“El duelo es el fin de la soledad”. Muerte y lengua en 
Los muertos indóciles (2019) de Cristina Rivera Garza “Mourning is the end of solitude”. Death and language 
in Cristina Rivera Garza’s Los muertos indóciles (2019) “Wañushkakpika llaki nanaymi sapallay kayta tukuchin”. Cristina Rivera Garzapa (2019 watapi) Wañuypash, shimipash rikurin Manakasuk Wañushkakunapi Lucila Navarrete Turrent lucilanavarrete@gmail.com ORCID: 0000-0002-9448-563X Universidad Autónoma de Coahuila. (Saltillo. México) Revista Sarance 
ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718 
Fecha de recepción: 23/04/2025 Fecha de aceptación: 06/05/2025 

Cita recomendada: Navarrete Turrent, L. (2025). “El duelo es el fin de la soledad” Muerte y lengua en Los muertos indóciles (2019) de Cristina Rivera Garza. Revista Sarance, (54), 107 - 124. DOI: 10.51306/ioasarance.054.06 ..................................................................................................................

Resumen En este trabajo, examino los aportes teóricos que la escritora mexicana Cristina Rivera Garza desarrolla en Los muertos indóciles. Necroescrituras y deseapropiación (2019), en particular los que atañen a la relación entre escritura y muerte, a las nociones de “autor” y “desapropiación”, ideas que proponen otras formas de escritura, otra lengua incluso, que responde a una realidad de sumo violenta. Para ello, primero reparo en la relevancia de un pensamiento oscilante entre el ámbito periodístico y el espíritu ensayístico en este proyecto teórico de Rivera Garza, especialmente en términos de una toma de postura con respecto a la palabra. En segundo lugar, exploro los cuestionamientos que ponen en crisis las nociones de “autor” y “literatura”, para colocar el acento en escrituras que resisten a entornos deshumanizadores. Por último, defiendo la idea de que, en diálogo con la pensadora norteamericana Judith Butler, así como otros autores provenientes de la tradición crítica, Rivera Garza apuesta por la articulación de una lengua otra desde y para los muertos, una lengua para procesar el duelo y colectivizar la palabra. Palabras clave: muerte; lengua; duelo; escritura; desapropiación ................................................................................................................. Abstract 
In this paper, I explore the theoretical contributions made by Mexican writer Cristina Rivera Garza in her work Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (2019), particularly those concerning the relationship between writing and death, the notion of “author” and “desapropiación” (disappropriation). These notions propose alternative forms of writing—and even an alternative language— that respond to an atrocious reality. First, I examine the relevance of a mode of thought that oscillates between journalism and the essayistic spirit of Rivera Garza’s theoretical project, especially as it entails a stance on the act of speaking. Secondly, I explore the challenges that destabilize conventional understandings of “author” and “literature”, placing emphasis on writings that resist dehumanizing environments. Finally, I argue that, in dialogue with American philosopher Judith Butler, as well as other authors from the critical tradition, Rivera Garza advocates for the articulation of a different language from and for the dead, a language capable of processing grief and collectivizing language. Keywords: death; language; grief; writing; disapprobation .................................................................................................................................. Tukuyshuk Kay killkaypimi alli rikuni imasha Mexicomanta Cristina Rivera Garza killkak warmi ashtaka yuyaykunata karan paypa Manakasuk Wañushkakunapa killkashkapi. Imasha killkaywan wañuywan pakta aparishkata alli rikunkapak munan paypa Wañuymantakillkay, Kichuymanta killkay(2019) pankakunapi, shinallatak imasha mayhan “killkak” kani ninkpipash ñapash paypa yachayta “kichuy” usharinalla nin. Chay yuyaykunami shuk shuk laya killkaykunata rikuchin, hatun llakikunapa shuk shimikunatapash mirachishpa killkanata rikuchin. Shinallatak Rivera Garzapa killkashkakunapika periodismo hawa, ensayo hawa achka yuyaykuna rikurin. Shinashpa payka riksichin imashalla shimita mirachishpapash killkanata. Katipika mayhan “killkak” kakmanta, “killkashkakunamanta” rimashpa shuk shuk llakikuna tiyakya alli yuyarinkapak munani, shinashpa rikunayan ima shimikunallatak mana sakirik shina shinchitukunahun yapa llaki pachakunapi. Puchukaypika Estados Unidosmanta Judith Butler yachakpa yuyaykunata, shinallatak shuk killkakkunapa yuyaykunata allikachinayan imasha Rivera Garza killkak wamika paypa killkaypi paktachin shuk shuk laya shimikunata shinallata wañushkakunapa shimikunata killkan, pay killkashka shimika imasha ayllu wañushkakpi llaki nanayta yallinata riman, payka shimita ñukanchik imasha tawkapurarishpa rimanatapash yachachin. Sapi shimikuna: wañuy; shimi; wañushkakpika llaki nanay; killkay; kichuy .................................................................................................................................. 
