Comunidades putrefactas: s’o y las relaciones de interdependencia Rotten communities: s’o and interdependent relationships Ismuhuk llaktakuna: s’o imasha kawsaykuna ministirishpa watarishka Mayra Citlalli Rojo Gómez mayracitlally@gmail.com ORCID: 0000-0002-6361-6887 Universidad Autónoma Metropolitana (Ciudad de México. México) Revista Sarance 
ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718 
Fecha de recepción: 26/04/2025 Fecha de aceptación: 21/05/2025 

Cita recomendada: Rojo Gómez, M. (2025). Comunidades putrefactas: s’o y las relaciones de interdependencia. Revista Sarance, (54), 170 - 191. DOI: 10.51306/ioasarance.054.09 .................................................................................................................

Resumen ¿Qué hay en el código de la pestilencia de los mitos ñahñuh (otomíes), como documentos históricos y vitales en transformación, que resuene en la búsqueda de otros pactos comunitarios? Atender los procesos de descomposición es una manera de estar —o acercarse— a la comunidad viviente. Un acto que está lejos de ser armónico: es incómodo y manifiesta conflicto, porque se constituye desde la fricción vital con la muerte. En este sentido, la comunidad no nace del acuerdo sino de la exposición mutua a lo que se pudre, a lo que duele, a lo que afecta: a la vulnerabilidad. La intención y enfoque de este texto se orientan por la noción de podredumbre desde la simbología ñahñuh y la noción nosótrica como parte de una epistemología en clave tojolabal (comunidades mayas). Palabras clave: putrefacción; ñahñuh (otomíes); tojolabales; vulnerabilidad; comunidad .................................................................................................................. Abstract: 
What is there in the code of the pestilence of ñahñuh (Otomi) myths, as historical and vital documents in transformation, that resonate in the search for other community pacts? Attending to processes of decomposition is a way of being —or approaching— the living community. An act that is far from harmonious: it is uncomfortable and manifests conflict, because it is constituted from the vital friction with death. In this sense, community is not born not from agreement but from mutual exposure to what rots, to what hurts, to what affects: to vulnerability. The intention and focus of this text are guided by the notion of rotting from the ñahñuh symbolism and the nosotropic notion as part of an epistemology in a Tojolabal key (Mayan communities). Keywords: rot; lñahñuh (otomíes); tojolabales; vulnerability, community .................................................................................................................................. Tukuyshuk ¿Imatak ñahñuh (otomíes) ñawpa rimaykunapika ismuy asnaykunamanta willachihun, imatatak nihun punta killkashkakunapi, imamanllatak willachiyka tikrachihun chaymanta mushuk llakta paktaykunata maskankapak? kay ismuykunata rimashpaka kawsak llaktawan —kimirishpa— kaypi kashpa kanatami hatuktachin. Kay rurayka mana huyayllakuka kanchu: ashtawankarin millanayan, na munarinchu kayta rurayka ashtawan wañuyman kimiririnkapakmi kan. Shinami shuk llaktaka mana pakta rimashpaka na wiñarinchu ashtawankarin pakta pakta imapash ismuhuk shina rikurin, imapash nanahuk shina rikurin, imapash nanachihuk shina; chaymi kan llakichirishka. Kay killkaywanka imasha ismurihuk shina yaywanmi killkashka ñahñuh shimita yuyarishpantin, shinallatak ñukanchik shimitapash yuyarishpa tojolabal yachaywan watachinkapak munani (maya ayllullaktakuna). Sapi shimikuna: ismuykuna; ñahñuh; tojolabalkuna; Llakichirishka; ayllullakta ................................................................................................................. 
