla killkarishpa llukshishka kan. Chaymanta rikunchik ashtaka mashikunami mayhan llakita kawsanallakuna nishpa paykunamanta ninanta riman shinapash mayhan institucion chay llaki rikuyta ushaktaka mana rimanchu. Kaypika hamutanchikmi imasha llakichirina yuyaytaka puntamanta nalliman killkashpa shamushka, chaymanta nalli yuyaykuna kunankaman chriyarinahun, shinallatak kay yachay ukupimi mushuk yuyaykunatapash tarpuy usharin shinashpa yuyarinkapak imallata llakichita ushan, imashatak shuk shuk llakta kawsaykunawan paktatukushka alli kanatapash yachachin. Sapi shimikuna: hatun llaki;shuk ruray;postcolonial; llakichirishka Introducción 2 El pensamiento sobre la vulnerabilidad ha ocupado un lugar de honor en los marcos teóricos que guían la antropología del desastre durante aproximadamente 50 años. Desde finales de la década de 1970, la “vulnerabilidad” ha servido como concepto límite que unifica los compromisos de disciplinas dispares con los desastres —a pesar de las diferencias disciplinarias— (O’Brien y otros, 2004). Ha actuado como una fuerza catalizadora en el auge del subcampo de la antropología del desastre (Hoffman, 2010) y una característica central en la forma en que nosotros, los autores, hemos escrito y reflexionado sobre las desigualdades de la distribución del riesgo en una amplia variedad de contextos culturales y geográficos (Marino, 2015; Faas, 2016). Sin embargo, existe un trasfondo de inquietud entre los especialistas en desastres y los líderes comunitarios a quienes preocupa que los usos vernáculos de la palabra “vulnerable” y “vulnerabilidad” puedan resultar insultantes para las personas y comunidades con las que trabajamos y/o con las que nos identificamos. Existe un creciente malestar con respecto a que la categorización de los “vulnerables” actúa para simplificar y homogeneizar comunidades diversas, anulando discursivamente la “resiliencia”, fortaleza y creatividad visibles en todas partes, que caracterizan a comunidades y subconjuntos comunitarios habitualmente expuestos a riesgos. Este malestar se manifiesta de formas tan personales como sorprendentes. Por ejemplo, Elizabeth, una de los autores, recibió por correo una tarjeta navideña de una amiga de Anaktuvuk Pass. Anaktuvuk es una pequeña comunidad Inupiat en la Cordillera Brooks de Alaska, que cumple con los criterios de “vulnerabilidad” establecidos por diversos índices de vulnerabilidad producidos científicamente (por ejemplo, exposición a peligros, riqueza, edad, diversidad de medios de vida, población indígena, stock de viviendas, dependencia de infraestructura)3. En la tarjeta, esta amiga invitó a la familia de Elizabeth a su casa —en caso de un apocalipsis. Si bien esto puede resultar gracioso, también es una invitación generosa y valiosa; porque tanto Elizabeth como su amiga creen que, en caso de un colapso total de la sociedad, de las dos, la familia en Anaktuvuk 2 Los autores desean expresar su agradecimiento a Roberto Barrios y Julie Maldonado por sus valiosas observaciones en las versiones preliminares de este documento. Asimismo, extendemos nuestra gratitud a los comentarios constructivos de varios revisores anónimos que nos ayudaron a clarificar nuestro argumento. Finalmente, extendemos un agradecimiento especial a nuestros colegas y amigos en Alaska y Penipe por muchas de las ideas y perspectivas que abordamos en este estudio. Quyana. Dios les pague. 3 Véase Cutter, S. L., Boruff, B. J., & Shirley, W. L. (2003). Social vulnerability to environmental hazards. Social Science Quarterly, 84(2), 242-261. es la que tiene más probabilidades de sobrevivir. En esta broma subyace un reconocimiento compartido y esencial de las capacidades y la persistencia de las personas y las instituciones locales en Anaktuvuk Pass. Entonces, ¿por qué esa comunidad, y no la de la autora, sería clasificada como “vulnerable” por la mayoría de la literatura en ciencias sociales? ¿Es realmente la vulnerabilidad lo que intentamos captar? Lo que esta anécdota y otras miles de historias sobre las fortalezas presentes en comunidades marginadas y políticamente oprimidas indican es que existe una contradicción evidente al etiquetar a estos individuos y comunidades como “vulnerables”, ya sea frente al cambio climático, fallas tecnológicas u otras formas de peligro y desastres. Más allá de eso, en este artículo proponemos que identificar o etiquetar a grupos culturales, barrios o ubicaciones geográficas particulares como “vulnerables” puede, en sí mismo, constituir un acto de marginación y opresión, así como enfocar erróneamente la atención en las experiencias y “culturas” de las comunidades expuestas al riesgo, en lugar de en el conjunto significativamente más amplio de actores e instituciones portadores de cultura involucrados en la (re)producción, distribución y disputa del riesgo, los recursos y los futuros posibles. Nuestro argumento se estructura en cinco secciones sucesivas. Tras esta introducción, reconocemos cómo la vulnerabilidad, como concepto de frontera, ha sido y sigue siendo útil en espacios de aplicación, en la formulación de políticas y en la interacción interdisciplinaria. Esta sección es fundamental para un debate difícil sobre cómo aplicar ampliamente los conocimientos antropológicos. También es nuestro homenaje a la utilidad y radicalidad que han demostrado las teorías de vulnerabilidad, considerando la forma en que los desastres suelen ser concebidos en otras disciplinas y en instituciones no académicas. En la tercera sección, sin embargo, avanzamos hacia una crítica de las definiciones establecidas de vulnerabilidad, argumentando que identificar a una comunidad como vulnerable tiene implicaciones tácitas que pueden funcionar para perpetuar la marginalización y la violencia en las comunidades y los espacios subalternos. En contraste con este etiquetado de los “vulnerables”, comenzamos a articular una teoría de la vulnerabilidad que llama la atención etnográfica a las impugnaciones contemporáneas e históricas frente al riesgo, en lugar de centrarse en los resultados de las contingencias históricas y opresiones como riesgo. Para profundizar en este argumento, en la cuarta sección utilizamos estudios de caso para destacar cómo los desastres funcionan como escenarios de homogeneización como de resistencia a ella. Lo que queremos señalar es que, en situaciones de desastre, distintos actores intervienen en la construcción de significados. Proponemos aquí que enfocar nuestra mirada etnográfica en esa contienda y construcción activa y en desarrollo es una manera de ampliar el alcance de la antropología del desastre, abriendo espacio para el reconocimiento de lo otro: de las múltiples lógicas, utopías, e incluso modernidades alternativas (Gaonkar, 2001) que existen como potencialidades dentro del contexto del riesgo. En la quinta sección, demostramos cómo las lógicas burocráticas alternativamente se hacen visibles o se vuelven invisibles en escenarios de desastre. Nuestro punto aquí es respaldar nuestra propuesta de un enfoque etnográfico que permita observar cómo, en contextos de desastre, las disputas en torno al significado y las lógicas se activan