 La sociedad nos aliena, separa al productor de su producto, nos divide, nos excluye. La literatura trabaja en contra de eso porque la utopía es la reconciliación con la sociedad después de esa separación y la forma artística es un modo de la utopía de reconciliación con la sociedad, del sujeto o del individuo con el todo. La forma artística reconciliaría los opuestos, que están separados en la vida práctica y social. Josefina Ludmer (1985) 1. Aperturas En Los muertos indóciles. Necroescrituras y deseapropiación (2019), la escritora Cristina Rivera Garza apertura el libro con una serie de preguntas fundamentales: “¿Qué tipo de retos enfrenta la escritura en un medio donde la precariedad del trabajo y la muerte horrísona constituyen la materia de todos los días? ¿Cuáles son los diálogos estéticos y éticos a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?” (pp. 16-17). Los ensayos que conforman el volumen ofrecen algunas respuestas no conclusivas que despliegan una praxis relacionada con el lenguaje, la producción literaria y el cuestionamiento de su estatuto en un contexto convulso, marcado por la muerte, la impunidad y la violencia. Los ensayos, además, profundizan en una ética de la escritura y el quehacer de la crítica de cara a un Estado contemporáneo que “desubjetiviza; es decir, saca al sujeto del lenguaje, transformándolo de un hablante en un viviente” (Rivera Garza, 2019, p. 18); ese que pasmado ante la violencia apela más al diálogo y a la interrogación que al “imperio de la autoría” (Rivera Garza, 2019, p. 19). Lejos del carácter cientificista de las preguntas de investigación, la también autora de Nadie me verá llorar se sitúa en el corazón de un presente histórico que nos deja inermes, solos frente a un sistema voraz que todo lo convierte en mercancía; realidad que ya no puede ser abordada con discursos que apelan a la claridad. Esta característica orfandad del sujeto como consecuencia del debilitamiento del Estado y los procesos de neoliberalización que desde los años ochenta han privilegiado el libre flujo de mercancías por encima del cuidado de la vida y, por añadidura, suscitado la conformación de un Estado alterno —el de la delincuencia organizada en contubernio con la clase política—, permite diferenciar lo que alguna vez se denominó “literatura comprometida” de otras formas discursivas que convocan ya no al compromiso sino a una ética y un retorno al “otro”, entendido como semejanza. Recordemos que la llamada “literatura comprometida” marcó una época signada por la Revolución Cubana y los procesos de liberación de cuño socialista en los que el Estado aún cifraba la edificación de las utopías de izquierda. Hacia las décadas de los ochenta y noventa se hace ostensible el desfallecimiento del Estado como instancia garante de derechos, lo que condujo a la atomización de las luchas y su ramificación en diversas formas de activismo que tienen su correlato en la creación, así como en los usos sociales de las artes. La defensa escritural de Rivera Garza y la politización de su obra se inscriben en esta última clase de manifestaciones artísticas acompañadas por el activismo, cuyas demandas indagan en la incertidumbre que arrastra al sujeto contemporáneo a lidiar con la violencia, la impunidad y la muerte circundantes. Tomando en cuenta este horizonte, Los muertos indóciles… forma parte de un proyecto más amplio en el que se da cita el ensayo y la crítica literaria, en el que se manifiesta el empeño por proponer categorías que, al tiempo que estudian formas discursivas relacionadas con el documentalismo, el trabajo colectivo y la crisis del “autor”, ponen a prueba una praxis que resignifica la función social de la escritura. Dolerse. Textos desde un país herido (2011) es el antecedente que inaugura el intento por acercarse, literatura mediante, a una sociedad que, como la mexicana, ha sido rasgada en lo profundo por el crimen organizado y la incapacidad del Estado para contener el horror del que sus instituciones también participan. Con / dolerse. Textos desde un país herido (2015), constituye un segundo ejercicio, esta vez coral, que hace eco de Dolerse…, en el que múltiples autores, como Yásnaya Elena Aguilar Gil, Roberto Cruz Arzabal, Mónica Nepote, Sara Uribe, entre otros, escriben textos híbridos para procesar el dolor, la guerra, la memoria y la violencia. Como dice Rivera Garza en el inicio, el volumen manifiesta un tipo de “práctica de la comunalidad generada en la experiencia crítica con y contra las fuentes mismas del dolor social que nos aqueja, que nos agobia, que acaso también nos prepare para alterar nuestra percepción de lo posible y lo factible” (2015, p. 5). De modo que Los muertos indóciles…, corona un tipo de pensamiento preocupado por los usos del lenguaje. En sintonía con Theodor Adorno, Rivera Garza toma distancia aquí de la instrumentalización de la palabra; se aleja de la “transparencia del lenguaje o de la idea de éste como mero vehículo de significado” (2019, p. 18) para ir en busca de otra gramática que rechace las nociones de objetividad y referencialidad. Se trata de edificar un lenguaje otro, esto es, entretejer una crítica de la significación formalmente establecida, incluyendo la literaria, con la intención de abordar el problema de la rasgadura colectiva, producto de la muerte en condiciones de extrema violencia. Para ello discurre en torno a las nociones de “necroescritura” y “desapropiación”, que invierten el mandato de la abstracción categorial para dirigirse hacia la duda y la interrogación, hacia al diálogo apasionado con diversos autores, entre quienes destaca la pensadora feminista Judith Butler y su trabajo: Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (2006). En