Comunidades putrefactas: s’o y las relaciones de interdependencia. Para Beto 1. Su olor empieza a invadir la habitación. Es un olor agridulce; su acidez hormiguea en la nariz. El calor aumenta, y el olor se expande: impregna el aire hasta penetrar nuestros poros. El aroma que fluye nos asalta. Es el recuerdo de que no cambiamos el agua de las flores, quizás una naranja está en la cocina cubriéndose de un moho verde, quizás la carne que se pudre en el bote de basura o yo misma estoy trasudando. El hecho es que están ahí, los tallos húmedos y viscosos, la naranja aguada, la carne llena de larvas y el sudor escurriendo por mi rostro. No sólo es el olor corrosivo que invade, crece la sensación de incomodidad. El olor a descomposición se mete en la nariz y habita por mucho más tiempo nuestra memoria olfativa, provocando una sensación de náusea, un espasmo. Ese olor dulzón y desagradable devora la materia y la transforma: la ablanda, la enturbia con tonos ocres, verdosos, rosados y negros. Es una materia infestada del blanco velloso o del polvo verde de los hongos, de las larvas pululando que devoran la carnosidad jugosa de los cuerpos, amenaza la mirada y se anida en la cavidad nasal. Nuestras narices y cuerpos habituados al vaho higiénico del cloro y a la frescura del pino artificial, desarrollan una renuencia a esa pestilente delicadeza porque nos lleva al recuerdo nauseabundo del aliento pútrido de los tiraderos de basura. Quizás rehuimos de ese aliento porque nos evoca la intimidad de nuestros propios aromas: sudor, grasa, agrio, fermentación, oxidación; la actividad de bacterias y hongos que habitan en nosotros. Nos empuja a la condición escatológica que compartimos con todo organismo biológico. Esta puerta abre otra narrativa de la experiencia de nuestros cuerpos, una que en las sociedades modernas e higiénicas se ha clasificado como impropia. Atender los procesos de descomposición es una manera de acercarse —o estar— a la comunidad viviente. Un acto que está lejos de ser armónico: es incómodo y manifiesta conflicto, porque se constituye desde la fricción vital con la muerte. En este sentido, la comunidad no nace del acuerdo sino de la exposición mutua a lo que se pudre, a lo que duele, a lo que afecta. Por un lado, la descomposición de la materia orgánica es un proceso biológico detonado por las interacciones entre diversos organismos, si pensamos en la relación con el suelo, además de bacterias y hongos, intervienen protozoarios, nemátodos (gusanos redondos), virus y algas. Más los macroorganismos como los artrópodos que varían desde los ácaros hasta escarabajos, termitas y lombrices de tierra, caracoles y babosas. Por otro lado, esa misma descomposición de materia tiene significados culturales e históricos cifrados en códigos simbólicos y rituales asociados con la muerte y el cuerpo enfermo. En mitos ñahñuh (otomíes) “el mundo no existe más que por ser un mundo ‘podrido’ […] La fetidez es el marcador simbólico de la presencia del pasado en el presente, una huella cosmogónica gracias a la cual se mantiene vigente el orden de las generaciones, es decir, de la muerte como condición de la vida en la tierra” (Galinier, 2015, p. 56). La muerte se presenta como una forma específica de vínculo con el mundo. Por lo tanto, define las bases sensoriales del pensamiento e incluso de la sensación histórica que se encarnan en prácticas sociales desde la vida en común. Concebir a la muerte como la cohabitación entre humanos y humanos, entre humanos y más-que-humanos, entre lo orgánico y lo inorgánico, entre lo macro y lo micro, golpea a los modelos y métodos del lenguaje y prototipos sociales fundados en la autonomía y autosuficiencia. Entonces, el misterio del olor a podrido poco a poco va inundando la cocina, perforando la piel, se mete como la humedad a plena luz del fuego, el molesto sonido de las moscas nos hace manotear cuando nos vemos invadidos de ese olor dulzón y ocre. Este proceso se vuelve un territorio simbólico, conceptual y político que implica reencausar nuestras maneras de concebirnos como cuerpos en descomposición. La idea de la descomposición podemos rastrearla con Donna Haraway y Los niños compost, un trabajo de fabulación especulativa cuyo objetivo es una práctica escrita que incluye nociones como sentipensante y la “figura de los palabreros de la muerte” (Haraway, 2017, 13). El trabajo de Haraway es un referente contemporáneo sobre la necesidad de resituar las relaciones humanas a partir de su extensión a parentescos más-que-humanos; más allá de lo consanguíneo, la asociación es desde lo orgánico y un universo tentacular. Sin embargo, su estilo es algunas veces dramático, luego preciosista y, como ella misma lo dice a propósito de uno de sus personajes, plagado de “un sentimiento de salvaje esperanza” (Haraway 2017, 20). Esta literatura tiene su límite en la propia ficción y circulación exclusiva de un discurso académico-literario. Desde mi perspectiva, esta operación ficcional, si bien conlleva el valor y potencia central de la imaginación, llega a un límite objetivo de la práctica directamente social, cultural y económica actuales. Como lo marca Leonor Silvestri “la resistencia tiene que ver con la contraproducitividad, es decir que no basta transgredir normas para singularizar a quienes las transgreden […]” (Silvestri, 2021). Es así que la transgresión está más allá de la intención situada del discurso, la creación de un manual o modelo generalizador creado para prácticas embellecidas por la interdependencia. La muerte es el centro de sustancias “delicadas” —como lo describe Galinier— que constituyen los límites de lo que puede aparecer. Un lazo más íntimo que nos enreda. En este entramado material y simbólico, la relación con la delicadeza también implica lo no estable, así como la oscuridad representada por la luna como divinidad de la vegetación. Por tanto, “lo que apesta” no se esconde, no es deshonra ni vergüenza, tampoco necesita ser descontaminado. Al contrario, esa presencia odorífera es la necesidad misma del carácter cíclico del tiempo.“Los ñahñuh (otomíes) consideran hediondas las figuras mayores del cosmos […]. El olor fétido indica la presencia de una fuerza activa, que se manifiesta mediante una multitud de seres, del mundo humano, animal, vegetal e incluso mineral” (Galinier, 2015, p. 57). ¿Es pertinente esta imaginación mítica en nuestros contextos y experiencias? Asumiendo la propia angustia de lo que se nos escapa, porque nuestro lenguaje y experiencias culturales están anclados a los códigos de la cotidianidad e historia contemporánea —enmarcadas en las experiencias e implementación nacionales, regionales y locales del capitalismo, el neoliberalismo y la globalización— el ejercicio del pensamiento crítico no necesariamente llega a la descripción exacta ni a la identificar claramente la complejidad que despierta una sensación. Tampoco se puede recrear imaginariamente los contextos pre-coloniales, o asumir que las comunidades no-occidentales habitan en el purismo atávico. Mucho menos que de frente a la delicadeza de nuestros cuerpos apestosos sepamos cómo comportarnos. No obstante, es probable hacer un tejido denso sobre esta particular sensación de la vulnerabilidad corporal, en tanto que las comunidades de la putrefacción, delicadas, inestables, buscan formas de cohabitar el mundo desde los cuerpos que son atravesados por distintas fuerzas (placer, dolor, fragilidad, cansancio); y tejen lazos hacia una sensibilidad comunitaria e histórica pero no de “alegrías compensatorias”. Se pueden reacomodar con otras maneras de enunciación, de simbolización, de técnicas, de valores éticos en torno a los cuidados, de prácticas y experiencias que transgredan los códigos globales de las actuales relaciones afectivo-digitales. En Europa, durante el siglo XVIII, lo que se identificaba como malos olores en el cuerpo eran marcas para determinar la mortalidad de la enfermedad. Al mismo tiempo, como lo señala Cristina Larrea, surgió un amplio vocabulario: “peste, efluvio, fetidez, tufo, pestilencia, catipén, emanación y hedor” (Larrea, 1997, p. 47) que, con toda su carga significante, no describieron la variedad sensible de la molestia, de las contradicciones, de la intimidad que produce el hedor. Esta dimensión sensible asociada a la pregunta ¿dónde se producen y con qué se vinculan estos olores?, tiene una fuerte relación con los cuerpos enfermos y la muerte, que socialmente se han delimitado a espacios como clínicas, cárceles, cementerios, cuerpos enfermos, pero también cuerpos y zonas marginadas por la “pobreza”; en suma, expresan un compuesto de debilidades mal vistas en el mundo de la eficacia y fuerzas juveniles. Galinier desarrolla el capítulo La sociedad enferma como parte de las comunidades ñahñuh (otomíes), donde la enfermedad se vincula con los movimientos de nza’ki, que se puede traducir como “fuerza” que fluye y conecta cuerpos de todas las naturalezas. La enfermedad es una alteración social, cósmica, corporal y psíquica, sin embargo, la interpretación de Galinier está separada de la idea de podredumbre como energía fundacional; sino al contrario, se describe como oposición al bienestar del cuerpo, así como traducciones del bien y el mal en los rituales y curaciones. Esta contradicción de sentido se debe a lo que el propio etnógrafo identifica: “la dicotomía de lo bueno y lo malo es un reflejo del maniqueísmo cristiano, y no una distinción indígena” (Galinier, 1990, p. 21). A diferencia de las categorías morales del bien y el mal que todavía se arrastran en el pensamiento y prácticas culturales y sociales globales, en las comunidades micro y macrobiológicas se identifican diferentes tipos de interacciones entre organismos; interacciones que la ecología ha definido como: neutralismo, comensalismo, mutualismo, simbiosis, antagonismo, competencia, amensalismo, parasitismo y depredación (Ruiz Herrera, 2008, pp. 109-114). Si bien se manejan en una clasificación de positivas y negativas, no están alineadas a un valor moral-religioso y castigable, más bien son asociaciones laxas o sólidas, generales o específicas entre agentes. En este sentido, el paradigma de la simbiosis ha sido el más abordado en la esfera de las relaciones de los cuidados y la interdependencia. Sin embargo, este planteamiento se ha vuelto una especie