Fragilidad, mortalidad y vulnerabilidad en la ontología de la vida: Hacia una propuesta de categorías biontológicas Fragility; Mortality; and Vulnerability in the Ontology of Life: 
Towards a proposal for Biontological Categories

Kawsaypa kanami kan fakirinalla, wañunalla, llakichinalla: 
Kay shimi yachaykunata biontología yachayman kimichishpa Samuel Ricardo Espinoza Venzor sricardoespinozav@outlook.com ORCID: 0000-0002-4706-6985 Universidad Nacional Autónoma de México. (Ciudad de México. México) Universidad Autónoma de Chihuahua. (Chihuahua. México) Revista Sarance 
ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718 
Fecha de recepción: 31/03/2024 Fecha de aceptación: 08/04/2024 

Cita recomendada: Espinoza Venzor, S. (2025). Fragilidad, mortalidad y vulnerabilidad en la ontología de la vida: Hacia una propuesta de categorías biontológicas. Revista Sarance, (54), 81 - 106. DOI: 10.51306/ioasarance.054.05 ..................................................................................................................

Resumen Este artículo aborda la fragilidad, mortalidad y vulnerabilidad como aspectos fundamentales de la ontología de la vida, proponiendo un marco de categorías biontológicas para su análisis. Se parte de la constatación de que la vida no puede entenderse únicamente en términos biológicos o funcionales, sino que requiere un enfoque ontológico que dé cuenta de su carácter precario y relacional. La fragilidad se presenta como una condición inherente a lo vivo, expresando su exposición al deterioro y la pérdida. La mortalidad, por su parte, no solo marca un límite temporal, sino que estructura la experiencia y las interacciones de los seres vivos. Finalmente, la vulnerabilidad se concibe como una apertura constitutiva a la afectación por el entorno, otros seres y procesos contingentes. Desde esta perspectiva, se plantea la necesidad de desarrollar categorías biontológicas que trasciendan la dicotomía naturaleza-cultura y permitan comprender la vida en su complejidad. Así, la biontología no solo interroga su estructura fundamental, sino que también permite una reflexión crítica sobre las condiciones que la hacen posible y las amenazas que enfrenta en el contexto actual. Palabras clave: fragilidad; mortalidad, vulnerabilidad; categorías biontológicas; ontología de la vida ................................................................................................................. Abstract The article addresses fragility, mortality, and vulnerability as fundamental aspects of the ontology of life, proposing a framework of biontological categories for their analysis. It begins with the premise that life cannot be understood solely in biological or functional terms but rather requires an ontological approach that accounts for its precarious and relational nature. Fragility is presented as an inherent condition of living beings, expressing their exposure to deterioration and loss. Mortality, in turn, is not only a temporal boundary but also a structuring principle of lived experience and interaction among living beings. Finally, vulnerability is conceived as a constitutive openness to being affected by the environment, by others, and by a contingent process. From this perspective, the article argues for the development of biontological categories that move beyond the nature–culture dichotomy and foster a more complex understanding of life. In doing so, biontology not only interrogates the fundamental structure of life but also enables a critical reflection on the conditions that sustain it and the threats it faces in the current context. Keywords: fragility; mortality; vulnerability; biontological categories; ontology of life .................................................................................................................................. Tukuyshuk Kay killkaypimi rimarin imasha fakirinalla, wañunalla, llakichinalla rimaykunaka kay kawsaypi imashalla kanami kan, chaymi kay shimi yachaykunataka Biontología yachayman kimichishpa alli yuyarikrinchik. Kay wawsaytaka mana biología yachaywanlla, mana shinapakmi nishpallaka rimanachu, ashtawankarin imapakta kaypi kawsanchik imashpa kaypi kawsanchik chay yuyaykunami kimirina kay kawsayta rikunkapakka, chaypika yachaykunaka wakinpika mana yapa rikurinkallachu wakinpika ashtaka mallkirishkapash kayta ushan. Fakirinalla nishpaka mana kawsaymanta kayka ñapash shikanyarinallachu kan, kaymi rikuchin imasha kawsaypash tukurinalla, chinkarinalla kan. Wañunalla yachayka ñukanchik kawsayta maykaman chayanata willachin shinallatak imashalla kawsanata, imashalla shukkunawan kanata yachachin. Llakichinalla nishpaka kay pachata, tukuy kawsaytapash, mana yuyarishkapipash ñapash nanachinalla kan nishpa ninahunchik. Chaymantami Biontología ukuman shimi yachaykunata kimichishpa kallarina, mana kawsaymantalla, allpamantalla rimanaka kan ashtawankarin tukuy imalla kawsak kakta rikuna kan. Shinami Biontología yachayka mana paypa yachaytalla kimichinka ashtawankarin alliyuyarina kan imakunallata kay kawsayta alliyachin, imallata llakichinkapak munahun. Sapi shimikuna: fakirinalla; wañunalla; llakichinalla; biontologíapa shimi yachaykuna; kawsaypa kana .................................................................................................................................. Introducción El presente trabajo tiene como objetivo demostrar que la mortalidad, la vulnerabilidad y la fragilidad son condiciones inherentes a todo ser vivo y, por lo tanto, a la existencia humana. Estas características no solo configuran la estructura fundamental de la vida, sino que también determinan la manera en que los organismos interactúan con su entorno, establecen vínculos y desarrollan estrategias de supervivencia. Frente a las tradiciones filosóficas que han privilegiado categorías ontológicas centradas en la sustancia, la permanencia y la autonomía, proponemos un marco conceptual alternativo: las categorías biontológicas. Estas categorías permiten una comprensión más integrada y realista de la existencia, anclada en la fragilidad y vulnerabilidad estructurales de los seres vivos y en su relación constitutiva con la muerte. Desde la metafísica clásica aristotélica hasta las ontologías contemporáneas, el pensamiento filosófico ha buscado definir lo que es esencial en el ser. Sin embargo, estos enfoques han tendido a subestimar la precariedad y la interdependencia como dimensiones centrales de la vida. En contraste, la biontología parte del reconocimiento de que la vida es finita y que su mantenimiento implica un esfuerzo constante frente a la degeneración. La fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad, lejos de ser anomalías o defectos que superar, constituyen principios estructurantes de la existencia biológica. Al formular las categorías biontológicas, nos alejamos de los paradigmas que conciben la ontología desde una perspectiva exclusivamente metafísica y nos situamos en un marco que reconoce el carácter situado, relacional y dinámico de la existencia de los seres vivos. Esta propuesta tiene implicaciones que trascienden el ámbito filosófico y alcanzan debates bioéticos, políticos y ecológicos, que lamentablemente por los alcances de este trabajo no podemos profundizar. Concebir la, fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad como rasgos constitutivos de la