lo que sigue, me aproximaré a los aportes que hace Rivera Garza sobre la relación entre escritura y muerte, entre la noción de “autor” y “desapropiación”, y así proponer otras formas de escritura, otra lengua, incluso en extrema proximidad con una realidad atroz. Para ello, primero reparo en la relevancia de un pensamiento oscilante entre el ámbito periodístico y el espíritu ensayístico del proyecto de Rivera Garza. En segundo lugar, exploro los cuestionamientos que ponen en crisis las nociones de “autor” y “literatura”, para colocar el acento en las escrituras que resisten o emergen en entornos deshumanizadores. Por último, defiendo la idea de que, en diálogo con la pensadora norteamericana Judith Butler, así como otros autores provenientes de la tradición crítica, Rivera Garza apuesta por la articulación de una lengua otra desde y para los muertos, una lengua para procesar el duelo y colectivizar la palabra. No pretendo agotar todo lo explorado en Los muertos indóciles; hay ideas nodales que, por cuestiones de espacio no desarrollo aquí. 2. De la columna periodística a la teoría como praxis En el proemio “Gratulabundus” de Los muertos indóciles, Rivera Garza aclara que los textos que conforman el volumen se concibieron inicialmente para la columna semanal “La mano oblicua” del diario Milenio. “En el paso del periódico al libro, sin embargo, ninguno de esos textos ‘originales’ quedó intacto. Algunos fueron reescritos en parte; otros en su totalidad” (2019, p. 11), aclara la autora, al tiempo que agradece haberlos escrito “junto con y a partir del trabajo imaginativo de otros” (2019, p. 11), esto es, como parte de un ejercicio de celebración que otorga la palabra compartida. Este dato en clave periodística no es menor. Como plantea Federico Campbell, “la columna lleva implícita la personalidad literaria de su autor. [...] [E]s una reflexión: un razonamiento, y de todos los géneros periodísticos es el que más se parece, toda proporción guardada, al ensayo literario que sigue la tradición de Miguel de Montaigne” (2002, p. 91). Se trata de una tradición discursiva en la que prevalece el diálogo con lecturas, objetos, personas… en síntesis, con un archivo personal. El ensayo, ese territorio movedizo que ha sido ampliamente investigado por Liliana Weinberg, supone siempre un punto de vista, una interpretación y explicación, una forma específica de decir y mirar (2009, p. 22). Desde Montaigne, el ensayista se sitúa en el ámbito público y en el privado al mismo tiempo, por lo que su naturaleza “apunta permanentemente a un más acá y un más allá de su propia organización textual, ligado tanto a las condiciones concretas de producción del texto como al horizonte de sentido en que se inscribe” (Weinberg, 2009, p. 126). De ahí que la doble matriz —periodística y ensayística— del proyecto de Rivera Garza responde a la vivencia radical de una realidad deshumanizada y cruenta que emana del horror que particularmente ha atravesado a México desde la llamada “guerra contra el narco”, una contienda que ha cimbrado al país desde el año 2006. En la “Introducción” a Dolerse… la escritora comienza remitiéndose a lo que le ha significado enfrentarse a diario a las imágenes de prensa que retratan cuerpos descuartizados o colgados bajo los puentes: “Es difícil, por supuesto, escribir de estas cosas. Es más, acciones como la descrita anteriormente son llevadas a cabo, de hecho, para que no se pueda hablar de ellas. Su fin último es causar la parálisis básica del horror” (Rivera Garza, 2011, p. 11). La escritora advierte, en un gesto programático, que “luego de la parálisis de mi primer contacto con el horror, opto por la palabra. Quiero, de hecho, dolerme. Quiero pensar con el dolor, y con el dolor abrazarlo muy dentro, regresarlo al corazón palpitante con el que todavía tiembla este país” (2011, p. 17). En principio, el lugar de enunciación es el México rasgado, pero el ámbito de reflexión es un espacio más amplio cooptado por el horror contemporáneo. Me interesa subrayar el tipo de discurso que edifica la escritora en extrema proximidad con la realidad histórica, ya que en más de un sentido emana de tradiciones marcadas por la urgencia, la preocupación social y el deseo de interrogar sobre el papel de la escritura. Con sus debidos matices, podríamos rastrear esta clase de prosa hasta José Martí, quien en sus discursos —entre ellos el clásico Nuestra América (1891)— advertía sobre los riesgos de la expansión estadounidense, y hacía un llamado a los pueblos de América a actuar ante la inminente imposición del imperialismo sobre nuestras tierras y culturas. No en vano Martí fue un escritor que esencialmente escribió para la prensa; el uso de la palabra con fines políticos y pedagógicos debía ocupar el espacio público que le garantizaba el diario, como fue el caso de La Nación, de Argentina, para el que fue corresponsal. En Notas sobre la inteligencia americana, Alfonso Reyes reparaba en el hecho de que el escritor en América tiene “mayor vinculación social, desempeña generalmente varios oficios”; su inteligencia “está más avezada al aire de la calle” (1997, pp. 85-86), una “inteligencia” que suele entregar una literatura de factura distinta a la del libro. La condición sine qua non de la literatura latinoamericana es su función social, por lo que los géneros tienden a ser más porosos, más volcados a ocupar el espacio público y, por lo tanto, abiertos a las circunstancias sociales. Es por eso que en el ensayo, dice la investigadora Liliana Weinberg, suele haber “una continua remisión al momento de la enunciación” (2009, p. 23). El hecho ensayístico “apunta a la situación de despliegue del acto de pensar y por la otra conduce a