La fragilidad de la memoria 
y su influencia durante el proceso etnográfico The fragility of memory and its influence during the ethnographic process Etnografía maskayta rurankapak imasha yariyanakuna ñapash kunkarinalla kan Leire Castrillo Velez de Mendizabal leire.castrillo@ehu.eus ORCID: 0009-0005-6599-2594 Universidad del País Vasco. UPV-EHU. (Leioa. España) Revista Sarance 
ISSN: 1390-9207 ISSNE: e-2661-6718 
Fecha de recepción: 24/01/2025 Fecha de aceptación: 03/02/2025 

Cita recomendada: Castrillo Velez de Mendizabal, L. (2025). La fragilidad de la memoria y su influencia durante el proceso etnográfico. Revista Sarance, (54), 125 - 146. DOI: 10.51306/ioasarance.054.07 ..................................................................................................................

Resumen La etnografía es una práctica de memoria que involucra los recuerdos de las personas que participan en nuestras investigaciones, así como los nuestros propios, en calidad de etnógrafas. De ahí su interés para las ciencias sociales y su pertinencia y relevancia durante el proceso etnográfico. En este artículo, se realizará una aproximación a las complejas bifurcaciones de la memoria, cuestionando su comprensión como proceso cognitivo individual y enfatizando su dimensión corporal, colectiva y afectiva. Posteriormente, se identificarán algunos de los problemas prácticos que pueden surgir del trabajo antropológico con la memoria, problematizando la dicotomía entre recuerdos y olvidos y apostando por su carácter de ficción que no puede entenderse al margen de la imaginación y la fabulación. Por último, se realizarán algunas reflexiones prácticas basadas en mi proceso doctoral, como la conservación de la memoria por medio de cuadernos de campo o el modo en el que los recuerdos pueden emerger, a veces de formas inesperadas, durante el trabajo de campo. El objetivo es reivindicar una práctica antropológica reflexiva consciente de la importancia de la memoria tanto a la hora de recoger las historias de las personas participantes, como a la hora de pensar críticamente en el modo en que los recuerdos de la etnógrafa condicionan la propia investigación. Palabras clave: memoria; olvido; etnografía; recuerdos .................................................................................................................................. Abstract: Ethnography is a memory-based practice that involves not only the memories of the people who participate in our research but also our own memories as ethnographers. Hence its interest to the social sciences, as well as its pertinence and relevance throughout the ethnographic process. This article offers an approach to the complex bifurcations of memory, challenging its understanding as an individual cognitive process and instead emphasizing its bodily, collective, and affective dimensions. Subsequently, some of the practical problems that can arise from anthropological work on memory will be identified, problematizing the dichotomy between memories and forgetfulness and advocating for its fictional nature— one that cannot be understood outside of imagination and fabrication. Finally, the article presents some practical reflections drawn from my doctoral research, such as preserving memory through field notebooks or the ways in which memories can emerge —sometimes unexpectedly— during fieldwork. The aim is to claim a reflexive anthropological practice that acknowledges the importance of memory both in collecting the participants’ narratives and in critically examining how the ethnographer’s own memories shape the research process. Keywords: memory; oblivion; ethnography; memories .................................................................................................................................. Tukuyshuk Etnografíata rurashpaka tukuy mayhan runakunawan rimarishkakunatami kutin kutin kawshashkata yuyarichun tapunahunchik, shinallatak mayhan tapukpashmi kutin paypa kawsashka yuyaykunatapash yariyashpa shamun. Shinami kay llakta yachaypaka ninan mutsurishka ruray kakpi pakta katishpa rikuhun shinallatak Etnografíata rurahushpapash ninanta rikuriyana kan alliman rurarichun. Kay killkaypimi rimakrinchik imatapash yariyashpaka imashalla kayman chayman mallkirishka shina ñukanchik uma ñutuhuka paskarin, ñukanchik aychapash yarin, pikunwanlla kashkata yarin, imatalla yashkatapash yarinchik shinashpa kutin kutin tapurishpami alli hamutashpantin yarinchik. Antropología yachaymanta katishpaka rikukushpaka imasha wakinpika imata yariyankapakpash mana shina shinaka yari usharinkallachu chaymi shuk llaki kay ushan mana shina shina yarishpa, shinallatak wakinpika kunkarishpapash karinkalla, chaymanta umayuyaywan, shuk shuk rimaykunawanpash paktachishpayman yariyaykunataka mirachi usarinka. Puchukaypika doctoradota katihushpami wakin alliyuyaykunata tarishkani, chaytapash kaypi willankapak munani, imashalla tukuy yarishkakunataka kamupi killkashpantin kay usharinka kanchaman purishnahushpaka, wakinpika shina purinahukpika na yashkapi ñapash yariyay shamunkalla. Shinami kay killkaywanka ninayan imasha Antropología yachay ukupipash alliyuyayrishpa shinashpaka tukuy mayhan tapushkakunapa imalla yarishkataka tantachi usharinkami, shinallatak allipacha yuyarishpapash kana kanchik imasha mayhan taphukpa yariyaykunapashmi kimirinka chaypashmi shuk maskaytaka ñanta katichinka. Sapi shimikuna: yariyay; kunkay, etnografía; yariyay ................................................................................................................. 