existencia permite replantear nuestras concepciones sobre la ética del cuidado, la distribución de recursos y la relación entre seres humanos y no humanos, aspectos que pretenden ser explorados en futuros trabajos. En un contexto marcado por crisis ambientales, desigualdades sistémicas y el avance de tecnologías biomédicas que prometen la superación de los límites biológicos, se vuelve necesaria una reflexión sobre los fundamentos de nuestra existencia y sobre cómo estos deben informar nuestras decisiones éticas y políticas. La formulación de las categorías biontológicas no solo busca ampliar el horizonte de la ontología, sino que también sienta las bases para un proyecto más amplio que permita una reconfiguración de la manera en que comprendemos la vida y nuestras relaciones con los demás seres vivos. A partir de estas categorías, este trabajo propone una reconsideración del estatuto ontológico de la vulnerabilidad, la fragilidad y la mortalidad, invitando a repensar el papel que estas juegan en la configuración de los sistemas filosóficos, éticos y políticos contemporáneos. Definiciones de mortalidad, fragilidad y vulnerabilidad Definición de Mortalidad Primero, debemos comenzar por definir lo que entendemos por estas tres categorías fundamentales de toda existencia biológica: mortalidad, vulnerabilidad y fragilidad. Estos conceptos han sido ampliamente trabajados en la filosofía y sus acepciones varían dependiendo del contexto y la tradición filosófica en la que se inscriben. Desde la metafísica clásica hasta la bioética contemporánea, cada una de estas nociones ha sido analizada desde múltiples perspectivas, incluyendo la ontología, la fenomenología, la ética y la política. Aunque cada una de ellas podría ser objeto de un estudio exhaustivo, la finalidad de este trabajo no es realizar un análisis intensivo de sus diferentes interpretaciones. En cambio, aquí esbozaremos algunas de sus características generales tal como han sido abordadas en la filosofía y otras disciplinas para, posteriormente, ofrecer una definición propia dentro del marco de las categorías biontológicas. Esta aproximación nos permitirá integrar estos conceptos en un marco coherente que refleje la interdependencia de los organismos vivos con su entorno y la inevitabilidad de la finitud en la existencia biológica. Comencemos con la más clara y distinta de las categorías: la mortalidad. Desde la antropología filosófica, la mortalidad se examina como un aspecto fundamental de la condición humana, subrayando su inevitabilidad y su impacto en la autocomprensión de nuestra existencia. La muerte no solo define los límites temporales de la vida, sino que también configura las estructuras normativas y culturales que los seres humanos han desarrollado a lo largo de la historia para dar sentido a su finitud. En este sentido, la mortalidad no es solo un evento biológico, sino también un fenómeno culturalmente mediado, con concepciones y actitudes que varían entre sociedades y épocas (Pihlström, 2007). La distinción entre la muerte como concepto y los criterios observables para determinarla ha sido un tema recurrente en la filosofía, influyendo en debates éticos sobre cuestiones como la eutanasia o el aborto (Pihlström, 2007, pp. 55-56). La reflexión filosófica sobre la muerte ha dado lugar a múltiples perspectivas, desde el existencialismo hasta la bioética, cada una abordando su significado y sus implicaciones en la vida individual y colectiva. En este contexto, la filosofía estoica ha propuesto la contemplación de la mortalidad como una herramienta psicológica para fortalecer la resiliencia emocional, ofreciendo estrategias para afrontar el miedo a la muerte y aceptar la finitud como parte inherente de la existencia (Prahasan y Mahir, 2024). Durante los siglos XVI y XVII, tras un largo periodo de dominio intelectual de la tradición cristiana medieval, resurgió el interés por el pensamiento pagano de las escuelas helenísticas post-aristotélicas. Este influjo fue particularmente evidente en la filosofía de la muerte. Pensadores como Montaigne, Spinoza y Leibniz, al igual que los epicúreos y estoicos antes que ellos, intentaron reducir la importancia que las personas asignan a su propia muerte. Montaigne, por ejemplo, critica la idea de que el universo se vea afectado por la muerte individual. Además, algunos de estos filósofos adoptaron posturas metafísicas que reflejan indiferencia o escepticismo sobre la posibilidad de una vida después de la muerte. Aunque Montaigne no niega explícitamente el más allá, su concepción de la muerte como aniquilación sugiere que no lo considera relevante. Algunos de estos pensadores también mostraron interés por las perspectivas griegas antiguas sobre el suicidio (Buben, 2016). Como entenderemos a la muerte aquí será de forma relativamente menos intrincada: la muerte biológica. Es decir, el colapso irreversible de un organismo cuando cesan sus funciones vitales y deja de mantener los procesos que definen la vida. Desde una perspectiva estrictamente biológica, esto implica la cesación de la homeostasis, la incapacidad del organismo para responder a estímulos y la pérdida definitiva de su capacidad de autorregulación. Aunque en términos filosóficos la muerte puede ser interpretada desde múltiples enfoques, en el contexto de este trabajo nos limitaremos a su dimensión biológica como un fenómeno que marca el fin definitivo de un sistema vivo. Esta concepción de la muerte es fundamental para el desarrollo de las categorías biontológicas, ya que establece el horizonte último de la existencia viva y permite comprender la fragilidad y la vulnerabilidad como condiciones inherentes a la vida misma. Diferencias entre fragilidad y vulnerabilidad Ahora, pasemos a las categorías que son más parecidas y pudieran generar confusiones respecto a su significado y aplicación. La fragilidad y vulnerabilidad muestran diferencias sutiles pero sustanciales. La vulnerabilidad (frailty/vulnerability) es un proceso progresivo de deterioro fisiológico que aumenta el riesgo de problemas de salud. En cambio, la fragilidad (fragility) es un estado estable causado por factores sociales y de vida desfavorables, que incrementan la susceptibilidad a eventos adversos sin implicar un deterioro biológico en curso. Mientras que la vulnerabilidad requiere intervenciones médicas y preventivas, la fragilidad demanda estrategias para mejorar las condiciones sociales y el acceso a apoyo comunitario (Amieva, Ouvrard-Brouillou, Dartigues, Pérès, & Tabue Teguo, 2022). Otros autores argumentan que la fragilidad y la vulnerabilidad se diferencian según el contexto y la naturaleza de los factores de riesgo. La fragilidad está vinculada a condiciones estructurales y crónicas, como la pobreza, la falta de educación y la exposición a riesgos ambientales, lo que dificulta la autosuficiencia y aumenta la susceptibilidad a crisis futuras. En cambio, la vulnerabilidad se relaciona con riesgos inmediatos o circunstanciales, como conflictos, violencia, tensiones políticas o enfermedades debilitantes, y afecta especialmente a mujeres, niños, ancianos y personas con enfermedades crónicas. Mientras que la fragilidad representa una predisposición a enfrentar dificultades a largo plazo, la vulnerabilidad depende de factores externos y contextuales que pueden generar impactos inmediatos en ciertos grupos (Diaconu, y otros, 2020). Otras concepciones asimilan a la fragilidad como una característica intrínseca de un objeto, sistema o entidad que lo hace susceptible de ruptura rápida y abrupta, incluso ante fuerzas menores o el paso del tiempo. No implica necesariamente vulnerabilidad si está protegido de factores que puedan desencadenar su fractura. Por otro lado, la vulnerabilidad es la insuficiencia de medios de protección frente a amenazas específicas, lo que influye en la capacidad de anticipar, resistir y enfrentar un evento adverso. A diferencia de la fragilidad, la vulnerabilidad es adaptable y puede modificarse con medidas preventivas. Mientras que la fragilidad describe una tendencia estructural a romperse independientemente de la causa, la vulnerabilidad se refiere a la exposición y capacidad de respuesta ante peligros externos (Chiffi & Curci, 2020). La vulnerabilidad también puede considerarse una característica inherente a la fragilidad, pero la fragilidad incluye características multifacéticas que no están presentes en la vulnerabilidad (Waldon, 2018). Definición de fragilidad A su vez, la fragilidad tiene conceptualizaciones específicas que abarcan dimensiones biomédicas, sociales y fenomenológicas. Desde la perspectiva biomédica, se considera un síndrome o estado fisiológico caracterizado por una disminución en la reserva de capacidad de múltiples sistemas, lo que conlleva una mayor vulnerabilidad ante factores estresantes (Pickard, 2018; Cluley, 2023). Se manifiesta a través de síntomas físicos como debilidad, fatiga, pérdida de peso y disminución de la actividad física (Pan, 2019; Waldon, 2018). Bajo el enfoque del modelo fenotípico, la fragilidad es un estado ontológico específico identificable mediante la presencia de al menos tres de las siguientes características: pérdida de peso involuntaria, agotamiento, debilidad, lentitud al caminar y bajo nivel de actividad (Pickard, 2018). Desde otro enfoque, la fragilidad se entiende como una reducción en la capacidad de reserva de los órganos y sistemas del cuerpo, lo que disminuye la capacidad de adaptación ante situaciones de estrés (Levers, 2006). Sin embargo, la fragilidad no es solo un fenómeno fisiológico, sino también una construcción social influenciada por discursos culturales sobre la vigilancia, el individualismo y las normas de productividad (Waldon, 2018; Markle-Reid & Browne, 2003; Kaufman, 1994). Existen también aproximaciones fenomenológicas que priorizan las experiencias subjetivas de la fragilidad, entendida como una vivencia existencial antes que una condición médica estricta (Kaufman, 1994, p. 49). La fragilidad también se describe como un proceso complejo y multifactorial asociado al envejecimiento, resultado de la acumulación de déficits físicos, psicológicos, sociales y ambientales a lo largo del tiempo (Waldon, 2018, p. 489; Markle-Reid y Browne, 2003, p. 65). Además, algunas perspectivas la conciben como un ‘devenir’ relacional, es decir, una condición que emerge de interacciones cotidianas y la influencia de factores materiales y no humanos. Este enfoque pone énfasis en las capacidades del cuerpo frágil y en las posibilidades de transformación dentro de su contexto (Cluley, 2023). Pensamos que todas estas conceptualizaciones son apropiadas y ricas en significaciones e implicaciones. En el presente trabajo, definimos la fragilidad como una condición biológica que, a su vez, es relacional y se ve influenciada por el entorno del organismo, tal como lo menciona Cluley (2023). Esta concepción nos permite comprender la fragilidad no solo como un estado fisiológico individual, sino también como un fenómeno dinámico que emerge de la interacción constante entre el organismo y su medio ambiente. Así, la fragilidad no es una característica estática, sino un proceso que varía dependiendo de factores internos y externos, incluyendo el acceso a cuidados, el apoyo social y las condiciones ecológicas en las que se desarrolla la vida. Desde esta perspectiva, la fragilidad se presenta como un punto de intersección entre la biología, la sociedad y el entorno, evidenciando la necesidad de abordar sus implicaciones tanto en el ámbito filosófico como en el ético y político. Definición de vulnerabilidad Por último, nos queda la vulnerabilidad, un concepto ampliamente explorado en la filosofía y con múltiples interpretaciones. Dentro de estas perspectivas, algunas nos resultan especialmente afines, ya que consideran la vulnerabilidad como una condición ontológica de la existencia humana. Esta visión sostiene que la vulnerabilidad no es una característica exclusiva de ciertos individuos o grupos, sino una dimensión universal e ineludible de la vida humana (Kottow, 2004, p. 286; Boldt, 2019). No se trata solo de la posibilidad de sufrir daño físico, emocional o moral, sino de una condición fundamental que emana de nuestra finitud y nuestra dependencia de los demás (Gautier, 2020; Fuchs, 2023). Lejos de entenderse como una deficiencia, esta vulnerabilidad es constitutiva y posibilita el crecimiento, la creatividad y la innovación (De Londras, 2020). Sin embargo, si bien esta vulnerabilidad ontológica es un punto de partida relevante, requiere ser traducida a un lenguaje normativo que permita articular su importancia en el ámbito moral y político (Kottow, 2004, p. 286). En contraposición, encontramos la perspectiva de la vulnerabilidad situacional o contextual, que enfatiza el papel de las condiciones externas en la generación de vulnerabilidad. Desde esta óptica, la vulnerabilidad no es intrínseca al ser humano, sino que surge de circunstancias específicas que incrementan el riesgo de daño (Navarrete Alonso, 2021). Factores culturales, sociales, políticos y económicos pueden acentuar la exposición al riesgo de ciertos grupos o individuos, generando una distribución desigual de la vulnerabilidad dentro de la sociedad (Gautier, 2020; Hamrouni, 2020; Navarro Ruiz, 2021). Ejemplos claros de esta perspectiva incluyen la vulnerabilidad de las personas en situación de pobreza, migrantes o individuos con discapacidad, quienes enfrentan barreras estructurales y discriminación que aumentan su riesgo de daño (Herrero Olivera, 2021). Desde esta perspectiva, la vulnerabilidad no es una característica inherente, sino el resultado de relaciones de poder y estructuras sociales que condicionan la exposición al riesgo (Hamrouni, 2020). Otra categoría relevante es la vulnerabilidad patogénica, que se enfoca en cómo las dinámicas sociales disfuncionales y las injusticias estructurales pueden generar vulnerabilidad de manera activa (Hamrouni, 2020; Herrero Olivera, 2021). En este caso, la vulnerabilidad no es simplemente una predisposición a la fragilidad, sino una condición agravada por sistemas de opresión y desigualdad. Un ejemplo de esta perspectiva lo encontramos en las víctimas de violencia doméstica o en aquellos que sufren opresión sistemática, quienes experimentan una vulnerabilidad patogénica debido a la desigualdad de poder y la falta de acceso a mecanismos de protección social (Hamrouni, 2020; Herrero Olivera, 2021). Es importante subrayar que estas conceptualizaciones no son excluyentes entre sí, sino que pueden coexistir e incluso complementarse en ciertos contextos. La vulnerabilidad puede entenderse tanto como una condición universal como una manifestación específica y variable según