su representación” (2009, p. 24): a la puesta en escena de un “yo” pensante; sólo así se puede “vincular el acontecimiento singular con la explicación generalizadora”, dice Weinberg (2009, p. 24). Esta característica distancia al género de una modalidad de discurso que tiende a la pureza y la abstracción; el ensayo está en las antípodas del tratado filosófico y el discurso científico atemporal. Enfatizo lo anterior porque la apuesta de Cristina Rivera Garza se preocupa fundamentalmente por el presente. La escritora tamaulipeca articula una praxis: una forma particular de obrar con respecto al mundo y sus objetos. En otras palabras, contribuye a una teoría crítica, tal como se establecieron sus bases en las Tesis sobre Fauerbach (1845) de Marx: no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo. Si el Estado “puede convertirse en una máquina de guerra en sí mismo” (Rivera Garza, 2019, p. 18), en una instancia en la que se entrecruzan el crimen organizado, los cuerpos policiacos y militares —que en su conjunto participan de las mutaciones propias del sistema capitalista, la explotación y el ejercicio de poder sobre la vida y la muerte— entonces la respuesta que ofrece Rivera Garza versa en dirección opuesta a la mercantilización de la escritura y a la entronización del individuo creador. Por eso discurre ampliamente en torno a las experiencias colectivas que pongan en crisis el estado actual de los lenguajes. En la era del “semiocapitalismo”, dice, “¿pueden los escritores imaginar y producir una práctica lingüística capaz de generar un mundo alternativo a la dominación del capital?” (Rivera Garza, 2019, p. 36). Esta inquietud se acerca a la visión adorniana del ensayo, cuya matriz es la retórica, esa “que la mentalidad científica, desde Descartes y Bacon, quiso hacer frente, hasta que, con mucha consecuencia, acabó por rebajarse en la era científica (…) a la ciencia de la comunicación” (1962, pp. 32-32). Y es que justo la comunicación, el discurso directo libre, el tiento y la conversación definen la poética y la ética de Los muertos indóciles…, libro que variablemente versa en torno al duelo y al derecho colectivo a procesar la muerte; pero asimismo constituye un llamado al escritor, en la medida que “no tiene una responsabilidad con los otros; tiene una deuda con los otros” (Rivera Garza, 2019, p. 110). 3. ¿Literatura?, (necro)escrituras En el “Prefacio” a Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, la filósofa norteamericana Judith Butler se pregunta por las alternativas políticas y reflexivas ante la creciente vulnerabilidad y agresión que se experimentó tras el ataque a las Torres Gemelas en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001. “El hecho de que puedan hacernos daño”, plantea Butler, sin duda “es motivo de temor y dolor” (2006, p. 14), pero para detener la espiral de la violencia “hay que preguntarse qué debe hacerse políticamente” (2006, p. 14), cómo pensar los privilegios del Primer Mundo y concebirse como parte de una comunidad global. Me interesa especialmente recuperar la preocupación de Butler sobre el duelo y la pérdida, sobre la experiencia de indefensión como consecuencia de la violencia, en el sentido que, en el panorama geopolítico, nociones como “terrorismo” y “guerra” condicionan la importancia de ciertas vidas por encima de otras. “Hay formas de distribución de la vulnerabilidad”, dice Butler “formas diferenciales de reparto que hacen que algunas poblaciones estén más expuestas que otras a una violencia arbitraria” (2006, p. 14). Un problema de esta naturaleza recae, también, en una semántica que define los contornos de lo “humano” como sinónimo de occidental (Butler, 2006, p. 59). ¿Quién puede lamentar la desaparición o la muerte de una persona que es “nadie”?, se pregunta la filósofa para después profundizar en una inquietud ontológica: “¿Cuál es la relación entre la violencia y esas vidas consideradas ‘irreales’, inexistentes? ¿La violencia produce irrealidad? ¿Dicha irrealidad es condición de la violencia?” (Butler, 2006, p. 60). Los musulmanes no necesariamente están relacionados con Al-Qaeda, entonces ¿por qué acosan a miles de árabes, algunos de ellos residentes norteamericanos?, se pregunta Butler en el marco de la creciente lucha contra el “terrorismo” posterior al ataque de las Torres Gemelas, lo que supuso, entre otros actos, “la suspensión sin precedentes de las libertades civiles para los inmigrantes ilegales y los sospechosos de terrorismo” (Butler, 2006, p. 27). Si la violencia produce “irrealidad”, significa que imprime borraduras, impone silencios, zonas grises en las que la palabra ha sido vedada en el espacio público, para finalmente dejar de nombrar lo que ocurre, para despojar de lenguaje a los “nadie”. De ahí que uno de los puntos de partida de Butler sea plantear que la vulnerabilidad humana “no puede ‘discutirse’, en tanto funciona como límite de lo argumentable” (2006, p. 45). Lo que resta es explorar en las fronteras de lo decible y lo indecible: estirar la reflexión ahí donde el Otro es un espectro porque no se le ha concedido su realización, mucho menos su derecho a ser lamentado por quienes lo sobreviven. Un Otro que pasa por el uso público de la palabra, como la que utiliza la prensa cuando “un cuerpo sin vida sobre suelo afgano no se lo presenta como parte del horror de la guerra, sino sólo al servicio de una crítica de la capacidad militar para apuntar correctamente” (Butler, 2006, p. 30). En este mismo sentido podemos trasladar la borradura del “otro” a lo que ocurre con tantísimas mujeres víctimas de feminicidio, o con la violencia de acero que se impone sobre la diversidad sexogenérica, o la lógica genocida en contra de aquellos