La memoria en los procesos etnográficos Para los/as navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida 
Eduardo Galeano Este artículo, basado en mi experiencia doctoral, pretende reflexionar sobre el papel de la memoria en la etnografía y sobre la gestión de esta por parte de la etnógrafa a lo largo del trabajo de campo. Parte de la idea de que la memoria puede funcionar al mismo tiempo como apertura y como límite que impide o dificulta a las cosas —a los cuerpos, a los objetos, a las historias, a los recuerdos— pasar. Alejandra Pizarnik (2000, p. 302) escribió en su poema “Tabla rasa” que hay muros, hay “cisternas en la memoria, ríos en la memoria, charcas en la memoria, siempre agua en la memoria”. La memoria es dura y resistente —puede ser ella, en sí misma, una barrera— y, al mismo tiempo, como la describió en su autobiografía Josep Pla (2016, p. 203), es “blanda y permeable como el fango”. Cualquier reflexión sobre la misma debe ubicarse necesariamente entre esta tensión. La memoria es una poderosa herramienta para abordar cuestiones relacionadas con el entendimiento, la justicia y la construcción del conocimiento (Hacking, 1998), todas ellas áreas centrales en el campo de las ciencias sociales. En una investigación etnográfica importa la memoria y su fragilidad. Importa por su valor como poso de vida, como materia prima para la formación de identidad, como sugiere la antropóloga Jone Miren Hernández: La memoria como poso de vida y vivencias que merece ser observada, no solo para tener noticia o conciencia de los acontecimientos que le han afectado a uno o una misma, sino para poder (re)descubrir y (re)interpretar esos recuerdos en relación con unidades mayores, con la experiencia, por ejemplo, de una generación o un colectivo concreto. Las propias vivencias son, por lo tanto, fuente de conocimiento. Por ello, es importante aprender a observar la memoria y aprehenderla. (2005, p. 149) En este artículo, vamos a sumergirnos en el terreno —a veces algo pantanoso pero sin duda apasionante— de la memoria y su influencia a lo largo de la etnografía. En primer lugar, se defenderá que la memoria es una amalgama compleja, dinámica y cambiante compuesta por recuerdos, ausencias, vacíos, distorsiones, elucubraciones y fabulaciones, cuyas fronteras son dinámicas y se (re)negocian constantemente. Frente a concepciones cognitivistas, neurológicas e individuales de la memoria, se enfatizará su carácter corporal, afectivo y colectivo. En segundo lugar, se darán algunas pinceladas sobre la forma en la que se gestiona la fragilidad de la memoria de la etnógrafa a lo largo del trabajo de campo, problematizando para ello la clásica dicotomía entre recuerdo y olvido, y asumiendo que, como ya sugirió el poeta Mario Benedetti, el olvido está, en realidad, lleno de memoria. En tercer lugar, se indagará en algunas reflexiones prácticas referidas a mi proceso doctoral y a cómo he gestionado la fragilidad de la memoria a lo largo de mi investigación. Finalmente, se plantearán unas breves conclusiones que recojan las ideas principales. 1. Las bifurcaciones de una memoria encarnada y afectiva La memoria es un fenómeno complejo, con mucha presencia en las investigaciones en ciencias sociales, pero difícil de delimitar, más aún de aprehender. Podría definirse como una amalgama compuesta por recuerdos más o menos nítidos, más o menos “verídicos” que se mezclan constantemente con dudas, contradicciones y olvidos, más o menos conscientes, más o reflexivos, que las personas ponemos en marcha de forma rutinaria para gestionar la complejidad del día a día. Los vacíos y lagunas de la vida, a veces dramáticos y otras veces no tanto, son precisamente donde tiene lugar el movimiento (Deleuze, 1972-1990, p. 118). Siguiendo a Lorena Ruiz Marcos (2016, p. 212) “la memoria es como una sustancia que permea así las diferentes capas de nuestra