o se silencian de manera alternada. También queremos demostrar que enfocar el análisis en la cultura de las “comunidades vulnerables” puede invisibilizar lógicas arraigadas en lo cultural. Por último, terminamos con una sección de conclusiones sobre las implicaciones de nuestro argumento. En esta sección final, abogamos por una nueva teoría de la vulnerabilidad en la antropología de desastres, que concibe la vulnerabilidad no como una comunidad, vecindario, pueblo o dominio delimitado sujeto a riesgos o daños, sino más bien como ensamblajes de sujetos, instituciones, materiales y significados diversos que son vulnerables a actos de opresión, supresión, robo y borramiento. Nuestro objetivo es fomentar el trabajo etnográfico enfocado en esta dirección y promover la traducción de esta investigación a través de disciplinas y en los campos de la política y la práctica. La vulnerabilidad como traslación Comencemos señalando que el concepto de vulnerabilidad ha sido útil desde hace mucho tiempo. Como hemos argumentado en otras ocasiones (Marino, 2015; Faas, 2016; Sun y Faas, 2018), en el ámbito de los estudios de desastres, la vulnerabilidad es principalmente significativa porque orienta la atención crítica hacia la inequidad y la producción sociohistórica de desastres. Las teorías de la vulnerabilidad sostienen que los desastres no son fruto del azar ambiental, sino productos de historias que con frecuencia se interpretan erróneamente como fenómenos naturales; un cálculo social (Browne y otros, 2020). La muy citada reseña de Anthony Oliver-Smith en the Annual Review of Anthropology definió el término desastres para una generación de estudiosos de los desastres, utilizando la vulnerabilidad como su concepto central. Escribió: “Perspectivas recientes de la investigación antropológica definen un desastre como un proceso/acontecimiento que implica una combinación de agente(s) potencialmente destructivo(s) del entorno natural y/o tecnológico y una población en una condición de vulnerabilidad medioambiental producida social y tecnológicamente” (1996, p. 305 [énfasis añadido]). Integrar el argumento teórico de que las catástrofes se producen socialmente, como ha hecho Oliver-Smith en sus décadas de carrera, ha sido un reto monumental. Los estudios de caso en la investigación sobre desastres demuestran que la naturalización de los desastres ha resultado difícil de erradicar en la imaginación popular y en la formulación de políticas (Olson 2018; Sun y Faas 2018; Button 2016). Sugerir que los desastres no son “naturales”, que aquellos que sufren no fueron elegidos principalmente por el destino o el azar, constituyó un cambio cataclísmico en la comprensión de los eventos de desastre. Así ocurrió en 1983, cuando el geógrafo Kenneth Hewitt (1983) se opuso a las soluciones tecnocráticas a los desastres, y en 2004, cuando Karen O’Brien y sus colegas (2004) cuestionaron el concepto de vulnerabilidad del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) por hacer hincapié en la exposición a las amenazas en lugar de en la vulnerabilidad social, una condición de vulnerabilidad vinculada a las circunstancias políticas y medioambientales en las que se encuentran las comunidades en riesgo. En ambos casos, la suposición predeterminada por parte de actores estatales poderosos y científicos físicos era proteger a las personas del daño que implicaba limitar su exposición a los peligros ambientales o tecnológicos. Proponer, en cambio, que las soluciones residían, por ejemplo, en reducir la exposición de las personas a la pobreza extrema o la falta de representación política, y que luego podrían manejar el clima por sí mismos, era (y en muchos casos sigue siendo) una noción radical. Los antropólogos y geógrafos especializados en desastres han impulsado la teoría de que los desastres son, ante todo, fenómenos sociales, prestando especial atención a la vulnerabilidad como fruto de causas profundas: los largos arcos del colonialismo, el desarrollo, el capitalismo global y la modernidad (Oliver- Smith, 1999; 1996; Marino, 2015; Faas, 2016; Barrios, 2017a). Este trabajo ha demostrado que los tipos de ecologías humanas, economías y construcciones geoespaciales fomentadas en muchos contextos (post)coloniales y en el liberalismo tardío, a menudo no están bien adaptadas, ni son fácilmente adaptables, a las condiciones ecológicas cambiantes o a los peligros emergentes. Los proyectos coloniales hicieron fracasar a muchos pueblos, espacios urbanos y personas particulares (léase subalternos), sobre todo ante los cambios medioambientales. Si las crisis y los desastres revelan las estructuras sociales subyacentes (Barrios, 2017b), entonces los antropólogos han evidenciado el colapso de las relaciones sociales entrelazadas en proyectos (post)coloniales y capitalistas. Durante varias décadas, los antropólogos de desastres han estado produciendo un registro viviente de las fragilidades de los proyectos coloniales, el capitalismo global y la modernidad al documentar los procesos de desastres y esclarecer la producción histórica de estas crisis a lo largo del tiempo. Somos testigos de sujetos que sufren en las fisuras y líneas de falla de estos sistemas, y criticamos las narrativas populares de la naturalización de los desastres al señalar la posibilidad de que las cosas podrían haber sido diferentes, que las comunidades con las que y en las que trabajamos podrían haber sido preservadas, y que la casa prefabricada, construida en Iowa, con calefacción a goteo de petróleo, enviada por un río Ártico a gran costo, que se descompone bajo el peso de la primera tormenta, es el absurdo contrapunto de la modernidad, no del viento (Marino, 2015). Críticamente —y quizás irónicamente— la vulnerabilidad también es un concepto útil porque ha demostrado ser legible en entornos prácticos y en espacios de creación o implementación de políticas. En comparación con otras teorías sociales, la vulnerabilidad, aunque es cierto que a menudo se presenta de manera simplificada y menos crítica desde un punto de vista histórico, ha demostrado ser exportable. Es un concepto límite que se traduce en espacios aplicados. El IPCC, por ejemplo, adoptó la vulnerabilidad social como un constructo principal en su cuarto y quinto informes (IPCC, 2007; 2014); y a raíz de esto, invitaron a muchos más científicos sociales a unirse en la articulación del estado del conocimiento sobre el cambio climático. Los mapas de riesgo dieron paso a los índices de vulnerabilidad (especialmente el trabajo de Susan Cutter (2003), por ejemplo); y la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (FEMA) de Estados Unidos utilizó el término vulnerabilidad económica en el Informe Nacional de Preparación 2017 (FEMA, 2017), aunque el documento sigue equiparando mayoritariamente vulnerabilidad con exposición a amenazas. El aspecto de traducción de “vulnerabilidad” es importante porque los antropólogos de desastres se han comprometido especialmente con la aplicación directa de su trabajo. Dentro de nuestra subdisciplina existe un valor cultural, y no una presión insignificante, para aplicar el conocimiento antropológico