pueblos que buscan su autodeterminación, pero son negados y reprimidos —como el caso palestino o el de las comunidades indígenas en América Latina, que suelen habitar lugares estratégicos para la extracción de bienes o el flujo de mercancías al servicio de los grandes capitales—. La reflexión de corte ontológico de Butler sirve para adentrarse en el diálogo que Rivera Garza entabla con la pensadora norteamericana. Para Butler, el duelo supone, más que la sustitución del objeto perdido —como supondría Freud—, la aceptación de “que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre” (2006, p. 47); un cambio que reside en la resemantización del “nosotros”, esto es, cobrar conciencia del “¿qué ´soy’ sin ti?” (p. 48) y de la experiencia radical de que el “yo” desaparece, se fractura ante la ausencia del otro. Rivera Garza traslada este planteamiento al plano de la escritura para cuestionar, primero, la noción de autor y literatura ante el hecho de que, pensar la muerte y procesar el duelo implica, sobre todo, remitirse a un “nosotros” y, por lo tanto, despojarse de la idea del “dominio propio”, de la propiedad autoral y su correlato en la mercantilización de los discursos. Si no hay un “yo” sin un “tú”, entonces el lenguaje tendría la capacidad de expresarlo, de enrarecer la “autonomía” del sujeto hablante, del individuo y, más específicamente, el individuo creador, entendido este como aquel capaz de crear sin dependencia de la sociedad. Al respecto, Michel Foucault advierte que la noción de “autor” culmina “la individualización en la historia de las ideas, de los conocimientos, de las literaturas, en la historia de la filosofía también, y en la de las ciencias” (2010, p. 10). Se trata de un principio ordenador que concede sentido y unidad a un conjunto de textos referidos a una identidad, una firma que autoriza, al tiempo que representa un sistema de valores (Foucault, 2013, pp. 29-32). Esta particularidad, de acuerdo al filósofo francés, aparece en el momento que “se instaura el régimen de propiedad para los textos” (2018, p. 22), cuando nacen las relaciones editoriales hacia fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX en Europa occidental. Es así como emerge la profesión literaria y sus respectivas relaciones vinculadas a la producción y propiedad de los textos. Por esta razón, la idea de “literatura” está fuertemente asociada al libro escrito y, asimismo, a la idea de “saber”, de “gusto” y “sensibilidad”, como señala Raymond Williams; criterios que dotan de sentido a “lo literario” a partir del Romanticismo (2009, p. 69). La teórica argentina Josefina Ludmer señala, en esta misma línea, que a partir de Kant se patentiza una ideología en la literatura “que para algunos hoy todavía tiene vigencia” (2015, p 48), en la que el artista es concebido como un “creador”, un “genio inspirado”, cuyo estatus espiritual es diferenciado en virtud de una “genialidad” que legitima tanto la organicidad como la trascendencia de su obra. En este camino ideológico, la experiencia de lectura se reduce a un acto de contemplación, al solaz que edifica al espíritu (Ludmer, 2015, p. 49). Desde este horizonte, ¿cómo podemos pensar la literatura, y más concretamente la escritura lejos de la semántica de un “saber culto”, del halo del genio creador? Si desde el Romanticismo la profesión literaria se ha sujetado a la lógica del valor de cambio, ¿cómo podemos concebirla hoy si, además, la escritura se ha puesto al servicio del libre flujo de información, de la monetización de toda palabra que deja huella en la virtualidad? ¿Cómo pensar sus “usos” en el seno de una sociedad profundamente desgarrada? Los muertos indóciles... sostiene una postura programática al respecto: propone una poética que en su seno sea dialógica, una concepción de escritura procesual que desplace a la autoría — autoreferida— por “la función del lector, quien, en lugar de apropiarse del material del mundo que es el otro, se desapropia” (Rivera Garza, 2019, p. 19). Una práctica que se lleva a cabo “en condiciones de extrema mortandad y en soportes que van del papel a la pantalla digital” y se le denomina “necroescritura” (Rivera Garza, 2019, p. 19). Para la pensadora tamaulipeca, las necroescrituras son, por definición, desapropiacionistas porque reconocen que escribir es producto de un trabajo artesanal y colectivo; que el lenguaje es un material dócil que se comparte y construye. Estas escrituras habitan dentro del sistema pero resisten a él, utilizan el lenguaje condicionado por el capitalismo, pero su ethos es singular: implican al lector y desestabilizan los géneros al organizar otras formas de escritura-lectura. Las necroescrituras ponen en funcionamiento ese sentido democrático del que habla Walter Benjamin en El autor como productor: “la persona que lee está lista en todo momento para volverse una persona que escribe [de modo que] la competencia literaria no descansa ya en una educación especializada sino en una formación politécnica: se vuelve un bien común” (2004, p. 30-31). Hay todavía en las necroescrituras una apuesta por la palabra y su materialización en libro impreso —entendido como la forma convencional asociada a la literatura escrita—, a pesar de servir a la lógica del copy y el Big data. Después de todo, la palabra es generosa, abre caminos para encontrarnos, para descubrir esa libertad a la que Jacques Derrida refiere en Esa extraña institución llamada literatura; aunque la literatura es una “institución histórica con sus convenciones, reglas, etc.”, también es una “institución ficticia que en principio confiere el poder de decirlo todo, de liberarse de las reglas, de desplazarlas, y por consiguiente de instituir, de inventar e incluso