experiencia en el mundo, recorriendo el laberinto de relaciones, prácticas, representaciones y materialidades que van urdiendo esa experiencia”. La memoria es un fenómeno que excede el ámbito cronológico para construirse en tiempos distintos, no todos conocidos, y de los que ni siquiera somos capaces de predecir todas sus posibilidades (Terradas,1997). Esta multiplicidad temporal altera las relaciones jerárquicas de los tiempos convencionales y desafía su desarrollo lineal. En realidad, y como diría Bruno Latour (2007), una temporalidad nada tiene de temporal, simplemente es un modo de ordenamiento, de entre todos los posibles, para relacionar elementos. Por lo tanto, para movernos por la memoria, continuamente elaboramos mapas topográficos que nos ayudan a salir y entrar de nuestros recuerdos (Llona, 2012). Quizás deberíamos hablar de memorias en plural, porque, en realidad “¿cuántas memorias hay que contar?” (Ricoeur, 2003, p. 552). Siguiendo al historiador Franco Ferrarotti: El concepto mismo de memoria no es fácilmente aferrable, es elusivo y evanescente. Más que de memoria, habría que hablar en plural: de memorias. En efecto, la memoria es una realidad plural, dinámica, proteiforme. Más que una realidad dada, fijada, se trata de un magma, de un proceso. Es cierto que no se le puede considerar como una placa pasiva que registra —de forma neutra, notarial, desde lo externo— nuestras experiencias. Es reactiva, huye al control puramente lógico. Es enigmática, en ocasiones puntualiza en la reconstrucción de los particulares hasta la crueldad, a veces de repente bloqueada, apagada, perdida en un vacío turbio. (2007, p. 29) Así, parece más pertinente hablar de memorias, como un conjunto heterogéneo y plural de experiencias diversas que pueden tomar distinta forma y que, en cualquier caso, destacan por su centralidad a lo largo de los procesos de investigación. Durante nuestras etnografías —sobre todo en aquellas que incorporan de una forma u otra el componente auto (Hernández, 1999), situando la experiencia de la etnógrafa como punto de partida para la construcción del conocimiento— trabajamos rutinariamente con la fragilidad, dinamismo y vulnerabilidad que caracterizan a los recuerdos. Los nuestros y los de las personas que comparten sus historias. La práctica etnográfica es un ejercicio de re-memoración, donde con-memorar es “repetir, revivir, retomar, recuperar de manera activa (…) aquello que desaparecería sin una reciprocidad activa de los/as asociados/as involucrados/as” (Haraway, 2020, p. 53). La etnografía es necesariamente una práctica de memoria, una forma de traer al presente un pasado que se nos escapa de entre los dedos. Un modo de darle un cobijo por medio de un texto, de producir archivo. Virginia Woolf planteó que el pasado es “una gran avenida que se prolonga hacia atrás; una gran cinta de escenas, emociones”; un sonido que, para ser escuchado, requiere “plantar un enchufe en la pared” (2008, p. 85). Sin embargo, más que la metáfora de una larga calle, la memoria se almacena, conserva, muta y transforma de forma eminentemente afectiva y corporal y, seguramente, involucrando todos los sentidos. La memoria se conserva por medio de imágenes y sonidos, pero también por medio del tacto, del olfato y del gusto. Por decirlo con Deleuze, la pregunta acerca de por dónde se conservan los recuerdos está mal planteada, porque “los recuerdos no pueden conservarse en otro lugar que ‘en’ la duración. El recuerdo, por tanto, se conserva en sí” (1987, p. 57) y requiere de un soporte material para ello. Un soporte que no puede ser otro que nuestro propio cuerpo en relación con otros cuerpos. Así, la memoria es encarnada (Del Valle, 1996; Hernández, 2005; Ruiz Marcos, 2016), una experiencia que requiere del cuerpo en su materialidad, en su dimensión física para contenerla y transmitirla. Una vivencia no solo corporal, sino