de operación delimitada en intenciones tanto en la escena artística como académica, sin negar su valor en el proceso del pensamiento crítico. Es importante señalar que, al tornarse efervescentes como prácticas aisladas, circulan como discurso o estrategia de posicionamiento en el mercado de las artes y la industria académica nacional e internacional. Desde mi punto de vista, lo que aparece como disruptivo encuentra rápidamente un puesto codificado en un sistema que demanda cuerpos de olores agradables, capaces de respuestas rápidas y estratégicas aun en contextos de guerra. Este sistema de oferta y demanda radicaliza cada vez más la competencia individual del “sálvese quien pueda”, cuerpos disgregados que en aparente ejercicio democrático representan la guerra, la violencia, la segregación de sus pueblos o países. Cabe anotar que algunas de estas historias —encarnadas mayoritariamente— son quienes pueden acceder a esas ofertas y redes en constante competencia. Ese hacer públicas y “encarnadas” las historias de violencia y vulnerabilidad sin duda movilizan identidades y sucesos que informan y, al mismo tiempo, se sitúan en el marco de recuperar el equilibrio. Son imágenes de cuerpos funcionales en el sistema de representación de la resilencia, con lo que se puede crear guiones genéricos y aceptables de vulnerabilidad. Quizá lo que enfrentamos no sólo son divergencias de carácter ontológico dentro del miasma cultural globalizador sino además el desdibujamiento de pactos colectivos. ¿Qué hay en el código de la pestilencia de los mitos ñahñuh, como documentos históricos y vitales en transformación, que resuenen en la búsqueda de otros pactos comunitarios? No podemos desvincularnos de este sistema de experiencia y enunciación derivado de la colonialidad eurocéntrica, pero al mismo tiempo tampoco podemos orientar la problemática a ¿cómo conocer aquello que no existe, que no se dio en nuestro tiempo? Frente a esta cuestión, Carlos Lenkersdorf plantea que la lengua es la que encausa otros enfoques del problema (2020, pp. 197-214). 2. En un sueño me corté una mano y un pie, no sentí dolor o temor cuando lo hacía. Una de mis hermanas me dijo que quemara aquellas extremidades amputadas, que no las tirara crudas. Yo no hice caso y las tiré. Empecé a sentir la angustia de pensar que mis extremidades estuvieran pudriéndose en la basura, corrí al tiradero y ellas salían de la bolsa negra y me perseguían. Al despertar, seguía angustiada no por la persecución de mi mano y mi pie cortados, sino por la sensación de pudrición. La amputación del pie o de la pierna en los mitos y rituales ñahñuh representa al Señor del mundo que es el tãšk wa, “el gran pie podrido”, que se asocia al conejo (khwa) lunar y a la capacidad de transformación (Galinier, 1987, p. 437). El olor putrefacto descompone los códigos del agrado y se vuelve una forma de pensamiento y experiencia del mundo. Conviene señalar que la intención y enfoque de este texto —orientados en la noción de podredumbre desde la simbología ñahñuh y la noción nosótrica como parte de una epistemología en clave tojolabal— difieren de la propuesta de Julia Kristeva sobre la abyección. Kristeva configura una relación con lo “expulsado” o “arrojado” desde el pensamiento psicoanalítico. Se trata de la identificación de la repulsión como parte del juego entre el yo y el objeto (no-yo), como proceso de lo ocluido, de lo ominoso. Esta constitución de la psique es una tradición occidental que incluso ha sido escogida por etnógrafos para la lectura de símbolos y prácticas en comunidades originarias. Tal es el caso del mismo Jacques Galinier y sus interpretaciones sobre los rituales, símbolos y mitos de distintas comunidades ñahñuh (otomíes); particularmente, el estudio que hace sobre el carácter central del olor y el centro de la luna como ciclo ritual vegetal relacionado con las máscaras de los padres podridos o los viejos del Carnaval, así como el carácter ritual y simbólico de la desollación y amputación con el símbolo del “pie podrido” y su transfiguración a zopilote (Ave de rapiña). Para Galinier, dichos símbolos están centrados en la relación fálica propuesta por la teoría Freudiana. No obstante, en esta elección, el mismo etnógrafo advierte haberla utilizado como resultado de la frustración por no descifrar las contradicciones y lo que no logró comprender de la complejidad de estas comunidades (Flores, 2011, p. 199). En este sentido, Kristeva entiende los simbolismos y sensaciones culturales de repulsión hacia la muerte, el cadáver y la putrefacción, como partes descartables de la vida y, en ese límite, lo expulsado se objetualiza (Kristeva, 2004, p. 10). Esta condición de objeto y repulsión no necesariamente se localiza en la concepción cosmogónica ñahñuh (otomíes), así como el carácter opuesto de sujeto-objeto no figura en la enunciación y uso del nosotros tojolabal. La concepción de la muerte en culturas no-occidentales es un tejido entre su cosmogonía y su ontogénesis (Flores, 2011, p. 202). Además, tenemos que sumar aspectos históricos de los colonialismos como parte de la historia contemporánea de estas comunidades y las diversas operaciones de