de arrojar sospechas sobre la tradicional diferencia entre naturaleza e institución, naturaleza y ley convencional” (Derrida, 2017, p. 118). Esta concepción de la literatura-escritura, fuertemente asociada al ámbito autobiográfico, como anota Derrida, para Rivera Garza adquiere pleno sentido en obras como La amante de Wittgenstein de David Markson, en la que, a propósito de una reflexión de Peter Sloterdijik, concluye que el arte es, primero, testimonio y luego creación, primero expresión y luego producción: “sin ese tatuaje primigenio que pone en movimiento al lenguaje, que ‘con-mociona’ al lenguaje, el arte sólo ‘será ejemplo de transmisión de una miseria brillante’, es decir, una impostura” (Rivera Garza, 2019, p. 50), pues en el germen de la escritura estaría el hecho de “dar cuenta de sí mismo” —a propósito del libro homónimo de Butler—, porque el “Otro”, su miseria, marginación y silenciamiento me han interpelado. Dar cuenta de sí mismo, dice la escritora, conlleva desplazar el “canto del yo lírico” para abrirle paso a la “excursión por la opacidad que eres tú en mí” (Rivera Garza, 2019, p. 50). En esta misma senda, Rivera Garza entabla una conversación sobre la artista punk Kathy Acker, autora de Aborto en la escuela, quien desafía todas las convenciones de la institución literaria para experimentar la escritura de manera radical, al apostar por un realismo que sea capaz de registrar exhaustivamente lo que acontece en el interior y el exterior del sujeto, esto es, su locura. Haciendo uso del montaje, como el copy-paste y la alteración de textos ajenos al intercambiar la primera y tercera personas del singular, Acker, dice Rivera Garza, dinamitó “al viejo Dios de la identidad compacta y sin fisuras asociadas a nociones convencionales de autoría y género literario” (2019, p. 107). Las premisas centrales de Los muertos indóciles descansan en la elección cuidadosa de autores sui géneris, como los mencionados Markson y Acker, así como James Agee y Rodrigo Rey Rosa. Estos últimos trabajan con objetos y documentos, es decir, con archivos que hagan posible “encarnar el material humano” y “colocar el acento sobre el aspecto procesual de toda obra” (Rivera Garza, 2019, pp. 120-121) lejos de la concepción del libro como objeto acabado. En las obras de estos escritores se manifiesta un enrarecimiento de la institución literaria; se hace ostensible una de las máximas de Walter Benjamin vertidas en El autor como productor: ¿Cuál es la posición y la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de una época dada? (2004, p. 24). La crítica, sostiene el filósofo alemán, no supone una mera denuncia, una descripción de las relaciones de producción; no basta con ser espectador, es necesario intervenir recurriendo a un uso lúdico de la técnica para activar esa función de la técnica que no someta al individuo sino, más bien, lo libere, le devuelva, como suponía Marx, su humanidad. “Encarnar el material humano” significa, así, revelar la vital relación entre quien escribe y los diferentes procesos de escritura, archivación, ensamblaje y uso de tecnologías para estos fines; evidenciar los pormenores de ese laboratorio en el que ocurre la artesanía de la escritura a través del tiempo. En ningún sentido es “el archivo del realismo decimonónico”, ya que este “pretendía dar cuenta de lo que pasó realmente” (Rivera Garza, 2019, p. 122) y estatuir verdades concluyentes, sino un “archivo del realismo extremo que ocurre cuando el peligro del presente lo ampara con la luz de velas titubeantes o con rayos del todo efímeros” (Rivera Garza, 2019, p. 122). Asimismo, Rivera Garza pone en marcha la poética sobre la que teoriza, articulando una praxis a partir del fundamento que es “dar cuenta de uno mismo [que] en este caso no constituye un acto superfluo de exhibición personal, sino una estrategia retórica y moral que liga, diríase que de manera indisoluble, la idea profesada y la vida vivida” (2019, p. 50). El primer intento de remover los cimientos de la institución literaria, de poner en crisis los géneros y las disciplinas de la Historia y la Literatura se concreta en su primera novela publicada: Nadie me verá llorar (1999). En esta se dispone una narración a partir de historias clínicas de pacientes del manicomio La Castañeda que se remontan a la época del porfiriato. La memoria, la fotografía, los expedientes y el dolor detonan una escritura que trabaja con la locura y las zonas opacas que la constituyen. El texto se empeña en darle significado a esa “irrealidad” a la que refiere Butler, esa “distribución diferencial del dolor que decide qué clase de sujeto merece un duelo y qué clase de sujeto no; produce y mantiene ciertas concepciones excluyentes de quién es normativamente humano: ¿qué cuenta como vida vivible y muerte lamentable?” (2006, p. 16-17). En esta misma clave está escrito Autobiografía del algodón (2020), libro en el que un conjunto de documentos dispersos, públicos y privados, de relatos y memorias, hacen posible lo imposible: articular la voz de un bien histórico, una planta que es, al mismo tiempo, una memoria colectiva y una red de trayectos por la geografía del norte de México. Nada parecido a una prosopopeya, a un trabajo con la ficción hay en esta “autobiografía”; lo que sostiene el proyecto es llevar al límite el lenguaje con la intención de escuchar desde lo ultraterrenal, desde un pasado que sólo puede emerger al recuperar y componer las huellas dispersas en diferentes sitios y en la memoria de las personas. La obra pone en funcionamiento un “modo etnográfico de historiar”, como la propia autora lo denomina: hace uso de estrategias narrativas que se apartan de formas académicas para abrirse a las posibilidades dialógicas del diario de campo, el collage y el “constructo multivocal” (Rivera Garza, 2019, p. 140). 