las circunstancias. Además, algunos autores advierten sobre la importancia de no diluir el concepto de vulnerabilidad hasta el punto de equipararlo con términos como opresión, con el fin de preservar su valor analítico y su potencial crítico (Hamrouni, 2020; Nurock, 2020). Estamos en sintonía con la concepción de que los distintos enfoques del concepto de vulnerabilidad no son excluyentes, sino que se interrelacionan y complementan en muchos sentidos. Aunque en algunos casos sus diferencias son evidentes, en este trabajo asumimos dos ideas fundamentales compartidas por varias conceptualizaciones: en primer lugar, que la vulnerabilidad es un rasgo inherente a toda forma de vida, tanto humana como no humana; en segundo lugar, que esta condición de vulnerabilidad puede intensificarse debido a factores sociales, políticos y económicos, generalmente como resultado de situaciones de desigualdad e injusticia; tanto en vidas humanas y no humanas. Esta doble dimensión nos permite comprender la vulnerabilidad como un fenómeno que opera simultáneamente en el nivel estructural y en el nivel contingente, revelando tanto su carácter constitutivo como su potencial amplificación en contextos de precariedad y exclusión. Desde esta perspectiva, no nos apartamos de la idea de que la vulnerabilidad posee una dimensión ético-política ineludible. No solo es una condición inescapable de la existencia, sino que también demanda una respuesta normativa y práctica en términos de responsabilidad social, políticas públicas y estructuras de protección. En este sentido, la vulnerabilidad no puede ser vista únicamente como una característica pasiva o una mera exposición al daño, sino como un punto de partida para la formulación de marcos éticos que busquen mitigar sus efectos más nocivos. Reconocer su inevitabilidad no implica resignación, sino un compromiso con la construcción de sociedades más equitativas y solidarias, donde la vulnerabilidad no se traduzca en desamparo, sino en la necesidad de fortalecer las redes de apoyo y cuidado mutuo. La relevancia biontológica de la mortalidad, la vulnerabilidad y la fragilidad Hasta aquí hemos realizado un recorrido por las distintas conceptualizaciones de estas tres categorías biontológicas y la manera en que las asumimos en este trabajo. La vastedad de estudios y reflexiones en torno a la mortalidad, la vulnerabilidad y la fragilidad da cuenta de su importancia transversal en diversas disciplinas. Cada una de estas categorías ha sido abordada desde enfoques teóricos divergentes, lo que evidencia la riqueza y complejidad de su significado dentro del estudio de la vida. No obstante, la intención de este texto no es ofrecer una revisión exhaustiva de todas sus vertientes teóricas, sino presentar una síntesis que permita esclarecer su pertinencia dentro del marco de la biontología. En este sentido, consideramos que una exposición clara y concisa de sus definiciones, así como de sus distinciones conceptuales, es suficiente para justificar su estatus como categorías fundamentales para la comprensión de la existencia biológica. Su inclusión en el estudio biontológico responde no solo a su carácter estructural dentro de la vida, sino también a su capacidad de articular reflexiones ontológicas, éticas y políticas de gran relevancia. La mortalidad, lejos de ser un fenómeno meramente biológico, constituye una dimensión cardinal de la condición viva que implica no solo el fin de la existencia individual, sino también la posibilidad misma de la reproducción, la evolución y la transformación de los seres vivos. Por su parte, la vulnerabilidad se manifiesta como la apertura constitutiva de los organismos a la alteridad, al entorno y a las contingencias que amenazan su estabilidad. Esta condición no es un defecto ni una carencia, sino una propiedad inherente que permite la adaptación y la interdependencia entre los seres vivos. La fragilidad, por su parte, enfatiza la precariedad inherente a la existencia, la posibilidad siempre latente del deterioro y la ruptura, no solo en un sentido fisiológico, sino también en un sentido relacional y simbólico. En este sentido, la adopción de estas categorías dentro de la biontología no solo permite una relectura del estatuto ontológico de los seres vivos, sino que también abre un espacio de reflexión sobre sus implicaciones en la ética y la política. Si comprendemos la existencia desde la insoslayable condición de la finitud, la interdependencia y la fragilidad, se torna inevitable repensar nuestras estructuras sociales, nuestras prácticas de cuidado y nuestras formas de organización política en función de estas dimensiones. Así, a través de este marco, podemos examinar de manera más profunda cómo estas condiciones afectan la vida individual y colectiva, y cómo pueden informar nuestras decisiones en el ámbito social y filosófico. En un mundo marcado por crisis ecológicas, desigualdades sociales y desafíos biomédicos, reconocer la centralidad de la mortalidad, la vulnerabilidad y la fragilidad no solo nos permite comprender mejor nuestra existencia, sino que también nos obliga a reconsiderar nuestras responsabilidades frente a la vida en todas sus manifestaciones. De categorías ontológicas a categorías biontológicas La decisión de denominar a la mortalidad, la vulnerabilidad y la mortalidad como categorías biontológicas y no categorías ontológicas es debido al distanciamiento con las discusiones metafísicas sobre lo que supone una categoría ontológica. Desde la metafísica clásica aristotélica, las categorías ontológicas fundamentales incluyen la sustancia, la cantidad y la cualidad (Seifert, 2014, p. 319). Empero, algunos autores han argumentado que estas categorías pueden ser revisadas o ampliadas si se reconsidera su interpretación (Cumpa, 2013; Seifert, 2014). De hecho, existe una polémica en torno a la definición de lo que constituye una categoría ontológica, ya que distintos intentos de extender las categorías aristotélicas han generado discrepancias significativas (Westerhoff, 2002; Fine, 1991; Meixner, 1997; Zalta, 1983). Bajo una óptica estrictamente metafísica, la fragilidad, la vulnerabilidad y la moralidad no encajan fácilmente en la noción de categoría ontológica, ya que parecen ser más bien propiedades o características de los seres, en lugar de géneros supremos del ser. Pero también en este sentido, algunos podrían considerar que la vulnerabilidad, la mortalidad y la fragilidad tienen un estatus trascendental, entendido como una propiedad que caracteriza a todos los seres con independencia de su categoría específica (Seifert, 2014, p. 327). Sin embargo, aunque estas tres características no se ajustan a la descripción tradicional de una categoría ontológica en términos de ‘género supremo’, la expansión conceptual de las categorías podría permitir su incorporación en un esquema ontológico más amplio. Seifert, por ejemplo, ha sugerido la posibilidad de incluir categorías de valor en la estructura categorial (Seifert, 2014, pp. 353-354). Desde esta perspectiva, la vulnerabilidad, entendida como la condición de estar abierto al daño y a la necesidad de cuidado, podría concebirse como una categoría axiológica que no se encuentra dentro del listado aristotélico de categorías. Si aceptamos que la vulnerabilidad es una característica de la existencia humana, tan fundamental como la sustancia