directamente en el campo. La “vulnerabilidad” es muy adecuada como un vehículo para llevar la crítica radical en el núcleo de la ecología política a audiencias diversas y poderosas. Como ejemplo, Elizabeth fue delegada científica de EE. UU. en la Reunión Ministerial de Ciencia del Ártico en octubre de 2018, un encuentro político realizado para reafirmar los compromisos entre los estados-nación para continuar con programas de investigación costosos en el Ártico. En esa reunión, había una serie de funcionarios designados políticamente de EE.UU., como los directores actuales y pasados de la NOAA (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica) y la NASA, y muchos de los científicos naturales del Ártico más reconocidos a nivel mundial. Un tema importante en la reunión fue el nexo entre la ciencia y la planificación para desastres, aunque durante toda la reunión se utilizaron los términos “exposición” y “vulnerabilidad” de manera intercambiable, a pesar de décadas de investigación en ciencias sociales que demuestran lo contrario. Durante toda la reunión, los pocos científicos sociales presentes intentaron articular cómo la vulnerabilidad es empíricamente, teóricamente y experiencialmente diferente de la exposición; y hasta cierto punto, funcionó: hubo un interés generalizado en nuestro llamado. El punto crítico aquí es que, en espacios interdisciplinarios o aplicados, la “vulnerabilidad” se convierte en un punto de partida para “resocializar” el daño (Farmer, 2004) para introducir la longue durée en una discusión que a menudo es predominantemente material y naturalizada, enfocándose típicamente solo en los factores más próximos, y que es posible hacerlo. Por el contrario, si en estos escenarios los antropólogos intentan hablar con un químico atmosférico o un hidrólogo sobre la precariedad —como la utiliza Anna Tsing—, el discurso —como lo utiliza Michel Foucault— o la violencia estructural —como la utiliza Paul Farmer—, tales ideas pueden quedar fuera del ámbito de consideración de un químico o un hidrólogo, aunque simpaticen con ellas. La vulnerabilidad, por otra parte, trasciende las disciplinas y, especialmente, las instituciones formales. Independientemente de cómo se interprete, la noción de vulnerabilidad resulta pertinente para discutir en reuniones como el Ministerio de Ciencia del Ártico. El hecho de que sea comprensible en estos contextos —aunque despojada de su complejidad—ofrece a los antropólogos la oportunidad de introducir nuestras orientaciones teóricas en espacios de aplicación y toma de decisiones. “Vulnerabilidad” es un término aceptable, y es una vía para abordar la urgente inversión monetaria y política en comunidades en riesgo y sufrimiento. Pero hay una perversidad aguda, y un encubrimiento implícito, en presentar la vulnerabilidad como un rasgo inherente de un pueblo o un lugar necesitado. Vulnerabilidad como violencia Lo que argumentamos aquí es que construir la vulnerabilidad como una característica de las poblaciones subalternas y los lugares marginados es, en el mejor de los casos, un enfoque truncado y, en el peor, puede perpetuar la violencia epistémica, semiótica y material. Sostenemos que identificar a los “vulnerables” es necesariamente un proceso de construcción de otredad y esencialización, de manera similar a cómo Lila Abu-Lughod (1991) critica la noción de cultura como un constructo imaginario que colabora en estructurar jerarquías y poderes dentro de la antropología. Cuando las comunidades se definen como “vulnerables”, necesariamente, aunque a menudo de manera invisible, se definen en oposición a comunidades no vulnerables, concebidas implícitamente como el inverso corrupto, pasivo, impotente y deficiente de las comunidades resilientes4. Incluso cuando estamos criticando las estructuras coloniales, por ejemplo, esbozamos implícitamente una quimera del modelo exitoso de esas mismas estructuras por quienes quedan fuera de nuestro análisis; quienes se conciben como no “vulnerables”. Podemos ver aquí cómo la fuerza pura y contundente de la jerarquía y los poderes históricamente cambiantes y contextualmente articulados de la blancura (Preston, 2010; 2012), el patriarcado (Ortner, 2014) y la clase social pasan a un primer plano, reafirmándose e invisibilizándose a la vez en la gramática y la noción de vulnerabilidad (Bonilla-Silva, 2012); lo fácil y problemático que resulta caracterizar inadvertidamente la vulnerabilidad y a “los vulnerables” como sujetos a un mero paso o etapa vital en el camino hacia la resiliencia o el desastre. Hablando de la educación sobre desastres a través de la lente de la teoría crítica de la raza, John Preston (2012, p. 13) afirma 4 Véase Barrios, R. (2016). Resilience: A commentary from the vantage point of anthropology. Annals of Anthropological Practice, 40(1), 28-38; para una crítica a la “resiliencia”. que “en la práctica, el ‘más apto’ en la educación sobre desastres a menudo se toma tácitamente como la familia heteronormativa blanca de clase media”. Si este es el caso, ¿no seguimos concibiendo a las “comunidades vulnerables” como distintas, como sujetos que necesitan ser corregidos, mientras simultáneamente las limitamos y esencializamos? Un argumento similar que señala las implicaciones de la “vulnerabilidad” se ha expuesto anteriormente, concretamente en la mordaz crítica de Greg Bankoff (2004; 2001) sobre la vulnerabilidad como reproducción encubierta de conceptos como “tropicalidad” o “desarrollo” que sustentan las intervenciones del Norte Global en el Sur Global. En línea con las preocupaciones que aquí se plantean, Bankoff sostiene que la vulnerabilidad parece ofrecer una “crítica radical al paradigma tecnocrático imperante al poner el énfasis, en cambio, en qué [factor social] hace a las comunidades inseguras” (2004, p. 25); sin embargo, él observa que también es “todavía un paradigma para enmarcar el mundo de tal manera que efectivamente lo divide en dos, entre una zona en la que los desastres ocurren regularmente y otra en la que no” (2001, pp. 25-26). Cuando la vulnerabilidad se aplica a determinados lugares y personas, argumenta, puede conllevar la implicación tácita de que lo que se necesita sigue siendo una “cura” de Occidente. Ubicar la vulnerabilidad dentro de geografías, vecindarios, identidades sociales o incluso cuerpos puede hacer que esas geografías, vecindarios o cuerpos sean percibidos como “débiles” o “riesgosos”. El geógrafo Julien Rebotier (2012) sostiene que esto es un acto discursivo de territorialización. El trabajo de Rebotier se centra en el uso, la cartografía y la representación discursiva del término “riesgo” en América Latina, pero observamos claros paralelismos en cómo las etiquetas de vulnerabilidad se adhieren a espacios geográficos, comunidades o personas. Como argumenta Rebotier, “Entendemos por performatividad la idea de que el solo acto de nombrar, identificar o gestionar un riesgo basta para que este adquiera existencia como hecho social” (Rebotier, 2012, p. 394). En otras palabras, cuando identificamos a los “vulnerables”, conceptualmente entre un grupo demográfico concreto, o dibujando un círculo en