colonialismo interno que involucra la fundación de sociedades mestizas o antropófagas-devoradoras culturales. Lo que quizá valdría la pena señalar como un cruce interesante con la lectura de Kristeva es que ese estado cambiante donde la muerte es parte de la vida, ofrece una perturbación, por tanto el quiebre de un orden epistémico, ontológico y sensible (Kristeva, 2004, p. 11). En la búsqueda de relaciones entre cuerpos putrefactos y otros pactos comunitarios desde la noción de lo delicado, encuentro de utilidad el cuestionamiento hacia la manera en que podemos enunciar, imaginar y crear las condiciones para las prácticas de interdependencia. De manera particular me sumo a la voz de Leonor Silvestri, aunque a veces es tosca, violenta y contradictoria, porque es necesario identificar cuando el discurso de “comunidades interdependientes” se inscribe en una dinámica de transacción y un dispositivo privilegiado de personalidades, cuya socialización de los conocimientos, saberes y experiencias está atravesada por altos niveles de extractivismo y usufructo. Esta observación no deja de tener presente la urgencia de la difusión y de las preguntas colectivizadas “¿Quiénes [nos] cuidan? ¿Quiénes [nos] visitan?” (Silvestri, 2022). ¿Quiénes preguntan por nosotros? ¿Quiénes insisten? ¿Quiénes se van? Colocando en el centro el carácter vincular de la lengua plagada de sonoridades, olores y sensaciones con una praxis de intimidad, complicidad, confianza y un llamado odorífero a quienes aún puedan escuchar. La idea y práctica del nosotros tojolabal, antes mencionada, desplaza el rol individualista del “sujeto-activo” y la objetualización del “sujeto-objeto” pasivo, quien recibe la acción. Este indicador de la gramática del español es desplazado por la concepción de la multiplicad de sujetos que conviven: el sujeto vivencial y el sujeto agencial (Lenkesdorf, 2020, p. 199). A partir de este reacomodo no sólo gramatical sino también epistemológico, se puede considerar que el cuerpo individual es una comunidad en sí misma desde la relación intersubjetiva, la cual permite un nosotros donde no hay objetos ni sujetos pasivos, e incluso borra la condición de privilegio jerarquizado de lo humano y abre las relaciones con los-más-que humanos. Para Carlos Lenkersdorf, la intersubjetividad es una manera de práctica del nosotros tojolabal, que yo interpretaría como un “entre” —entendido como una transición— de sujetos múltiples y en movimiento, que al borrar las relaciones de subordinación y dependencia desde la enunciación y la gramática, deja espacio para otras prácticas de interacción. Esta operación donde la lengua forma parte de los procesos vivenciales y culturales abre a la práctica comunitaria campos de fuerza multidireccional donde actúa el vivir-morir, donde los saberes y experiencias nacen, crecen y se nutren desde una metamorfosis nosótrica. Un accionar compartido pero no armónico ni equilibrado que no por eso carece de la activación del “cosaber” (Lenkersdorf, 2020, p. 199). Quizás se hace necesario reconfigurar lo que entendemos como comunidad misma y la vida en común que tiene acotaciones en la operatividad de las redes hipertecnologizadas. De principio parece que lo colectivo va vinculado a la pertenencia que asume alguna reivindicación identitaria —esta promesa de pertenecer e identificarse como razas, géneros, clases o corporalidades discapacitadas— cuyo fin son vínculos socializantes. Perspectiva que inscribe en las formas humano-políticas a los organismos más-que-humanos que atraviesan el reconocimiento de su existencia a partir de legislaciones, garantes de protección y uso en beneficio del control de las interacciones de los diversos agentes que estructuran la vida social y económica en el marco del Estado. En consecuencia, la idea de comunidad te marca una especie de contrato ¿con quiénes acuerdas entenderte? ¿Para qué entenderse? Acaso, como lo dice Carlos Lenkersdorf, ¿es un acuerdo entre iguales? Quizás esta idea de iguales contraviene a las comunidades putrefactas y su propia condición disruptiva e incómoda, en tanto que lo que se retoma de los procesos nosotrificantes es la multiplicidad, el ruido que la multitud de voces, olores y texturas provocan desde sus singularidades. Un suceder impropio de la condición de equilibrio, progreso y civilización. Las comunidades putrefactas no son una apuesta a la eficiencia —incluso friccionan con la institucionalización de un modelo—, más bien apuestan a acciones instituyentes, capaces de abrir interregnos; porque, aunque la lengua es sustancial, la palabra que surge de la labor del pensamiento no es el eje central de ese “entenderse” en lo común. Esta proposición que hago la contrasto con la charla que dio Leonor Silvestri en torno a su libro Ética mutante del deseo disca y las afecciones de la interdependencia funcional (2021) donde se plantea que “la ecuación a mayor capacidad de afectación aumenta la potencia” (refiriéndose a Baruch Spinoza) —en contexto de los cuerpos que viven con alguna condición discapacitante, que en su caso se refieren al Crohn (enfermedad crónica que causa inflamación en el tracto digestivo)— “no necesariamente