4. Una otra lengua como “un modo de ser para otro, a causa del otro” A modo de discusión final, quiero subrayar la importancia del proyecto teórico de Cristina Rivera Garza para pensar las escrituras en el siglo XXI —que son de todxs—. En palabras de Michel Onfray, su trabajo da cuenta de una manera de amar y servir a la literatura, “para hacerla más eficaz, más acerada, para purificarla de sus escorias y sus defectos” (2002, p. 221), para avanzar hacia teorías practicables, que no disocien las premisas de los actos. He aquí una dimensión profundamente ética de la literatura-escritura, que se apega a eso que Onfray llama la “hora del filósofo consecuente” y que comprende una “reconsideración positiva de la tradición, un quehacer irreverente y, por lo tanto, autocrítico (2002, p. 221-222). En este tenor, Cristina Rivera Garza entrega una obra que, en un acto deliberado de irreverencia, reformula la herencia y la institución literarias, además sostenida en la fórmula desapropiacionista, lo que supone una concepción del lenguaje como prueba material de una interdependencia mutua. Lo anterior es seminal por dos razones relacionadas con la centralidad que tiene el lenguaje en la obra de Rivera Garza; razones que quiero discutir para aquilatar los aportes epistémicos vertebrados por la autora en términos de las posibilidades que tienen para estudiar una amplia zona de los fenómenos literarios que han proliferado a lo largo del siglo XXI. La primera está relacionada con la naturaleza del lenguaje en la era del capitalismo, en el sentido que, como explica Bolívar Echeverría a propósito de La ideología alemana de Marx, “existe una subordinación técnica del proceso de la vida social, del proceso de producción, distribución y consumo de los bienes, al proceso de valorización del capital” (2012-2013, p. 79). Significa que “las loas a la estructura capitalista de la sociedad, las están cantando las cosas mismas” (Echeverría, 2012-2013, p. 79). El filósofo ecuatoriano sostiene que “El código lingüístico con el que hablamos [...] no es un código libre” (2012-2013, p. 79). La lengua no está en pureza porque el sistema imprime “una connotación procapitalista a todo el proceso comunicativo” (2012-2013, p. 80). Marx, dice Echeverría, inaugura así un nuevo discurso “científico-crítico” “que hace posible reconocer la realidad de lo que es la producción” (2012-2013, p. 81). La manera de elaborar una crítica al interior de dicho lenguaje, dice el también autor de La modernidad de lo barroco, implica cobrar conciencia de que la vida moderna, la vida capitalista “no vive una normalidad”. Hoy, su disfuncionalidad se hace patente en las mujeres víctimas de feminicidio, en los desaparecidos, en los asesinados por el crimen organizado, en los desplazados y migrantes, en las negligencias sistemáticas de un Estado neoliberal que sirve a los intereses de los grandes capitales, e impone silencios con “verdades históricas”. En la apuesta por la palabra ensayística, en las intervenciones periodísticas, en los ejercicios de escritura colectiva y la indignación que atraviesa el quehacer de Rivera Garza, aunado a la crítica rigurosa a nociones como “autor”, “propiedad” y “obra literaria”, como expliqué con anterioridad, hay un programa que devela precisamente la disfuncionalidad del sistema. Por esto, la escritora urge a hacer una revisión del “estado de las cosas y del estado de los lenguajes” y así poder emprender una “producción textual que, alerta, emerge entre máquinas de guerra y máquinas digitales” (Rivera Garza, 2019, p. 28). La pregunta que deviene es: ¿cómo florece otro lenguaje cuando este ha sido cooptado por el sistema? Entonces hace eco la tradición transgresora que emana de Calibán, metáfora tan cara a los Estudios Latinoamericanos. A Calibán, personaje de La Tempestad, de Shakespeare, esclavizado por Próspero, le es arrebatada su lengua materna y es instruido y sometido en la lengua del colonizador; sólo le resta utilizarla, deformarla, para maldecir a su amo. La transgresión permite correr el velo y germinar a partir de la rabia. La selección de autores de la que he hablado anteriormente, así como la misma obra literaria de Rivera Garza, bien pueden leerse en clave calibanesca. De tal forma que, cuando nos preguntamos cuáles vidas importan, qué produce irrealidad, como lo reclama Butler en Vida precaria..., habría que buscar respuestas en el proceso comunicativo. La pérdida, el duelo, no necesariamente son de índole privado, insiste Butler: “el duelo permite elaborar en forma compleja el sentido de una comunidad política” (2006, pp. 48-49). Constituye la posibilidad de poner en primer plano la reflexión sobre el “nosotros”, sobre el “¿qué soy sin ti?”: una “desposesión” o “modo de ser para otro o a causa del otro” (p. 50). Rivera Garza hace suya esta lectura al reclamar: “cuando no sólo unas cuantas vidas sean dignas de ser lloradas públicamente, cuando el obituario se convierta en una casa plural y alcance a amparar a los sin nombre y a los sin rostro” (Rivera Garza, 2019, p. 136). Entonces, al volvernos más vulnerables por el duelo, volveremos a ser más humanos (Rivera Garza, 2019, p. 136). Mientras eso suceda, resta habitar la casa de una lengua franca, una lengua limítrofe que permita comunicar el mundo de los vivos con el de los muertos; erigir una lengua que emerge de la mudez porque la pérdida conduce, antes que nada, al silencio y, después, a la vacilación del relato. Esto me permite cerrar con lo que considero el segundo gran aporte que Rivera Garza hace sobre el lenguaje, y tiene que ver con la oquedad que sobreviene tras