un mapa, les conferimos una realidad social. Rebotier sugiere que la capacidad de etiquetar el “riesgo” es un acto diseñado para afirmar el poder sobre esos mismos lugares. Reclamar el poder de etiquetar es reclamar una especie de autoría sobre la realidad social de un lugar. No resulta entonces inconsecuente, creemos, que en los estudios sobre desastres, la fijación de una etiqueta no ocurra de la misma manera para los actores o instituciones que son activos en la creación y distribución del riesgo. Las teorías de la vulnerabilidad, tal y como aparecen en la literatura antropológica hasta la fecha, pueden ayudar tanto a poner etiquetas a ciertas comunidades y actores “vulnerables”, como a hacer invisibles a aquellas comunidades y actores considerados “no vulnerables” (según esta lógica). No se han desarrollado “etiquetas” teóricas para los actores que explícita o implícitamente perpetúan la distribución desigual del riesgo. Mientras hablamos sobre sistemas de colonialismo, supremacía blanca y patriarcado, los individuos y comunidades que mantienen estas estructuras son incluidos en un resumen histórico de sistemas de opresión, mientras que aquellos que sufren bajo estos sistemas son etiquetados como “vulnerables”, “marginados” y necesitados de rescate. Nos preguntamos aquí si el mero hecho de calificar como “vulnerables” a las comunidades que cargan con el peso de la historia no hace mas que profundizar esas cargas históricas. La biografía de Sheldon Jackson es una herramienta útil para reflexionar sobre estas ideas. Jackson fue secretario de Educación en Alaska en 1885 y se mostró firme en su convicción de erradicar las lenguas indígenas y llevar la economía de mercado a la Alaska rural, lo que incluía construir importantes extensiones de infraestructuras. Este desarrollo de infraestructura fue quizás el elemento más crítico en la producción de la alta modernidad y la marginación de las instituciones indígenas formales e informales en el Ártico (Marino, 2015). Hasta la década de 1970, las biografías de Jackson eran entusiastas en su admiración por su fortaleza y determinación (Hinkley, 1964), y aún se le celebra en muchas partes del estado. Pero, por supuesto, Jackson encarnaba el colonialismo en toda su expresión. En Alaska, la alta movilidad entre las comunidades Inupiat, presente antes del impulso colonial hacia los espacios rurales, era particularmente adaptativa a la siempre dinámica costa; y Jackson fue un defensor particularmente influyente en la construcción de infraestructura y la creación de políticas que forzaban a las comunidades a ubicarse en lugares expuestos a inundaciones. Pero Jackson, sus descendientes y su hogar (murió en Carolina del Norte), ¿qué son? ¿Resilientes? Finalmente, sus decisiones, que distribuyeron el riesgo, no están asociadas a ninguna etiqueta o sustantivo. Nuestras teorías no tienen influencia sobre su cultura, identidad o territorio. Por el contrario, las personas y el territorio a los que se distribuyó ese riesgo se vuelven “vulnerables”. Esta discrepancia en la asignación de etiquetas pone en evidencia cómo las teorías de la vulnerabilidad terminan por invisibilizar, de manera funcional, a partes del sistema, incluso cuando esas teorías señalan la producción sociohistórica del riesgo. Además, proponemos que el uso de teorías de vulnerabilidad y el identificador “vulnerable” centra la atención en las acciones y decisiones de Occidente a través de la historia, y como una manera de centrarse en, pero también simplificar, las culturas, los hábitos y las experiencias de los marginados en la actualidad. Este es un análisis asimétrico. Nuestra crítica resuena con la problematización de Bruno Latour (1993, p. 97), que señala que los occidentales no perciben al Occidente como una cultura, y reitera el llamado de atención de Laura Nader (1972) a “estudiar a los grupos de poder”. Se articula con la afirmación de Eric Wolf de que existe una narrativa tácita de la modernidad, que dice: “Si Occidente pudiera encontrar formas de romper ese dominio [de la tradición cultural], quizás podría salvar a la víctima” (Wolf, 1982, p. 49; la cursiva es nuestra). Es una teoría que cae en las trampas del provincialismo metropolitano: “la ignorancia que los centros hegemónicos suelen tener sobre la producción de los centros no hegemónicos” (Ribiero, 2006, p. 378) —y no logra provincializar adecuadamente a Occidente (Chakrabarty, 1992)—. A continuación, identificamos trabajos recientes que, consideramos, se centran en un nuevo tipo de perspicacia etnográfica. En estos estudios de caso, observamos un atisbo de desastres que no están enmarcados como un análisis unidireccional de un poder colonial tácitamente aceptado que luego genera una forma colonizada de impotencia, sino como un contexto en el que hay disputas activas para llevar a cabo múltiples futuros. Creemos que estos estudios de caso plantean nuevas preguntas en la antropología del desastre y establecen nuevos parámetros para concebir la vulnerabilidad no solo como lugares y pueblos destinados a resultados negativos, sino como sitios anidados y disputados de lucha por diferentes visiones de futuros utópicos, por articulaciones contrastantes de lo que constituye el riesgo y por diversas lógicas culturales del bien. A lo largo de las siguientes secciones, adaptamos y expandimos las teorías de la vulnerabilidad para que nos ayuden a articular esta respuesta, a la vez que evitamos nociones limitadas de “lo vulnerable” que juegan con las narrativas de subordinación que los antropólogos intentan desbaratar activamente. Vulnerabilidad y lucha contra la homogenización Los desastres no solo implican peligros materiales y corporales, sino que también funcionan como sistemas de significación: espacios de homogenización y reducción, algo especialmente evidente en el caso de individuos y comunidades a los que las organizaciones humanitarias etiquetan como “víctimas”. Lo que antes de un desastre puede ser una diferenciación compleja de poder, identidades y capacidades, después del desastre puede simplificarse como el constructo singular de “víctima” o “receptor de ayuda”, impuesto por actores externos o poderosos. Y, en los casos donde se reconoce la diferencia, a menudo se manifiesta en actos de alterización que oscurecen el esquema cultural y las prácticas de las burocracias estatales y no gubernamentales que supuestamente sirven a los afectados por el desastre, mientras reifican su estatus subalterno. Homogeneización de las víctimas En el Haití posterior al terremoto, uno de los colegas e informantes de Mark Schuller (2016, p. 171) expresó sobre las suposiciones de los trabajadores humanitarios: tuve la impresión de que la gente pensaba que ya no hay haitianos, o que los haitianos ya no son inteligentes. Desde que se informó que las casas se habían derrumbado, que habían sido destruidas, y que los escombros habían caído sobre la población, parece que pensaron que los escombros también cayeron sobre nuestra inteligencia. Quizás crean que los escombros también cayeron sobre el conocimiento de los haitianos. Schuller continúa explicando la relegación de todos