quiere decir más personas, sino al contrario […] hay que encerrarse y prestarle atención al cuerpo” (Silvestri, 2021). Este planteamiento está centrado en el término de Peter Pál Pelbart, la “soledad positiva”, que Silvestri dice que “hay que hacerla una fuerza activa” mediante el autoencierro y el “desagregarse”, lo que rompe los ritos de sociabilidad tradicionales, como la familia y la asamblea. El desagregarse, el autoencierro, se propone como una forma de hacer filosofía sin que necesariamente se vincule al rechazo y con ello a una incomodidad personal. En suma, para Silvestri, “la comunidad” pasa a ser una marca propia, una moneda de cambio y para los escuchas se resume en “cada uno de nosotros nos descubrimos como ser individual”, a lo que Leonor acota que “no somos individuales sino singularidades, porque de individualidad no tenemos nada sobre todo por la interdependencia funcional. Porque para funcionar dependemos de una gran cantidad de prótesis —a las discas se nos nota más— sin las cuales no podríamos andar ni un paso. […] No es que no se pueda pertenecer a algo sino [el conflicto radica en] pertenecer a los dispositivos coloniales” (SIlvestri, 2021). Desde, mi punto de vista, este planteamiento de Silvestri no tiene conflicto en tanto poder habitar las contradicciones propias entre teoría y praxis, sino en la negación de que detrás de la apariencia incorrecta y rimbombante de términos como “ética mutante” y “deseo disca”, más que una apertura a crear “otros mundos posibles” en un tiempo-espacio donde no hay lugar para esos “otros mundos”, se contraen en la afirmación identitaria y exclusiva de autodenominarse “discas”. En este sentido, me parece que se pierde la propia potencia de lo mutante como parte de una ética radical, que nos remite al territorio de los monstruos. Y es que ser monstruo es una potencia que irrumpe el orden de lo normal, rehuye a la generalidad de una definición pero también a la estabilidad de un arraigo identitario. Al establecer la figura del monstruo desde la condición misma de lo mutante, fisuramos la estructura evolutiva progresiva. El monstruo y su ciencia (la teratología) se fundan en el principio de la propiedad médica que explica y expone la particularidad y generalidad de las leyes fisiológicas que regulan el comportamiento social: He aquí al monstruo, bajo una ventana de reglas fisiológico-morales: “lo tienes a la vista”. No obstante, la regulación de la vida de un organismo se lleva a su máxima expresión en su comportamiento social, que debe inscribirse en acciones conforme las leyes que instaura la idea de mejoramiento (Nietzsche, 1986). La invención de lo “otro”, desde el lenguaje del “hombre civilizado”, constituye su propia exclusión, es por ello que el monstruo entra en una imaginación de lo destructivo. La historia difundida del monstruo de primera instancia es profundamente colonial, y digo profunda porque se ha interiorizado una sensación de desagrado y rechazo a la palabra como adjetivo, sus representaciones y corporalidades asociadas. Usualmente, a los monstruos se les atribuye el territorio de la fantasía para implementarlos como herramientas didácticas vinculadas a creencias e ideologías de las sociedades, fundamentalmente, occidentales. Y más que una herramienta didáctica o identidad que busca su legitimidad mediante la creación de identidades difusas, el monstruo regresa como potencia subversiva y divergente a lo unitario y universal. Desborda y rompe la regularidad del orden instituido mediante lo múltiple, se convierte en una posibilidad de interpelación a través de imaginaciones y experiencias centrífugas y subversivas. Considero que si asimilamos esta percepción de monstruo, los horizontes de imaginación, discurso —y ojalá que prácticas— nos acercarán a la propia exposición de la vulnerabilidad corporal, desde los cuerpos que se abren como lo propone Judith Butler: Parte de lo que un cuerpo hace es abrirse a otro cuerpo, o a un conjunto de otros cuerpos, y por esta razón los cuerpos no son unidades cerradas. Están siempre en cierto sentido fuera de sí mismos, explorando o navegando su ambiente, extendidos y a veces hasta desposeídos por los sentidos. Si somos capaces de perdernos en otro cuerpo, o si nuestras capacidades táctiles, móviles, hápticas, visuales, olfatorias o auditivas nos llevan a actuar por fuera de nosotros mismos, es porque el cuerpo no se queda en su sitio, y porque este tipo de desposesión es generalmente característica de los sentidos del cuerpo. Este cuerpo, en su acción sensorial por fuera de sí mismo, no permanecerá encerrado, indivisible e individual. (Butler, 2017, p. 21) Actualmente, en la línea de la filosofía de la biología se están cuestionando los paradigmas de individuo biológico y selección natural a partir de los hongos, organismos complejos que poseen características y funciones de animales y plantas, —además de otras no encontradas en ningún otro organismo— y una gran biodiversidad —6.28 millones en el planeta—. Además, está la imposibilidad de no conocer ni entender en su totalidad este reino, que tiene roles funcionales centrales en los ecosistemas tales como la