también y necesariamente intercorporal que requiere de la participación de distintos seres. Afectiva, porque la memoria es un proceso relacional que involucra directamente las emociones que, como plantea Sara Ahmed, son la misma “carne” del tiempo que mantiene vivas nuestras historias (2015, p. 304). La memoria es una acción social colectiva que no tiene lugar en los cerebros individuales, sino en las dinámicas intersubjetivas que se despliegan cuando recordamos y que nos conectan inevitablemente a otros cuerpos, a otras historias (Ruiz Marcos, 2016). Como sugiere Butler, “los recuerdos de otros llegan por nosotros, o incluso en nosotros, como una forma de relacionalidad” (2017, p. 22). Volviendo a Virginia Woolf: Una visión únicamente sobrevivirá en el extraño pozo en el que depositamos nuestros recuerdos si tiene la suerte de aliarse con algún otro sentimiento que la sostenga. Las visiones se casan, de forma incongruente y morganática (…) y de este modo se ayudan a mantenerse con vida. (2010, p. 164) La memoria no es solamente cognitiva, también es mantenida y transmitida desde lo más profundo de la carne. El cuerpo es el sitio en el que viven y se transmiten los recuerdos. Esto es así porque “ninguna memoria es preservada sin un método de transmisión, y el cuerpo es el sitio de transferencia (y transitividad) en el que tu historia se convierte en la mía, o donde tu historia atraviesa la mía” (Butler, 2017, p. 22). Siguiendo a la poeta argentina Alfonsina Storni, la memoria sería una biblioteca corporal que llevamos a cuestas. Los recuerdos son susurros encarnados, ligeras vibraciones que recorren nuestro cuerpo y que, inevitablemente, constituyen los vulnerables pilares de nuestros textos etnográficos: Poblada biblioteca que no ocupas espacio Y que a cuestas te lleva un pollino cualquiera (…) Memoria de lo visto, lo leído y lo gustado, Eres el hilo mismo con que será hilvanado Lo que el ser humano compone, si bien no eres la tela En exiguas porciones te mezclas a mi escrito. (1940, p. 87) 
 Así, la memoria no es otra cosa que historia encarnada, una “memoria de experiencias ahora escrita en nuestros tejidos corporales” (Frank, 1995, p. 165). El cuerpo es, en su dimensión más física, “el eje articulador de la dimensión sensorial del recuerdo (…) un elemento estructurador de: vivencias, experiencias, sensaciones, lugares” (Del Valle, 1996, p. 61). Compartir un recuerdo es poner un cuerpo en palabras (Ahmed, 2018). Los recuerdos nos afectan porque, como propone la escritora Siri Hustvedt (2019), es el modo en el que el pasado se mantiene vivo, “no es un lugar, es un movimiento, del entonces al ahora” (2019, p. 229). De este modo, y tal y como plantea Virginia Woolf en “Tres Guineas” (1977), la transfusión de recuerdos no es algo que, al menos todavía, esté al alcance de la ciencia como si de una transfusión de sangre se tratara, algo de lo que debemos ser muy conscientes en nuestras etnografías. La transmisión de la memoria solo es posible gracias al trabajo intersubjetivo que hacen los cuerpos con y junto a otros cuerpos. El cuerpo de la etnógrafa se convierte en un elemento clave para dar cobijo, conservar y poder volcar en un texto aquellos recuerdos que han compartido con ella los y las participantes de la investigación, lo cual a su vez depende de su propia memoria. La corporalidad en toda su dimensión física se convierte, como sugiere Adrienne Rich (2005), en el humus primario de la memoria, el lugar donde los recuerdos “palpitan, se desvanecen y palpitan de nuevo en el tejido humano” (2005, p. 13). La memoria pone en cuestión los límites corporales, problematiza sus fronteras ya que “la memoria encarnada es la memoria que se expande y se amplía en el roce e incluso en el choque con otras memorias” (Hernández, 2005, p. 239). La memoria es, así, una experiencia expansiva que destaca por su carácter colectivo, relacional, poroso y que se multiplica a sí misma de múltiples y sorprendentes formas gracias al contacto. Entiendo la etnografía como ese constante roce —e incluso choque— entre recuerdos, como esa expansión y ampliación de distintos tipos de memorias que, solo en interacción, toman forma. Con todo lo que ello implica. 