los haitianos a una posición social subordinada de “receptores de ayuda”, y la elevación de los trabajadores humanitarios extranjeros como “proveedores de ayuda”. Este proceso invisibilizó a los haitianos con experiencia y conocimiento, a la vez que justificaba la elevación en prestigio y los incentivos económicos para los no haitianos. Esta negligencia maliciosa hacia la pericia haitiana no solo se aplicó a los haitianos que poseían un conocimiento local importante, sino que el acto de separar a la ‘”víctima” del “proveedor de ayuda” también ocultó a algunos haitianos con experiencia internacional y técnica. Ser receptor de ayuda, como describen Schuller y sus colegas de Haití, es ser despojado de todas las demás identidades y capacidades. El argumento de Schuller aquí es fundamental porque la homogenización tiene un objetivo monetizado: si los no haitianos necesitan una justificación para recibir un salario elevado que no corresponde a los haitianos, entonces es necesario que no existan haitianos inteligentes. Las narrativas de violencia estructural y los imaginarios isomórficos de la blancura y la expertez (especialmente en relación con la revolución haitiana) son dominantes en esta narrativa, y suscitan la pregunta: si la vulnerabilidad es una construcción social y relacional, ¿podría la vulnerabilidad a los desastres (tal como la concebimos habitualmente) mitigarse, incluso bajo los esfuerzos humanitarios más exitosos? Incluso si se hubieran construido suficientes casas (Sontag, 2012) y el cólera no hubiera causado la muerte de miles de haitianos (Lantagne, 2013), ¿qué riesgos se evitarían y cuáles se crearían si la idea de que los escombros habían caído sobre el conocimiento haitiano siguiera siendo relevante? Del mismo modo, en el relato etnográfico de Michele Gamburd (2013) sobre las consecuencias del tsunami del Océano Índico de 2004 en Sri Lanka, llama la atención sobre la subordinación de los receptores de la ayuda y la (re) producción de relaciones de clase en la “ola dorada” de ayuda humanitaria para paliar el desastre que llegó a Sri Lanka. Aquí, los “proveedores de ayuda” (intermediarios locales o las propias agencias estatales y ONG) se articulan a través del hábito y el discurso como los actores superiores en las relaciones de intercambio, mientras que los beneficiarios se convierten en deudores. Gamburd, al igual que Schuller, señala que el mismo acto de dar puede producir o reforzar relaciones desiguales al otro y negar las reivindicaciones de los “deudores” al espacio y la actividad económica. La delimitación desigual de poder entre “dador” y “deudor” facilitó un proceso de reconstrucción que prestó escasa atención a la cultura local en el diseño de las viviendas y que, como suele ocurrir, introdujo nuevas normativas de zonificación que beneficiaron a intereses corporativos (turismo) en detrimento de las pequeñas empresas locales (pesca). En este caso, las relaciones de clase preexistentes se afianzan de forma notable tras los desastres, subvirtiendo y oprimiendo activamente las visiones alternativas de lo que es un futuro deseable (y legalmente vinculante, a través de la zonificación). Mercantilización y cooptación de la “cultura del otro” en los desastres En los ejemplos más impactantes de homogenización de la cultura y las personas en contextos de desastres, encontramos la mercantilización cultural (Zhang, 2016) y la cooptación (Faas, 2017a; 2017b). Qiaoyun Zhang (2016) analiza el terremoto de magnitud 8.0 en la provincia suroccidental de Sichuan, China, que en 2008 provocó la muerte de más de 70 000 personas, incluyendo cerca de 20 000 de la minoría étnica Qiang. Tras el terremoto, el gobierno chino hizo un esfuerzo particular en reconstruir las comunidades Qiang e invirtió importantes recursos en esta zona, sobre todo como mecanismo para construir la identidad del Estado. Con un lenguaje conmovedor, Zhang narra cómo los Qiang se vuelven “eternamente endeudados” con el estado a causa de la recuperación. No obstante, lo más impactante es que la reconstrucción de las estructuras habitacionales y comunidades Qiang, a través de decisiones de reconstrucción tomadas por foráneos, se ha convertido en un centro turístico que esencialmente elimina el control Qiang sobre su propia expresión cultural. Como escribe Zhang, Su cultura patrimonial se representa a través de una serie de elementos turísticos estáticos, uniformes y erotizados, orientados al mercado. El estado también ha interferido y alienado el acceso y la propiedad de las prácticas culturales patrimoniales de los Qiang, convirtiendo dicho patrimonio en una representación esencial y propiedad del constructo nacionalista del poder estatal, en actuaciones turísticas generadoras de lucro y en actividades que evocan la nostalgia para el ocio y entretenimiento de turistas Han de clase media. (2016) En este contexto, el desastre actúa como una oportunidad fértil para que el estado intervenga y reclame para sí el patrimonio cultural del pueblo Qiang, homogeneizando este patrimonio para el consumo de la mayoría étnica. Los desastres constituyen una excusa para que el Estado promueva su propia visión de quién es el pueblo Qiang y monetice esa visión para sus propios fines. La reconstrucción tras un desastre también puede actuar como un momento de cooptación, de apropiación de memes y prácticas culturales. Faas (2017a) escribe sobre las mingas de trabajo comunitario (prácticas andinas tradicionales que durante siglos han sido instrumentos tanto de agencia subalterna como de dominación colonial). Tras las devastadoras erupciones del volcán Tungurahua en la sierra ecuatoriana, las estrategias de la comunidad y las ONG parecían alinearse para organizar el reasentamiento y la construcción de infraestructuras principalmente a través de mingas. Sin embargo, mientras que la práctica asumía el manto de la cooperación y la reciprocidad tradicionales, se articuló, en algunos casos, a través de un ethos capitalista de la jornada laboral, la competitividad y las nuevas traducciones de las prácticas tradicionales. En un reasentamiento posterior a un desastre, los pequeños productores campesinos desplazados se habían adaptado al período prolongado de activación de la producción agrícola en la nueva comunidad (aproximadamente cuatro años en total) alternando entre migrar a ciudades cercanas en busca de un trabajo asalariado o trabajar sus tierras en el volcán aún en erupción. Pero cuando, después de tres años, el tan esperado proyecto de irrigación comenzó con financiamiento del Consejo Provincial de Chimborazo y el Banco Mundial, la ONG de reasentamiento, Esquel, contrató ingenieros y trabajadores remunerados para diseñar y gestionar la construcción, lo que llevó a trasladar las mingas a los días de semana, ya que no se esperaba que los ingenieros trabajaran los fines de semana. Esta situación representó un obstáculo aún mayor para que los trabajadores asalariados cumplieran con sus deberes de minga. Las mingas en días laborables eran imposibles para casi todos ellos y muchos se atrasaban cada vez más en sus obligaciones, enfrentando la exclusión de los derechos