descomposición, parasitismo y simbiosis. Estas observaciones han identificado que las categorías tradicionales de especie no alcanzan a explicar la complejidad de las interacciones, a lo que nos cuestiona sobre ¿cómo definir la individualidad de frente a que las relaciones extendidas entre organismos —por ejemplo hongo-bacteria-planta—? O si la selección natural opera de forma independiente, o solo en el conjunto (el holobionte), o en ambos (Marín y Suárez, 2024, p. 73). Estas preguntas pueden caracterizarse como antiantropomórficas, nos mueven a mirar lo que no está a la vista, y con ello amplían las posibilidades de reconfigurar prácticas y discursos donde la agencia es una función dada por el hecho de estar vivo, y donde es fundamental la flexibilidad y versatilidad del comportamiento para dejarse afectar multidireccionalmente. 3. Acerqué mi nariz detrás de su oreja, creo que buscaba un recoveco para saber a qué olía debajo de su perfume. No tardó mucho en emerger el olor agrio de su sudor y su grasa. Es el contacto, el cuidado de ese delicado contacto que el olor despierta. Reconozco que el impulso a escribir no solo es una desbordada operación mental sino que se mezcla con el desconcierto, el extrañamiento de sentir, de buscar dónde hay lugar para ese estado que no puedo explicar. Me pregunto ¿qué hace que las palabras no se encarnen en actos y decisiones que tengan una afectación de quiebre radical en nuestras inercias individuales y sociales? Con esta pregunta no quiero decir que no haya espacios de resistencia que logren otras formas de vivir el mundo y que contradigan mis afirmaciones y mis dichos, pero una escribe para expresar que en sus territorios, tan extensos o limitados —como se quieran percibir— sobrevive una fuerza de homogeneización radical, y en eso no hay relativismo. Porque hay una serie de rutinas de aislamiento autoimpuesto, que quizás —pensando en los dichos de Silvestri— crea un ser-hacer antisocial. Lo cual tiene una base de negación ante lo que hoy somos como sociedades que se vinculan desde las pantallas como parte de las relaciones corporales a través del tiempo y las tecnologías, lo que indica que también se expresa como inscripción que “fuerza el cuerpo a doblarse, ceder, sufrir y responder, hasta tomar una nueva forma, teniendo la presión que se ejerce sobre éste, por lo que el cuerpo debe pensarse entonces no como sustancia contenida, sino como un sitio de dañabilidad, exposición apasionada y contacto ético” (Butler, 2017, p. 23). Pero si bajo las dinámicas de aislamiento autoimpuesto ya no hay nada que decirnos, entonces como sociedades de la palabra hoy silenciada tenemos menos interés en olernos y sentirnos. Esta aseveración no está dirigida al drama de un pasado mejor, sino a preguntarnos desde esta misma condición de desorganización, de putrefacción de nuestra “materia social”, ¿cómo encarnamos la resistencia y la transgresión a la normatividad desvinculante globalizada? Me gustaría al menos dejar señalada —con preguntas— la problemática de los reacomodos políticos que estamos viviendo —línea pendiente a desarrollar con mayor profundidad—, para matizar este ensayo. Con el propósito de que no quede una abstracción de lo que llamo “materia social”. Partimos de que —de una u otra manera— participamos de esta normatividad desvinculante globalizada, que se centra en el fenómeno de las redes sociales, pero ¿qué pasa con “lo demás” que nos rodea? No podemos dejar de lado que sistémicamente estamos viviendo profundos reacomodos de la propia estructura social. Algunos puntos a considerar son: ¿qué pasó con los movimientos sociales desneoliberalizantes a partir del paradigma del “progresismo” —podemos identificar que en la década de los noventa la presencia de el EZLN (México) y la CONAIE (Ecuador) fuerzas sociales emergentes con prácticas autonomomístas—? ¿De qué manera asociamos los aislamientos autoimpuestos —bajo las dinámicas pospandemia— con la crisis del paradigma de la democracia y las izquierdas? ¿Las dinámicas de las fakenews, así como el culto a la personalidad política y la expansión de las identidades resilentes y solitarias están constituyendo el pensamiento neoconservador (Trump, Milei, Bukele)? Estas preguntas nos llevan a establecer que la relación entre la violencia y la muerte parte de un fenómeno semejante: son palabras con una gran variedad de usos, incluso monedas de cambio en cualquier escala de escenarios políticos, sociales y culturales para denominar cualquier acto “atroz”, desde las guerras hasta la manipulación psicológica de una pareja de enamorados, o el cambio climático. Lo cierto es que moralmente la violencia es condenada porque en sí misma es mala en los contextos del humanismo del pensamiento occidental y colonial. Sin embargo, ¿qué es lo justo, lo injusto, lo falso, lo verdadero, lo bueno y lo malo en otras lenguas y culturas? Acercarnos a la idea de violencia implica identificar cuándo esta se volvió campo de identificación y discusión. La investigadora Elsa Blair Trujillo cita que Jean-Marie Domenach ubica el origen de la discusión sobre la violencia en el siglo XIX, con George Eugène Sorel, filósofo y teórico