la pérdida, con la experiencia de indefensión y el hecho de que, como dice Butler, no basta con “un marco legal establecido por una versión liberal de la ontología humana” puesto que la legalidad no le “hace justicia a la pasión, a la pena y a la ira, a todo aquello que nos arranca de nosotros mismos” (2006, p. 51) o, peor, porque impera la ausencia de Estado de derecho. En este orden de ideas, El invencible verano de Liliana (2021), también escrito por Rivera Garza, entroniza la puesta en marcha de una necropoética que parte de la rabia, la culpa y el silencio. La obra reconstruye la vida de Liliana, hermana de Cristina y víctima de feminicidio en 1990, cuando aún no se había tipificado el delito, así como el proceso que condujo al victimario, Ángel González Ramos, a privar de la vida de una joven que deseaba estudiar y ser libre. La autora hace uso del montaje a partir del archivo privado de la víctima, de sus recuerdos y los testimonios de quienes la conocieron, en un arrebato de rabia ante la imposibilidad de hacerle justicia a su hermana al intentar reabrir el caso en las instancias de procuración de justicia. Como muchos “crímenes pasionales”, hoy tipificados como “feminicidios”, el caso quedó impune. “¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo?” se pregunta Cristina tras 30 años de silencio (2021, p. 24). “La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. [...] La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo” (Rivera Garza, 2021, pp. 24-25), es una prisión que no permite alzar la voz, hasta “que uno busca justicia”, increpa la autora en este libro profundamente autobiográfico en el que se despoja de sí misma para escuchar la voz de su hermana gracias a “siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales pintados de lavanda” (Rivera Garza, 2021, p. 48). Frente a las posesiones de Liliana se pregunta, finalmente: “¿Cómo puede una estar segura de que ahora sí es posible formular las preguntas y, sobre todo, que ya se está en condiciones de escuchar las respuestas?” (Rivera Garza, 2021, p. 49). En el diálogo con su hermana fallecida da lugar una especie de conjuro, eso que la autora define, desde su labor como historiadora, como el encuentro que coloca al lector del expediente frente a “la posición equívoca de esa larga eternidad que es la muerte” (Rivera Garza, 2019, p. 124). El lector de expedientes y documentos históricos experimenta “una conexión frágil pero real con los mundos ultraterrenos y des­conocidos y, acaso, incognoscibles, de los muertos” (Rivera Garza, 2019, p. 124). No se trata de ir en busca de la verdad, sino de vehicular el susurro de los muertos, de juntar los fragmentos de sus huellas dispersas pero, también, acompañarles en ese otro lugar, tal como lo hace Cristina cuando, escritura mediante, toma de la mano a su hermana para experimentar con ella el aborto que se realizó en la clandestinidad. Aunque no ocurrió en el pasado, sí toma lugar en esa otra lengua, enrarecida, en ese bardo que posibilita el tránsito entre los vivos y los muertos. Pienso, en este sentido, que la poética sobre la que discurre y crea Rivera Garza permite abordar uno de los fenómenos literarios de mayor relevancia en lo que va del siglo XXI, sobre todo en términos de sus alcances jurídicos. El empeño documentalista es una de sus características principales, lo que trasciende el mero proceso creativo, al nutrirse del trabajo de campo, testimonios, estudios periciales, expedientes públicos y privados, con la intención de disponer una composición coral que muestra las pruebas necesarias para desestabilizar las verdades oficiales y hacer justicia en respuesta a las negligencias institucionales, a la multiplicación de las fosas clandestinas y la producción de silencio e “irrealidad”. Referencias bibliográficas Adorno, T. W. (1962). El ensayo como forma. En Notas de literatura (pp. 11–36; M. Sacristán, Trad.). Ariel. Aguilar Gil, Y. E., et al. (2015). Con / dolerse. Surplus Ediciones. Benjamin, W. (2004). El autor como productor (B. Echeverría, Trad. y Pról.). Ítaca. Butler, J. (2006). Vida precaria: El poder del duelo y la violencia (F. Rodríguez, Trad.). Paidós. Campbell, F. (2002). Periodismo escrito. Alfaguara. Derrida, J. (2017). Esa extraña institución llamada literatura: Una entrevista de Derek Attridge con Jacques Derrida (V. Tuset, Trad.). Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, (18), 115–150. Echeverría, B. (2012–2013). La actualidad del discurso crítico. Contrahistorias. La otra mirada de Clío, (19), 77–86. Foucault, M. (2010). Qué es un autor (S. Mattoni, Trad.). El Cuenco de Plata. Foucault, M. (2013). El orden del discurso (A. González Troyano, Trad.). Tusquets. Ludmer, J. (2015). Clases 1985 (A. Louis, Ed. y Pról.). Paidós. Navarrete, L. (2023). Archivos del duelo: Literaturas de no ficción sobre feminicidios. En D. Hernández Castellanos (Coord.), La idea de los derechos humanos: Debates globales (pp. 206–229). Centro Nacional de Derechos Humanos “Rosario Ibarra de Piedra”. Onfray, M. (2002). Teoría del cuerpo enamorado: Por una erótica solar (X. Brotons, Trad., Pról. y Notas). Pre-Textos. Reyes, A. (1997). Notas sobre la inteligencia americana. En Última Tule. Obras completas (Vol. XI, pp. 82–90). Fondo de Cultura Económica. Rivera Garza, C. (2011). Dolerse: Textos desde un país herido. Surplus Ediciones. Rivera Garza, C. (2019). Los muertos indóciles: Necroescrituras y desapropiación. Penguin Random House. Rivera Garza, C. (2021). El invencible verano de Liliana. Literatura Random House. Weinberg, L. (2009). Pensar el ensayo. Siglo XXI Editores. (Obra original publicada en 2007) Williams, R. (2009). Marxismo y literatura (G. David, Trad.). Las Cuarenta.