de riego, lo que limitaba seriamente sus posibilidades de volver a cultivar en el nuevo sitio. Faas demuestra que los desastres pueden actuar como momentos de dominación cultural por parte de forasteros que cooptan los movimientos de solidaridad tradicionales para promover hábitos y agendas de trabajo neoliberales y apoyados por el Estado (en este caso, tanto el Estado como las ONG) utilizando el propio lenguaje y la forma de las prácticas culturales tradicionales, y prometiendo movilidad social a quienes las cumplan5. Estos hábitos de trabajo caracterizados por relaciones culturales particulares a lo largo del tiempo —en contraposición a la orientación hacia las tareas, más común entre los agricultores— no fueron cuestionados ni impugnados; aunque varios se quejaron en voz alta y con frecuencia de sus penurias, nunca se mencionó el régimen temporal de la jornada laboral de 9 a 5. Existían como hechos del mundo a los que los reasentados se veían obligados a adaptarse. Esto resulta particularmente interesante porque lo contrario era evidente: las aldeas vecinas, al adaptarse a la diversidad de estrategias económicas familiares, organizaban por 5 Véase Faas, A. J. (2018). Petit capitalisms in disaster, or the limits of neoliberal imagination: Displacement, recovery, and opportunism in highland Ecuador. Economic Anthropology, 5(1), 32-44. lo general las mingas los fines de semana; no obstante, la exclusión se aceptaba como un hecho. El problema radicaba en que las relaciones que producían la exclusión permanecían invisibilizadas —cabe señalar que el antropólogo solo llegó a advertirlo con la distancia crítica que le proporcionó haber abandonado el campo y examinado sus notas de investigación—, mientras que la relacionalidad y procedimentalidad de dicha vulnerabilidad que buscamos destacar aquí permitirían hacer visibles parámetros más amplios de posibilidad. Estos estudios de casos logran dos cosas. La primera es que apuntan a un creciente interés, y a una necesidad vital, de que la antropología de los desastres estudie las prácticas, hábitos, supuestos y orientaciones culturales de las burocracias e instituciones que crean las políticas de los desastres, algo que desarrollaremos más adelante. Durante años, las teorías de la vulnerabilidad han señalado los errores de los poderosos, pero aquí abogamos por más matices, por un análisis cultural y descripciones detalladas de los actos y deseos de las personas en el poder —una negativa a sucumbir a la simplificación de los “actos del estado”, y la sugerencia de que debemos destacar y provincializar simultáneamente las acciones y los actores que distribuyen el riesgo—. Las obras mencionadas también realizan otra acción: resisten la conveniencia de la sobregeneralización de los perjudicados y el estereotipo de que los forasteros deben saber más sobre la “cultura local”. Schuller no escribe sobre cómo los agentes humanitarios no haitianos deberían saber más sobre los haitianos, ni siquiera sobre la historia de Haití —si bien no objetaríamos en absoluto la idea de profundizar más en la historia haitiana—. En cambio, argumenta que los agentes humanitarios deberían saber que no existe una entidad tan simple como un “haitiano”, que los forasteros puedan construir semióticamente, descifrar, conocer y luego “ayudar”. De manera igualmente provocadora, Zhang sostiene que la reificación de la cultura Qiang constituye exactamente lo opuesto al conocimiento, mientras que la “conciencia cultural”, tal como es implementada por el Estado tras un desastre, representa una violación suprema de los derechos humanos. Faas es claro al señalar que la práctica de la minga, el capitalismo y la burocracia no son mutuamente excluyentes, aunque existen tensiones importantes; más bien, destaca el hecho de que solo uno de los tres fue interpretado como “cultura” y modificado para adaptarse a las agendas externas, las cuales nunca fueron cuestionadas. Estos estudios de caso resisten las etiquetas más fáciles y en su lugar atienden a los deseos y acciones de los actores presentes. La vulnerabilidad entendida como la lógica invisible de las burocracias en los desastres Las colisiones y disputas culturales con la burocracia suelen comenzar antes de que los fenómenos biofísicos de los desastres disminuyan, y persisten mucho después de que lo hagan. Los desastres impulsan a las comunidades afectadas a un contacto novedoso y amplificado con grandes instituciones burocráticas, un encuentro que se ha caracterizado como una “colisión de mundos” (Anderson, 2006). El acto de declarar un estado de emergencia, por sí solo, permite acciones que serían inconcebibles en otras circunstancias (Agamben, 2005). Esto abarca el despliegue rápido de agencias y operaciones militares y paramilitares, que a menudo solo atienden a la “vida desnuda” de los cuerpos humanos (Agamben, 1998) y pueden descuidar, o incluso ser abiertamente hostiles hacia, las vidas plenas de lenguaje, práctica, relacionalidad —material y semiótica—, significado y sensibilidades culturales (Marchezini, 2015 y Barrios, 2017a). Estos sistemas nacionales, internacionales, regionales y (para)militares no pueden ni llegan a ser competentes en los significados y perspectivas locales antes de actuar, y por lo tanto exigen lo contrario: que, para acceder a la ayuda o recursos, los respondedores locales y otros actores deben, en cambio, aprender los memes culturales y protocolos de los sistemas burocráticos que ingresan a los contextos locales. Por ejemplo, el Sistema Nacional de Gestión de Incidentes de los EE.UU. utiliza una estrategia organizativa para las operaciones de respuesta a emergencias, conocida como Sistema de Comando de Incidentes, cuyo objetivo es facilitar la integración sin fisuras de las agencias y operaciones de respuesta federales, estatales y locales. Sin embargo, son los intervinientes locales quienes necesitan y reciben formación para dominar el lenguaje esotérico, los procedimientos y la normativa del sistema (Faas y otros, 2017). Los problemas que surgen de la imposición cultural disfrazada de una navegación burocrática racional y objetiva también se manifiestan con fuerza en la etnografía de Kate Browne (2015) sobre las prolongadas y tensas luchas de un grupo de parientes negros por recuperarse del huracán Katrina en St. Bernard’s Parish, Luisiana. El estrés de los sobrevivientes desplazados se agravó al tener que navegar por canales burocráticos desconocidos con agentes que no solo utilizaban un lenguaje poco familiar, sino que además se impacientaban con los dialectos negros locales. Aunque se ordenó a FEMA contratar empresas “locales, de propiedad minoritaria” en el proceso de recuperación, tales empresas fueron marginadas y no pudieron competir en los procesos de licitación complejos y de alto riesgo. La siguiente gran disyuntiva surgió al tratar a las víctimas como individuos, sin reconocer las redes extensas de familia como unidades fundamentales de organización social. Los servicios de salud mental, aunque supuestamente “competentes culturalmente”, centraron su atención en los individuos, lo que no hizo más que acentuar su sensación