2. Las dificultades de estudiar la memoria: problematización de la dicotomía olvido-memoria Sin embargo, para la etnógrafa, estudiar la memoria no siempre resulta algo sencillo ya que, y como suele decirse a menudo, por todos/as es sabido que constantemente nos juega malas pasadas. La memoria es precaria, dinámica, impredecible, selectiva; es, como afirma Virginia Woolf (2014, p. 55), una costurera caprichosa que “mete y saca su aguja, de arriba abajo, de acá para allá”. No hay manera de predecir sus deseos, “ignoramos lo que viene en seguida, lo que vendrá después […] no hay explicación posible: la memoria es inexplicable” (Woolf, 2014, p. 55). No hay nada más frágil, delicado y quebradizo que ella. Además, no puede darse por hecho, está siempre en riesgo de sufrir erosiones, transformaciones, pérdidas. Como plantea Alejandra Pizarnik (2000, p. 216), dulces sustancias mueren cada día en nuestra memoria, fenómeno al que Paul Ricoeur (2003, p. 573) se refirió como la tristeza de lo finito, porque implica asumir la muerte anunciada de algunos recuerdos. Además de su carácter perecedero, una sospecha de fraude envuelve constantemente a la memoria, un bien tan cotizado en la sociedad en general y en las ciencias sociales en particular. Existe la idea generalizada de que no debemos fiarnos de ella, de que nos traiciona, que resulta engañosa. Siguiendo con el poema que le dedica Alfonsina Storni (1940), “tus monedas fallidas llenan la faltriquera de un pedante y circulan como oro del espacio […] Te desdeño”. El viento de la memoria (Pizarnik, 2000) aviva la tempestad, mueve constantemente los recuerdos, los aleja y acerca a placer, nos acerca y aleja a placer. La memoria, sujeta a estas ráfagas, es algo muy precario, algo terriblemente vulnerable. Según Ricoeur (2003), esta vulnerabilidad fundamental de la memoria resulta de la relación entre la ausencia de la cosa recordada y su presencia, según el modo de la representación, es decir, de la relación representativa con el pasado. Sin embargo, pese a su fragilidad, la memoria es también un territorio para la agencia, para la (re)negociación no solo del pasado, sino también del presente y del futuro. Rememorar, evocar un recuerdo es un proceso dinámico que va más allá de la simple activación del pasado, ya que requiere un trabajo creativo, imaginativo (Del Valle, 2019). Recordar es imaginar, es crear, es fantasear con mundos posibles. Es “fabular, proponer una leyenda, pero sobre todo fabricar. Es decir, instaurar” (Despret, 2022, p. 70). Pactar con la realidad. Recordar es así un acto de fabulación; de contar y contarse nuevas historias y hacerles un hueco en nuestro cuerpo y en nuestra vida. Los recuerdos son ficciones, historias que se montan, parafraseando a Julio Cortázar (2004), en una necesidad de inventariar el pasado y de vivir con la soledad y con el hastío. Los seres humanos no estamos obligados a asumir con pasividad la fragilidad y el dolor que nos traen algunos recuerdos. Al contrario, la memoria se gestiona día a día para poder coexistir con ella —y sus huecos, sus vacíos, sus incongruencias y contradicciones— con cierta armonía. Los recuerdos tienen un carácter vivo, moldeable, flexible. Las personas tenemos la habilidad creativa de hacernos y rehacernos en la confrontación o diálogo con la memoria, lo que implica un esfuerzo individual y colectivo por (re)crear, (trans)formar, (re)construir nuestra identidad para que pueda adaptarse a nuestra biografía, a nuestro pasado; pero que nos permita ser y vivir en el presente, y también proyectarnos