o la cualidad, podríamos argumentar que constituye una categoría ontológica específicamente humana. Esta idea se vincula con la concepción del ser humano como un ente inherentemente necesitado y dependiente, en contraposición a la visión de un ser autónomo e independiente. A partir de esta problemática en la definición de las categorías ontológicas y la tendencia a formular nuevas clasificaciones, proponemos conceptualizar la vulnerabilidad, la mortalidad y la fragilidad como categorías ontobiológicas o biontológicas. Esto significa que no se limitan exclusivamente a la ontología tradicional, sino que se aplican a todos los seres vivos, estableciendo así un criterio diferenciador respecto a los seres abstractos. De este modo, al reconocer la mortalidad, la vulnerabilidad y la fragilidad como categorías compartidas por todos los organismos vivos conocidos hasta el momento, se abre la posibilidad de una categorización más precisa de la condición humana dentro del marco de la existencia biológica. Este enfoque permite una aproximación más integrada a la comprensión de la condición humana, al situarla dentro del conjunto de propiedades que definen la vida. El problema de la naturaleza/condición humana Sin embargo, aunque se planteen la vulnerabilidad, mortalidad y fragilidad como categorías biontológicas, defender esta propuesta no es sencillo, pues esto plantea la existencia de categorías que se enmarcan en la naturaleza o condición humana; y hablar o preguntar por la naturaleza humana nos remite a una cuestión ontológica de fondo. A primera vista, el problema parece enmarcarse en la dicotomía entre esencialismo y constructivismo, donde las posturas contemporáneas han tendido a rechazar cualquier noción fija o inmutable de lo humano. Sin embargo, lejos de haber sido superada, la discusión sobre la naturaleza humana sigue presente en el debate filosófico y científico, aunque reformulada en términos más dinámicos y relacionales. El concepto de naturaleza humana es sin duda abstracto y eso supone un cierto alejamiento del mundo cotidiano; pero lo abstracto y, por tanto, general y universal, también tiene su utilidad que, en el caso de los conceptos fundamentales, como el de naturaleza, puede resultar muy alta. Por eso tiene sentido, desde luego, y está plenamente justificado, hacer el esfuerzo de pensar y repensar el concepto de naturaleza; especialmente el de naturaleza humana. (Burgos, 2017, p. 10) Hasta el momento, no hemos alcanzado una respuesta definitiva sobre lo que constituye una ontología de lo humano. La dificultad radica en que cualquier definición del ser humano involucra dimensiones biológicas, culturales, simbólicas, materiales, históricas y tecnológicas. ¿Se trata de una cuestión de propiedades esenciales o, más bien, de relaciones y procesos? ¿Podemos hablar de una única naturaleza humana o debemos reconocer una pluralidad de naturalezas humanas que emergen en distintos contextos? Ya Hanna Arendt abogó por derribar la noción esencialista de naturaleza humana proponiendo una Condición Humana. Arendt diferencia la condición humana de la naturaleza humana, argumentando que la primera es una experiencia condicionada por el mundo y por las propias creaciones humanas, mientras que la segunda es incognoscible. El problema de la naturaleza humana, la quaestio mihi factus sum de san Agustín ( ‘he llegado a ser un problema para mí mismo’ ), no parece tener respuesta tanto en el sentido psicológico individual como en el filosófico general. Resulta muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definir las esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia sombra. (Arendt, 2023, p. 30) Asimismo, es fundamental considerar la dimensión socio-cultural en esta discusión. Las teorías sobre la identidad y la subjetividad sostienen que nuestra concepción de lo ‘humano’ es dinámica y está en permanente transformación, moldeada por el contexto histórico, social y cultural. Por ello, cualquier intento de definir la naturaleza humana debe reconocer su carácter relacional y contextual. Desde enfoques como el feminismo interseccional y los nuevos materialismos, pensadoras como Nancy Fraser han cuestionado las dicotomías tradicionales, señalando que estas categorías resultan insuficientes para dar cuenta de la complejidad de la experiencia humana, atravesada por múltiples factores y relaciones de poder (Fraser, 1998). En este sentido, la discusión sobre lo que nos hace humanos no solo es un problema ontológico, sino también político y ético, vinculado a la manera en que construimos y legitimamos ciertas formas de existencia. […] el posible nuevo paradigma de las teorías feministas intenta ahora hallar nuevos enfoques y posibilidades en relación con las teorías modernas y con lo que hoy se denomina como post-identity politics. De entre las teorías más interesantes se hallan, por ejemplo, la teoría feminista sobre la interseccionalidad. Esta cuestiona la identidad singular y estable, al mismo tiempo que permite trazar —mediante el concepto de la intersección de diversas identidades: de clase, raza, origen étnico y género, las cuales convergen en un momento determinado […] (Lara, 2014, pp. 125-126) Por su parte, Siobhan Guerrero cuestiona las dicotomías tradicionales del pensamiento humano y amplía su análisis a la multiplicidad de dualismos interrelacionados que configuran la realidad. Argumenta que su superación exige una reconfiguración ontológica y epistemológica (Guerrero Mc Manus, 2021). En este marco, examina teorías que desafían el dualismo, como la ontología plana de Bruno Latour, que equipara naturaleza y sociedad, otorgando igualdad ontológica a todos los actores en una red (Latour, 2009). No obstante, Guerrero critica esta perspectiva por su simplificación de las diferencias y propone en su lugar una ontología porosa, que reconoce la interdependencia sin eliminar las singularidades (Guerrero Mc Manus, 2021). Su enfoque, alineado con el nuevo materialismo y el posthumanismo cultural, enfatiza la agencia distribuida y las redes relacionales. Además, destaca las implicaciones éticas y políticas de esta visión, sugiriendo un pensamiento más inclusivo y dinámico para abordar los desafíos contemporáneos (Guerrero Mc Manus, 2021). Cada una de estas dimensiones ofrece una perspectiva distinta y, a menudo, complementaria sobre lo que significa ser humano. Diferentes disciplinas, tanto científicas como no científicas, han contribuido a esta reflexión, aportando marcos interpretativos diversos que iluminan aspectos fundamentales de la existencia humana. Sin embargo, en este trabajo adoptamos un enfoque centrado en las categorías biontológicas, no porque consideremos que la biología tenga una supremacía absoluta sobre otras formas de conocimiento, sino por una cuestión metodológica y práctica: al no poder abordar todas las perspectivas en este espacio, optamos por el ámbito biológico como una vía legítima y fecunda para estructurar esta reflexión. Si bien el conocimiento científico goza de un estatus privilegiado en el ámbito epistémico y suele considerarse una fuente autorizada de verdad, esto no implica que sea la única manera válida de comprender la condición humana. En particular, la biología se ha consolidado como una disciplina clave para explicar aspectos fisiológicos, evolutivos y genéticos del ser humano, lo que le ha otorgado