de aislamiento e incomodidad, mientras se importaban consejeros de salud mental ajenos a la comunidad y al modo de vida local. Para la institución burocrática, así como para el liberalismo en términos más amplios, solo los individuos son reconocibles. Este es un doble movimiento que invisibiliza tanto las reivindicaciones históricas y colectivas de los subalternos como revela la blancura no enunciada construida a través del hiperindividualismo que es endémico en gran parte de la práctica burocrática. Las burocracias e instituciones también imaginan e inventan sus propios objetos de culto que ejercen un poder tremendo sobre aquellos sometidos a la mirada cultural burocrática. Entre estos objetos destacan los presupuestos y las agendas. En su libro, Governing Affect, Roberto Barrios (2017a) sostiene que para las personas que experimentan desastres, su propia sensación de tranquilidad o los registros emocionales son rutinaria y deliberadamente ignorados por las burocracias encargadas de asistir en la recuperación de desastres. La invisibilidad del afecto aquí se contrasta con el presupuesto, que se erige como el objeto cultural más valioso y el principio organizador en la práctica burocrática, y nunca está fuera de vista (Barrios, 2017a, pp. 64–76). Barrios demuestra que, tras el huracán Mitch en Honduras, la reconstrucción se consideraba un éxito siempre que los presupuestos se gastaran a tiempo. Barrios cita a un consultor de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, quien reconoció que esto significaba ignorar las necesidades culturales locales: “Queríamos considerar los aspectos culturales, pero gastar el presupuesto a tiempo se convirtió en nuestra máxima prioridad” (Barrios, 2017a, p. 66). La despreocupación con la que, literalmente, toda la vida social, cultural y medioambiental que queda fuera de las hojas de cálculo presupuestarias es ignorada resulta escalofriante, y da cuenta de la absoluta invisibilidad de concebir el presupuesto en sí mismo como una “consideración cultural” de los forasteros. Las agendas también son poderosos objetos culturales dentro de la burocracia. Excluyen la flexibilidad mientras privilegian ciertas relaciones culturales con el tiempo. Elizabeth Marino y Heather Lazrus (2016) critican el modo en que las agendas de organizaciones externas limitan gravemente la capacidad de los lugareños para participar en la determinación de su propio futuro en el desarrollo de programas de reasentamiento para responder a la subida del nivel del mar asociada al cambio climático. Las agendas pueden crear dependencias de trayectoria, donde ciertas decisiones arraigadas excluyen la consideración de alternativas e imponen una rigidez que borra las condiciones y preferencias locales. Estos estudios de caso no dividen el mundo entre quienes hacen la historia y quienes la reciben. Más bien, desvelan las lógicas culturales de los individuos e instituciones que contribuyen a la creación de desastres y las contrastan con otras lógicas culturales que podrían estar presentes. Sin embargo, queremos llevar este análisis un paso mas allá. Nuestra preocupación se articula con la reciente atención antropológica a las instituciones burocráticas como sitios de (re)producción de relaciones basadas en raza, clase, etnia (Schuller, 2012); violencia estructural (Gupta, 2012); y disciplinas y regulaciones que limitan la agencia humana (Graeber, 2015), amplifican el riesgo (Eldridge, 2018; Eldridge y Reinke, 2018) y reifican las estructuras económicas sociales y políticas del colonialismo de asentamiento (Clark, 2015). Pero también nos interesa reconocer las instituciones burocráticas como conjuntos heterogéneos a través de, dentro de y contra los cuales actores bienintencionados hacen intentos de buena fe para llevar a cabo objetivos pro-sociales, así como los procesos por los cuales estas agendas y maniobras se ven limitadas o distorsionadas en la práctica burocrática y las relaciones interpersonales que nunca están del todo neutralizadas institucionalmente (Faas, 2018; James 2012). Los enfoques informados por estas tendencias recientes en investigaciones etnográficas no solo destacan la incrustación y violencia —material, política, semiótica, epistémica— de la práctica institucional, sino también las múltiples visiones del bien producidas, contestadas o silenciadas tanto dentro como fuera de las instituciones burocráticas; en resumen, nos lleva a tener en cuenta lo otro (McTighe y Raschig, 2019). Pasando de la vulnerabilidad comunitaria a una suspensión en Sistemas Vulnerables Nuestra argumentación final apunta a que los antropólogos comiencen a articular la vulnerabilidad en términos de las “relaciones y ensamblajes que generan riesgos inequitativos por sí mismos” (Marino, 2013) y que constituyen, por ende, los espacios pertinentes para investigar la vulnerabilidad. Sostenemos que los antropólogos deberían ver a los desastres como contextos en los cuales los sistemas de relaciones, las tramas de las vidas sociales (que mueven el riesgo y la seguridad, los materiales y el significado a través del espacio y el tiempo) se hacen cada vez más visibles. Dentro de estas interacciones relacionales, durante y tras momentos de riesgo y de peligro agudos, surgirán debates sobre qué futuro utópico seguir, qué versión del bien perseguir y qué categoría de riesgo es la más temida. Al dirigir la atención etnográfica hacia la ‘”vulnerabilidad” en estos contextos, sostenemos que esto debe interpretarse como un llamado a describir las múltiples visiones que se articulan, y los sistemas de relaciones y ensamblajes, que son los más vulnerables a subvertir las visiones y voces subalternas como actos de violencia, racismo, sexismo y otras formas de opresión. Sostenemos que estos lugares de desacuerdo, y la relacionalidad activada durante estos desacuerdos, son vulnerables a enmascarar lógicas burocráticas como normativas y economías basadas en el mercado como naturalizadas. Por lo tanto, debemos prestar atención a los ensamblajes particulares de actores, ideas y materiales que son susceptibles de representar el despliegue militar como una lógica cultural “racional” y, por ende, invisible; vulnerables a tomar determinados regímenes temporales como normativos, la “agenda” como sacrosanta y el presupuesto como un ícono. Nos preguntamos: cuando entran en conflicto diferentes visiones de cómo imaginar el futuro —como ocurre en los escenarios de desastres y en las historias que conducen a ellos—, ¿qué sistemas de relaciones son más vulnerables a utilizar, o haber utilizado, la contundente fuerza del poder para erradicar formas alternativas de proceder? ¿Qué sistemas de relaciones, qué ensamblajes de actores, ideas y materiales son vulnerables a los resultados nacidos de la opresión? Señalar estos sitios de contienda, aportar un enfoque etnográfico a las relaciones entre relaciones que se enfrentan en estos escenarios, es orientar la antropología del desastre hacia los puntos específicos en el tiempo, y trayectorias a través del tiempo, donde las disputas sobre lo que constituye un futuro significativo se vuelven objeto de una brutalidad inhumana de racismo, homofobia, sexismo, misoginia, capacitismo e impulsos coloniales que terminan siendo desastrosos. Como la mayoría de las buenas ideas en antropología, esta surgió de nuestros propios sitios en campo. Es evidente para quienes hemos estado en contextos de desastres que, por ejemplo, las geografías colonizadas o los barrios que se inundan no son inherentemente vulnerables; más bien, son lugares y personas increíblemente resilientes que residen en ellos y desafían los sistemas de opresión. Señalar que las comunidades que se inundan siempre luchan contra los sistemas que (re)producen el riesgo es reivindicar la sociabilidad de las teorías de vulnerabilidad. Si un sistema de relaciones se ve favorecido por instituciones, prácticas y discursos coloniales y racistas, por ejemplo, podemos predecir la probable distribución desigual del riesgo derivada de estas vulnerabilidades. Si un sistema de relaciones no es vulnerable al racismo, por ejemplo, el riesgo debería ser menor y distribuirse equitativamente por toda la sociedad. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, lo más emocionante de este marco teórico es aquello que abarca. Nos complace anticipar la investigación sobre desastres dedicada a lo que el mundo podría haber sido de otro modo, y en lo que aún podría convertirse: las descripciones de futuros utópicos que no cuentan con el respaldo de los sistemas coloniales globales ni están suscritos por los intereses capitalistas, las estrategias de reducción de riesgos que pasan desapercibidas y no se describen lo suficiente. Esperamos descubrir las lógicas culturales que no son apoyadas por las políticas actuales del Banco Mundial, pero que podrían ofrecer estrategias para disminuir las muertes causadas por los vientos. Anticipamos una antropología de desastres emergente que contribuya a las Antropologías del Mundo (Restrepo y Escobar, 2005), ofreciendo perspectivas críticas sobre modernidades alternativas (Gaonkar, 2001); y que ofrezca una visión del habitus y deseos de un contador de FEMA en Washington, D.C. La vulnerabilidad como lugar de esperanza: una reflexión final La literatura psicológica y filosófica sobre la vulnerabilidad concluye en que esta representa una posición de gran potencial, un espacio donde pueden surgir nuevos hábitos, y que la vulnerabilidade no implica necesariamente que la violencia ocurra (Petherbridge 2016). Cuando los autores comenzaron esta discusión sobre la vulnerabilidad hace casi dos años, llegar a una conclusión que de alguna forma respaldara esta idea parecía poco probable; de hecho, la vulnerabilidad se concebía como el resultado acumulativo de historias de violencia y opresión que se articulan en las crisis y generan sufrimiento. La vulnerabilidad no era un refugio de esperanza, sino, con frecuencia, un territorio de horror. Nuestra conclusión actual es similar en ciertos aspectos, pero diferente en otros; sin embargo, consideramos que las dos ideas intelectuales están más alineadas. Si la teoría de la vulnerabilidad que promovemos indica que la organización de las relaciones sociales que estructuran el riesgo son susceptibles al racismo (por ejemplo), ¿no sugiere esto también que estas relaciones sociales pueden ser espacios para la acción emancipadora? Si la reconstrucción tras desastres es vulnerable al capitalismo del desastre y a la subordinación de los pobres, ¿no podría también ser un ámbito de contestación donde las organizaciones de base logren la victoria? Los sistemas de relaciones vulnerables, que actúan como canales para la distribución desigual del riesgo, son relaciones entre relaciones que no necesariamente recurren a la fuerza brutal del poder y la opresión para operar. De hecho, articular la vulnerabilidad como un proceso de contestación entre formas alternativas de ser —donde los actos de violencia son probables, pero no necesarios— no solo es prometedor, sino que puede ser lo único que de lugar al cambio social radical, y en última instancia, a la justicia. La construcción de resiliencia nunca podrá lograr esto. Las inyecciones de dinero o la construcción de muros de contención marítima no pueden lograr esto. Si las diversas disputas entre individuos e instituciones formales e informales son expuestas en la investigación antropológica de desastres, si nuestros esfuerzos etnográficos mapean los sistemas de interacción en torno a los cuales emergen tanto el riesgo como la seguridad, entonces la blancura se hace visible, el patriarcado se hace visible, la historia se hace visible y, afortunadamente, también se revelan caminos alternativos, incluidos los conceptos locales de tiempo, las respuestas pacifistas a las amenazas y las respuestas alternativas al riesgo. Aplicando las teorías de la vulnerabilidad, tal y como han sido construidas anteriormente, al caso de Sheldon Jackson, el secretario de educación de Alaska a finales del siglo 19, lo que se ve es cómo las decisiones de actores lejanos crearon comunidades en Alaska que hoy son “vulnerables” al cambio climático. Lo que se revela es que el poder colonial, a lo largo de la historia, provoca riesgos. Esta es la crítica radical de la ecología política, que ha sido extremadamente útil. Pero bajo la teoría de la vulnerabilidad que construimos aquí, lo que también se haría visible, curioso y seductor, son las visiones del futuro que Jackson ignoró. ¿Qué construcción del bien fue omitida, qué posible futuro quedó fuera, y qué tecnología Inupiat quedó invisibilizada? Y lo que es más importante, y con el corazón encogido, nos preguntamos: ¿qué futuro utópico podríamos seguir, promulgar y sostener si el sistema de relaciones entre los agentes estatales y las comunidades inupiat que planifican hoy la mitigación de riesgos —en el punto de acción en el que estos sistemas son más vulnerables al racismo y al impulso colonial— se resistiera a las tendencias racistas y opresivas y encarnara el pluralismo cultural, la conciencia histórica y la gracia? La vulnerabilidad, tal y como la redefinimos aquí, es una orientación teórica que abarca infinitas posibilidades. Mantenemos la esperanza en los infinitos desconocidos que podrían hacer justicia. Referencias bibliográficas Abu-Lughod, L. (1991). Writing against culture. En R. Fox (Ed.), Recapturing anthropology: Working in the present (pp. 137-162). School of Advanced Research. Agamben, G. (1998). Homo sacer: Sovereign power and bare life. Stanford University Press. Agamben, G. (2005). State of exception (K. Attell, Trad.). University of Chicago Press. Anderson, S. K. (2006). Tending the wild: Native American knowledge and the management of California’s natural resources. University of California Press. Bankoff, G. (2004). Time is of the essence: Disasters, vulnerability and history. International Journal of Mass Emergencies and Disasters, 22(3), 23- 42. Bankoff, G. (2001). Rendering the world unsafe: “Vulnerability” as Western discourse. Disasters, 25(1), 19-35. Barrios, R. (2016). Resilience: A commentary from the vantage point of anthropology. Annals of Anthropological Practice, 40(1), 28-38. 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