en un futuro (Hernández, 2005). Es decir, podemos desplegar —y, de hecho, desplegamos continuamente— mecanismos y herramientas que nos posibilitan vivir y habitar la (des)memoria, relacionarnos de formas menos dolorosas o conflictivas con lo vivido y que, de alguna manera, nos ayudan a sobrevivir en un mundo en el que lo poco que tenemos —nuestro cuerpo, historias, vivencias, identidad y recuerdos— es infinitamente precario y está constantemente en riesgo. El recuerdo ofrece, así, una función de reterritorialización (Deleuze y Guattari, 1988). La memoria, lejos de estar dada de antemano, ofrece la posibilidad de cultivo (Hernández, 2005); nos permite la opción de intentar construir narrativas coherentes o imágenes de nosotras mismas y del grupo que estén en sintonía con nuestras necesidades en un momento determinado. Las historias que contamos y que nos cuentan son estrategias de reterritorialización, nos permiten sujetar nuestra existencia en tierra firme, ofrecer unas coordenadas y unos contornos estables a nuestros recuerdos. En este sentido, a la hora de trabajar con la memoria de los y las participantes de nuestras investigaciones, hay que tener en cuenta que esta funciona como una red. Al menos, en dos sentidos: en primer lugar, porque no es posible imaginar algo así como una memoria individual autónoma pivotando únicamente alrededor de sí misma. Somos seres sociales, viviendo en relación, lo que inevitablemente crea un vínculo afectivo entre distintas memorias, una red de memorias (Ruiz Marcos, 2016) en constante interacción que nos vincula a una determinada comunidad y grupo social. En segundo lugar, la memoria funciona como una red en el sentido más literal del término: es como una malla donde las aperturas se mueven constantemente y por la que se escapan elementos para poder dar lugar y espacio a nuevas cosas que entran, se acumulan y ejercen presión. Sus incesantes fugas son el precio que debe pagar por sus funciones de sujeción. Para reproducirse, la vida exige el olvido como técnica de supervivencia a nivel biosocial, pero también ideológico-cultural (Menéndez, 2002). En la etnografía, como en la vida —como adelantó el poeta Mario Benedetti (1995)—, el olvido está lleno de memoria. Según el antropólogo Eduardo Menéndez, el olvido es una técnica de vida necesaria para la reproducción individual y colectiva: “posiblemente el olvido sea la necesaria negociación con lo recurrente […] para asegurar el mínimo de continuidad a través del presente” (2002, p. 394). Las personas constantemente producimos olvidos de forma activa pues, de lo contrario, la convivencia se nos haría sencillamente imposible. Es decir, no solo la memoria implica la realización de un trabajo, también lo requiere el olvido. El olvido no es únicamente la ausencia de memoria, no es una reacción pasiva, algo que sencillamente pasa: es algo que se hace, que se actúa desde el cuerpo y que, además, se organiza socialmente (Ricoeur, 2003). Tanto el olvido como la memoria son praxis sociales, prácticas corporales que implican un esfuerzo tanto individual como colectivo para mantenerse. Los cuerpos se afanan constantemente en mantener el recuerdo o el olvido, en función de sus posibilidades o de sus necesidades. Pese al carácter caprichoso de la memoria, quizás haya más voluntad, más agencia de la que suele pensarse tanto en lo que se recuerda como en lo que se olvida, algo que resulta de sumo interés en la etnografía. Se propone, por tanto, entender un continumm entre memoria y olvido donde ambos se relacionan de forma dialéctica y necesitan uno del otro. El olvido es un componente más de la propia memoria: la memoria necesita del olvido, y ambas experiencias están intrínsecamente enlazadas. Una memoria que recoge todo, que se niega a realizar una labor de selección y borrado, no serviría a sus propósitos (Ruiz Marcos, 2016). “Los recuerdos son