un peso significativo en este debate. “En la modernidad, las ciencias de la vida son las que detentan la autoridad para definir la ‘naturaleza humana’ (si bien dentro de esta universalidad, la biología tiene una historia larga y deplorable de inscribir diferencias jerárquicas en el cuerpo y el cerebro). Desde Darwin, la ciencia como cultura ha intentado explicar nuestro sentido de identidad.” (Rose y Rose, 2019, p. 41). Aunque nuestro enfoque se sitúa dentro del marco biontológico, esto no significa reducir la existencia humana a meros procesos biológicos. Al contrario, el reconocimiento de nuestra condición biológica nos permite abordar cuestiones fundamentales que han marcado la experiencia humana a lo largo de la historia. Entre ellas, la mortalidad ocupa un lugar central. El ser de los organismos: entre la persistencia y la finitud La certeza de la muerte, más que un simple hecho biológico, ha impulsado la búsqueda de significado, la construcción de culturas y el desarrollo de sistemas de creencias que intentan dar respuesta a esta realidad inevitable. La conciencia de la finitud nos recuerda nuestra vulnerabilidad y fragilidad, y nos lleva a generar lazos de solidaridad y cuidado mutuo. Desde la filosofía estoica hasta diversas tradiciones espirituales, la reflexión sobre la muerte ha sido una fuente de sabiduría y un medio para vivir con virtud y propósito. Epicteto, por ejemplo, promoviendo una visión serena de nuestra finitud, señala que “a los hombres no les perturban las cosas (pragmata), sino las opiniones (dogmata) que tienen de las cosas. Así, la muerte no es nada terrible, porque en caso contrario así se lo habría parecido a Sócrates. Pero el terror consiste en nuestra opinión de la muerte, que es aterradora”. (Trad. 2008). Los estoicos promovían la reflexión sobre la muerte como un medio para vivir una vida virtuosa y con propósito (Ortiz Delgado, 2018). Lejos de ser un mero desenlace, la muerte otorga sentido a la existencia, configurando la manera en que nos relacionamos con el tiempo, con los demás y con nosotros mismos. Hans Jonas describe una ontología, no sólo del ser humano, sino de todo organismo, en donde el ser le viene de los actos que lo mantienen como ser, en constante tensión con la finitud o el no ser: la muerte. El filósofo alemán escribe lo siguiente: Nuestra primera observación es que los organismos son cosas cuyo ser son obra de ellos mismos. Esto quiere decir que sólo existen gracias a lo que hacen, y esto en el sentido radical de que el ser que adquieren por medio de su hacer no es una posesión que entonces “tienen”, con independencia de la acción por la que fue producida, sino que este ser no es otra cosa que la continuación de esta acción misma y sólo es posible gracias a lo que ésta acaba de hacer en cada momento. Por eso, la afirmación de que el ser de los organismos es su propia obra significa que este hacer de su acción es su ser mismo. El ser consiste para ellos en lo que deben hacer para seguir siendo. De ello se sigue directamente que el cesar de este hacer significa también el cesar del ser. Puesto que la posibilidad del forzoso tener que actuar no depende únicamente de los organismos, sino también de la disposición de un entorno, que puede ofrecerse o negarse, el peligro del “cesar” los acompaña desde el principio. En esta situación encontramos la concatenación fundamental de vida y muerte, es decir, la razón de la mortalidad en la construcción primaria de la vida. (Jonas, 2012, p. 65) En las líneas anteriores se encuentra una noción ontológica del ser humano que encontramos clarificadora y muy práctica. Un rasgo ontológico de todo organismo es el mantenerse vivo, ya que de él depende su supervivencia; si hiciéramos la extrapolación del concepto ontológico al biológico estaríamos hablando de metabolismo. “El metabolismo se presta muy bien como cualidad definitoria de lo viviente. Todo lo viviente lo tiene, todo lo no-viviente carece de él” (Jonas, 2012, pp. 65-66). El ser humano, al ser un organismo, también tiene este rasgo ontológico: la necesidad de mantenerse con vida nutriéndose, regulándose y adaptándose al entorno. Pero en esta necesidad también está implícita la fragilidad de su ser; si deja de hacer lo que lo hace ser, entonces pierde su ser. En términos más aterrizados: si deja de alimentarse y regularse, perece; y como Jonas lo dice: esto no depende enteramente del organismo. El entorno no solo condiciona la existencia del organismo, sino que determina de manera ineludible su posibilidad de continuar siendo, aquí el rasgo de vulnerabilidad entra en juego. La amenaza del cese de la existencia no es un evento externo o accidental, sino una condición inmanente a la vida misma. Todo organismo, al estar inserto en un medio del cual depende, se encuentra en una relación de vulnerabilidad estructural frente a su entorno. Es decir, fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad están intrínsicamente relacionadas con la existencia misma, con el ser del ser biológico. Esta fragilidad y vulnerabilidad ontológicas se manifiestan en múltiples dimensiones, siendo la biológica una de las más evidentes. La vida, en cualquiera de sus formas, no es autosuficiente: requiere de un acceso constante a recursos externos como alimento, agua y oxígeno, sin los cuales su continuidad se ve irremediablemente amenazada. Esta dependencia no es meramente circunstancial, sino que señala una interconexión fundamental entre el organismo y su medio. La relación que se establece no es de dominio ni de autosuficiencia absoluta, sino de mutualidad y precariedad, donde la existencia se sostiene en una dinámica de intercambio constante con el entorno. Más aún, la incapacidad de obtener estos recursos en cantidad y calidad adecuadas conduce inevitablemente a la enfermedad y, en última instancia, a la muerte. Esto pone de manifiesto que la precariedad biológica no es una anomalía ni una disfunción por corregir, sino una característica estructural de la vida. Todos los organismos están constantemente interactuando con su entorno; sin esta interacción no pueden existir. “Su capacidad de utilizar el mundo, este privilegio único de la vida tiene su preciso revés en la obligación de tener que utilizarlo bajo pena de la pérdida de su ser” (Jonas, 2012, p. 67). Dependen del entorno para obtener recursos como alimento, agua y refugio. Sin embargo, este entorno también puede presentar desafíos y amenazas, como depredadores, condiciones climáticas adversas o enfermedades. Estas amenazas pueden afectar la supervivencia y el bienestar del organismo, lo que resulta en fragilidad y vulnerabilidad inherentes. Aunado a lo anterior, tenemos que el entorno en el que vivimos es dinámico y está en constante cambio. Los organismos deben ser capaces de adaptarse a estos cambios para sobrevivir. Sin embargo, la adaptación lleva tiempo y recursos, y durante ese proceso, los organismos pueden volverse más frágiles y vulnerables. Los cambios en el entorno pueden superar las capacidades de adaptación de un organismo, lo que resulta en una mayor fragilidad y vulnerabilidad. La complejidad biológica abona a esta vulnerabilidad ontológica. Los organismos, incluido el ser humano, son sistemas altamente complejos. A medida que la complejidad biológica aumenta, también lo hace la fragilidad, vulnerabilidad y mortalidad. La posibilidad de