del sindicalismo revolucionario, a quien Walter Benjamín cita en su texto Para la crítica de la violencia (Zur Kritik der Gewalt, 1921), para diferenciar entre la violencia como huelga general revolucionaria y la huelga general política. En este contexto, el concepto moderno de violencia es exclusivamente humano, el cual atraviesa el surgimiento del Estado y sus aspectos políticos en términos jurídicos y de derecho, que surgen por contrato “social”. La violencia existe en su pluralidad y cualidad múltiple, es decir, nos acercamos a las violencias. Lo que implica la exigencia a la comprensión del entrecruzamiento histórico, filosófico y cultural para explicar su volatilidad más allá de su componente de legalidad y de derecho. Por su parte, desde un planteamiento de orden filosófico, Oxana Timofeeva puntualiza que entre los distintos tipos y significados de violencia podemos referir a la violencia que surge de los grupos que se rebelan contra la opresión, la cual no se describe como el intercambio de lugares con la misma fórmula. Es decir, quienes se revelan no reproducen la misma violencia que produjo la rebelión ni se describe con el mismo lenguaje, sino al contrario, abre nuevas formulaciones en la proximidad de una nueva dimensión utópica. Al mismo tiempo, acota que una de las violencias que explica Walter Benjamin es aquella que no tiene propósito y se concibe como pura manifestación, como es el caso de la huelga general revolucionaria que cita de Sorel (Timofeeva, 2022). En este sentido, la violencia, como pura manifestación, no se subordina a nadie fuera de ella. …aparece[n]como una revuelta, pura y simple, y no hay lugar reservado para los sociólogos, para la gente de moda que está a favor de las reformas sociales ni para los intelectuales que han abrazado la profesión de pensar para el proletariado. (Benjamin, p.190) Una vez que se institucionaliza (técnicas, normas y ritos) la violencia es convertida en fuerza creadora. Blair atribuye esta cualidad a una visión antropológica de la violencia, que puede problematizarse respecto a lo que Walter Benjamín plantea: Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por si misma a toda validez; pero de ello se desprende que toda violencia como medio, incluso en el caso más favorable, se halla sometida a la problematicidad del derecho en general. (Benjamin 2008) El resultado de esta problemática es que “todo contrato conduce a la violencia”, porque siempre dichos firmantes contraen la disposición de que, quien no respetarse el contrato, se verá enfrentado a una sanción jurídica mediante la violencia (Benjamin, 2008, p. 184). El discurrir benjaminiano nos aproxima a la complejidad misma de la violencia y su carácter contradictorio en las sociedades regidas por un estado moderno, de alguna manera es la serpiente que se muerde la cola, ya que el marco en que se mide y define la violencia, aun como violencia mítica o violencia divina, es el poder que establece el contrato social inscrito en las regulaciones del Estado moderno y el derecho romano. Sin embargo, me interesa detenerme en el momento en que Benjamin describe la violencia mítica como una manifestación pura y como una violencia que instituye a diferencia de la violencia divina que castiga y alecciona. Así la define Benjamin: …violencia sangrienta sobre la desnuda vida en nombre de la violencia; [mientras] que la violencia divina es violencia sobre toda vida, en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta. (Benjamin, 2008, p. 199) Es en este cruce que la violencia como manifestación se liga con los mitos, pero al mismo tiempo se plantea como un acto que puede someterse a la crítica porque no es un medio para un fin. Su relación con los mitos y su cualidad instituyente supone una variación crítica sobre lo establecido, no meramente un carácter aleccionador a priori, que reprueba lo que sale de la normativa del Estado. Lo que quiero señalar es que la muerte —mediante las actuales políticas de guerra y exterminio en el mundo difiere de las comunidades putrefactas— en su estado de transgresión nos rodea permanentemente, lo que nos lleva a traer al centro la problemática múltiple de la vulnerabilidad de los cuerpos. Para un cierre momentáneo traigo a cuenta nuevamente la potencia mítica de los ñahñuh, no como un placebo histórico o poético, sino como un extrañamiento: los muertos ejercen un control social sobre los vivos (Galinier, 1990). Mi interés por reconsiderar la noción y prácticas de la comunidad desde la sensibilidad de la putrefacción está ligado a reconocer dinámicas desequilibradas, dolorosas, contradictorias, antiproductivas y vulnerables más allá del reconocimiento de identidades o cuerpos diferentes. Identificar que quizás en los límites propios de este texto y de las prácticas generalizadas de colectividades digitales y ausentes su aplicación —momentáneamente— no tenga un dónde. Porque tan higiénicos y solitarios que somos, la putrefacción y la muerte todavía no puede revelarse desde su proliferación en todo lo existente. Referencias bibliográficas Álvarez González, E., & Moreno Linde, M. (2022). 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