dejar de ser está presente en todo momento. “El ‘no’ está siempre en acecho y la vida debe defenderse siempre de nuevo contra él” (Jonas, 2012, p. 67). Los cuerpos son sistemas interconectados y cualquier perturbación en uno de estos sistemas puede tener repercusiones en todo el organismo. Esta interdependencia y complejidad aumentan la vulnerabilidad ante amenazas y desequilibrios en el entorno. Incluso, desde una perspectiva social y cultural, la vulnerabilidad humana se evidencia en la dependencia de estructuras sociales y económicas. Las sociedades humanas se organizan para proveer los medios de subsistencia, protección y desarrollo cultural. Sin embargo, estas estructuras son frágiles y pueden ser perturbadas por factores externos como guerras, desastres naturales o crisis económicas. Esta vulnerabilidad estructural demuestra que el bienestar humano está inextricablemente ligado a la estabilidad y la funcionalidad de nuestras instituciones sociales. Estos son rasgos que repercuten en la fragilidad de la carne y esta fragilidad biontológica pude ser abrumadora, puede generar temor ante la posibilidad de que nuestra existencia puede terminar en cualquier momento, debido a la vulnerabilidad que ésta conlleva. Esto ha llevado a varios esfuerzos biotecnológicos para erradicar la vulnerabilidad, fragilidad e incluso la mortalidad de la existencia humana. La dicotomía que separa al sujeto del objeto se presenta como la base que motiva innumerables investigaciones científicas y desarrollos tecnológicos que buscan suprimir el “suceso corporal” y las disonancias en la experiencia de la vida. “El dualismo que separa el sujeto del objeto aparece, por tanto, como la matriz que incita a miles de investigaciones científicas y técnicas prácticas que buscan erradicar el “acontecimiento carnal”, las incongruencias de lo viviente. Para liberar a los hombres de la fragilidad y la muerte, se hace imperativo remodelar, transformar “la parte maldita” (Estrada Mesa y Espinal Correa, 2012, p. 93). La urgencia de liberar a la humanidad de la fragilidad, la vulnerabilidad y la inevitabilidad de la muerte ha llevado a la insistencia en remodelar y transformar esa “parte maldita” que se considera responsable de tales limitaciones. Siguiendo la perspectiva de Jonas, la necesidad intrínseca de la muerte, su conexión inherente con la vida es lo que confiere sentido a nuestra existencia. La coexistencia de ambas proporciona un terreno fértil para afirmar su valor mutuo. La posibilidad del “no vivir” no solo nos brinda una comprensión más profunda de la vida, sino que prácticamente exige que afirmemos el “sí” a la existencia. “En efecto, el decir ‘sí’ parece exigir la copresencia de la alternativa, a la que se dice ‘no’. La vida la tiene en el aguijón de la muerte, que siempre la espera, contra el que siempre tiene que defenderse de nuevo, y precisamente el desafío del ‘no’ suscita y refuerza el ‘sí’” (Jonas, 2012, p. 68). Al tener que luchar por el ser, por la existencia, la vida cobra sentido. En este contexto, la existencia se convierte en una afirmación continua, moldeada por la constante interacción con la posibilidad de la no existencia. La vida adquiere su valor y significado a través de la lucha, la superación y la afirmación constante frente a la amenaza de la muerte. En este equilibrio entre el “sí” y el “no”, la vida encuentra su razón de ser, revelándose como un proceso dinámico y valioso que se nutre de la dualidad intrínseca entre la afirmación y la negación, entre la vida y la muerte. Si no existiera la posibilidad del “no”, entonces nuestra existencia no distaría mucho de la de un átomo o un cuarzo; de la materia inorgánica abiótica. Hasta donde sabemos, la materia inorgánica no tiene un propósito, o no tiene que hacer algo para ser. No tiene un metabolismo que mantener para seguir existiendo; es o no es. En este sentido, si dejáramos de tener la necesidad del “no”, no tendríamos que reafirmar nuestro ser, y por lo tanto no habría una motivación para ser; podríamos decir que hay una teleología biológica metabólica. Pero esto no es lo único que provocaría la ausencia de la necesidad de la muerte; sino que, ante la imposibilidad de la inmortalidad, sólo nos queda la posibilidad de ella; la inmortalidad es técnicamente imposible y por lo tanto la muerte es inevitable. La vida es un equilibrio inestable entre la persistencia y la finitud, una afirmación constante frente a la amenaza de su propio cese. Como señala Jonas, la existencia cobra sentido en la medida en que se enfrenta a la posibilidad de la muerte, obligando al ser vivo a reafirmarse en cada instante. Sin embargo, esta lucha no se libra en un vacío abstracto, sino en el terreno mismo de la biología, donde la fragilidad y la vulnerabilidad no son excepciones, sino condiciones fundamentales del vivir. En este marco, la enfermedad aparece como una expresión tangible de esta precariedad inherente. No es un fenómeno ajeno a la vida, sino una de sus manifestaciones inevitables: la señal de que todo organismo, en su esfuerzo por persistir, está expuesto a alteraciones, fallos y amenazas que desafían su equilibrio. Pero la enfermedad no solo evidencia la fragilidad del ser vivo, sino también su capacidad de respuesta y adaptación, su resistencia ante la disolución. El organismo no sobrevive a pesar de la enfermedad, sino a través de ella, activando mecanismos de defensa que le permiten sostenerse. La enfermedad, entonces, no es solo un recordatorio de nuestra finitud, sino también una prueba de la propia dinámica vital: una señal de que la vida, aun en su precariedad, persiste. Vida y enfermedad: la fragilidad y vulnerabilidad como normas biológicas Canguilhem, citando a Guyénot, nos ofrece una visión profunda de la tensión entre la vida y la muerte, y de cómo los organismos vivos resisten constantemente a las fuerzas de destrucción. Es un hecho, que el organismo goza de un conjunto de propiedades que sólo le pertenecen a él, gracias a las cuales resiste a múltiples causas de destrucción. Sin esas reacciones defensivas, la vida se extinguiría rápidamente (. . .) El ser vivo puede encontrar instantáneamente la reacción útil frente a substancias con las cuales ni él ni su raza han estado nunca en contacto. El organismo es un químico incomparable. Es el primero de los médicos. Casi siempre, las fluctuaciones del medio ambiente representan una amenaza para la existencia. El ser vivo no podría subsistir si no poseyese ciertas propiedades esenciales. Toda herida sería mortal si los tejidos no fuesen capaces de cicatrización y la sangre de coagulación. (Canguilhem, 1971, p. 96) Guyénot, y con él Canguilhem, resaltan que ciertas “propiedades esenciales” permiten al ser vivo resistir amenazas constantes. En el equilibrio entre fragilidad y resistencia, la vida se define por su capacidad de adaptación y autorregulación. Esta tensión no es un defecto, sino una condición constitutiva: la vida no se afirma en la ausencia de la muerte, sino en su cercanía, en la lucha continua por postergar lo inevitable. Las defensas biológicas encarnan esta dinámica, sosteniendo la existencia en medio de una vulnerabilidad siempre activa. En este contexto, la enfermedad aparece como una manifestación privilegiada de dicha tensión. No como una simple falla del sistema, sino como un signo de esa constante negociación entre el orden y el desorden, entre la organización vital y las fuerzas que la amenazan. La enfermedad evidencia que la vida no es un estado de equilibrio estable, sino un proceso inestable y dinámico, que se mantiene en movimiento precisamente porque puede perderse. Desde una perspectiva estrictamente biológica, la vida depende de la muerte en múltiples niveles: los organismos individuales mueren para dar paso a nuevas generaciones, los procesos celulares de apoptosis eliminan células defectuosas para preservar la integridad del organismo (Jordán, 2003) y los ecosistemas requieren el reciclaje de materia orgánica para mantener el equilibrio de la biosfera (Domínguez, Aira y Gómez-Brandón, 2009). Pero esta interdependencia entre la vida y la muerte no es solo un fenómeno ecológico o evolutivo; es también una cuestión biontológica fundamental. La existencia misma se define por su precariedad, por su condición efímera y transitoria. Sin la posibilidad de cesar, la vida carecería de su tensión constitutiva, de ese impulso que la obliga a mantenerse, a organizarse y a resistir. No solo en términos de escasez de recursos o de renovación generacional la muerte resulta necesaria, sino también en un nivel más profundo: la vida no es un estado fijo, sino un proceso en constante transformación, y es la amenaza de su término lo que la impulsa a persistir. La mortalidad, lejos de ser un accidente desafortunado o una anomalía para corregir, es el motor mismo del vivir. Si los organismos fueran inmortales y estuvieran exentos de fragilidad y vulnerabilidad, la vida perdería su carácter dinámico y se convertiría en un estado estático, desprovisto de la necesidad de adaptarse, cambiar y evolucionar. En este sentido, la fragilidad y la vulnerabilidad no son obstáculos que superar, sino condiciones fundamentales de la existencia. Son estos rasgos los que obligan a los seres vivos a generar vínculos, depender unos de otros y construir redes de cuidado y protección. La vida, tal como la conocemos, no sería posible sin estos principios biontológicos básicos, pues es en la tensión entre la permanencia y la desaparición donde se gesta su sentido más profundo. Negar esta relación es desconocer una característica constitutiva de lo viviente y de su lucha perpetua por seguir siendo. Canguilhem argumenta que una salud perfecta y continua sería, en realidad, una anormalidad: “En cierto sentido se dirá que una salud perfecta continua es un hecho anormal. [...] Cuando se dice que una salud continuamente perfecta es anormal, se expresa el hecho de que la experiencia del ser vivo incluye de hecho a la enfermedad” (Canguilhem, 1971, p. 102). Esta afirmación desafía la concepción tradicional de salud y enfermedad como opuestos absolutos, sugiriendo en cambio que ambos estados coexisten y se entrelazan en la experiencia vital. La enfermedad, en este marco, no es simplemente una excepción, sino una manifestación de la fragilidad inherente a la vida. Su presencia activa mecanismos de autorregulación y adaptación, lo que obliga a reconsiderar la dicotomía entre salud y enfermedad. No se trata de resignarse a lo patológico, sino de comprender que la salud no es un estado estático, sino un proceso dinámico que implica transformaciones constantes. En este contexto, la enfermedad puede ser vista como una señal de desequilibrio y, a la vez, como una oportunidad para la reorganización del organismo. Canguilhem ofrece una reflexión penetrante al afirmar que lo patológico no es necesariamente anormal: “En este sentido abusivo, es evidente que lo patológico no es anormal. Lo es tan poco, que resulta posible hablar de funciones normales de defensa orgánica y de lucha contra la enfermedad” (Canguilhem, 1971, p. 102). Así, la enfermedad y su superación no son excepciones en la vida biológica, sino expresiones legítimas de su vitalidad y capacidad de adaptación. Reconocer esta perspectiva permite una comprensión más compleja y realista del bienestar, centrada en la continuidad y el dinamismo de la vida misma. Asimismo, esta perspectiva nos invita a repensar el papel de la medicina y la atención sanitaria. En lugar de enfocarse únicamente en la erradicación de la enfermedad, la medicina podría adoptar un enfoque más holístico, que considere la promoción de la capacidad adaptativa del individuo y el fortalecimiento de su resiliencia. Esto implica una mayor atención a los factores ambientales, sociales y psicológicos que influyen en la salud, y no solo a los aspectos puramente biológicos. Además, reconocer la enfermedad como parte integral de la vida humana puede llevar a una mayor empatía y comprensión hacia quienes padecen enfermedades crónicas o terminales. En lugar de ver estas condiciones como simples fallos que deben ser corregidos a toda costa, podemos verlas como parte de la diversidad de la experiencia humana, que merece ser abordada con dignidad y respeto. Las funciones normales del organismo incluyen mecanismos de defensa y adaptación a situaciones adversas, lo que implica que la lucha contra la enfermedad es una respuesta consecuente y necesaria. El concepto de “funciones normales de defensa orgánica” resalta que el cuerpo humano enfrenta constantemente desafíos y amenazas, incluyendo las enfermedades. Conclusiones El presente trabajo ha explorado la necesidad de una ontología biontológica que integre la fragilidad, la mortalidad y la vulnerabilidad como categorías fundamentales para la comprensión del ser vivo. A diferencia de las perspectivas tradicionales que han privilegiado una visión sustancialista y mecanicista de la vida, esta propuesta resitúa la existencia orgánica dentro de un marco que reconoce su carácter precario y relacional. Al destacar la fragilidad como una condición constitutiva de lo vivo, se ha evidenciado cómo la biontología permite una mejor articulación entre la biología y la filosofía. La mortalidad, lejos de ser concebida únicamente como un fin biológico, se analiza como un eje estructurante de la existencia, definiendo la temporalidad y los modos de ser de los organismos. La vulnerabilidad, por su parte, subraya la interdependencia constitutiva de los seres vivos con su entorno y plantea desafíos tanto filosóficos como éticos. Más allá del ámbito teórico, esta propuesta tiene implicaciones en debates bioéticos, políticos y ecológicos. Concebir la fragilidad, la vulnerabilidad y la mortalidad como rasgos constitutivos de la existencia permite replantear la ética del cuidado, la distribución de recursos y la relación entre seres humanos y no humanos. En un contexto marcado por crisis ambientales, desigualdades sistémicas y el avance de tecnologías biomédicas que desafían los límites biológicos, se vuelve necesaria una reflexión sobre los fundamentos de nuestra existencia y su impacto en nuestras decisiones éticas y políticas. La formulación de las categorías biontológicas no solo amplía el horizonte de la ontología, sino que también sienta las bases para una reconfiguración de la manera en que comprendemos la vida y nuestras relaciones con los demás seres vivos. Al integrar la fragilidad, la vulnerabilidad y la mortalidad como ejes centrales, esta perspectiva invita a repensar su papel en la configuración de los sistemas filosóficos, éticos y políticos contemporáneos. Referencias bibliográficas Aguirre, J. 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