moldeados por el olvido como el mar moldea los contornos de la orilla […] el olvido, en suma, es la fuerza viva de la memoria” escribe Marc Augé (1998, p. 27). Su principal garante y, como nos recuerda Ricoeur (2003), una de sus imprescindibles condiciones. Los cuerpos olvidan constantemente. Quizás podría decirse que recuerdan porque olvidan. “Recuerdo con todas mis vidas/ porque olvido”, escribió en esta línea la poeta argentina Alejandra Pizarnik en su poema Desmemoria. Paul Ricoeur diferencia entre dos tipos de olvido: “el olvido por destrucción de huellas”, que haría referencia al olvido definitivo; y el “olvido de reserva”, que explora la idea del olvido reversible, parcial, mudable. Defenderá la idea de que ambos tipos son igual de relevantes y poderosos. La memoria encarnada es la vida, y “está en evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia […] capaz de largas latencias y repentinas revitalizaciones” (Nora, 2008, p. 21). En esta línea, propongo por tanto pensar no solo todo recuerdo como un posible olvido futuro, sino todo olvido como provisional y con posibilidades de convertirse en un recuerdo, de recuperarse por medio del roce, del contacto. Ni la memoria ni los olvidos —ni, por supuesto, las infinidades de posibilidades intermedias entre ambas— son algo definitivo, estático. Problematizar esta distinción entre olvido y memoria nos invita a poner en cuestión otras muchas ideas generalizadas, como el modo jerárquico en el que son clasificados, sosteniendo estatus muy diversos. Así, mientras la memoria es valorada como garante de la identidad individual, como la única forma de conservar quiénes somos (Ruiz Marcos, 2016), el olvido es desprestigiado, menospreciado, deshonrado y temido como algo “malo” que pone en riesgo lo que somos. El olvido como palabra enorme (Augé, 1998), que espanta y causa rechazo; “se deplora el olvido como se deplora el envejecimiento o la muerte: es una de las figuras de lo ineluctable, de lo irremediable” (Ricoeur, 2003, p. 555). No podemos entender al olvido y a la memoria desde una óptica dicotómica —y, por lo tanto, no podemos decir que uno sea “bueno” y el otro “malo”—. Ambos cumplen importantes funciones sociales, y el olvido resulta tan elemental como la memoria. Además, ambas vivencias pueden darse a la vez. Como plantea Guilles Deleuze (1972-1990), los vacíos y las lagunas de la memoria pueden coexistir perfectamente con lo contrario, con un “exceso de recuerdos sobreabundantes, flotantes, que no se pueden localizar ni almacenar […] recuerdos [que] están de más” (p. 118), lo que puede aplicarse tanto a la memoria de los/as informantes como a los propios recuerdos de la etnógrafa. 3. Algunas reflexiones sobre mi proceso doctoral En lo que se refiere al proceso de elaboración de mi tesis doctoral, siento que la fragilidad de mi memoria, su discontinuidad, parcialidad y sus contornos quebradizos han creado constantemente una barrera entre mi cuerpo y la realidad a investigar, entre el campo, la etnografía y el texto. Un muro contra el que he colisionado constantemente. Esto lo he experimentado especialmente en la fase de escritura, cuando me he dado cuenta de que mi principal material de trabajo consistía en una selecta colección de recuerdos precarios, dudosos, difuminados y cambiantes. Por supuesto que la mayoría de los encuentros etnográficos que había realizado —aunque no todos— habían sido grabados, escuchados varias veces, transcritos y analizados; pero fuera de las grabaciones y transcripciones, lo que quedaba de estos encuentros no era más que el poso que habían dejado en mi cuerpo, con toda la vulnerabilidad que de allí deriva. Los recuerdos se conservaban, se sujetaban precariamente en los contornos de mi anatomía, a cada centímetro de mi piel. Solo quedaba una memoria fugaz, que pasaba como a ráfagas, como susurros encarnados, para luego disolverse y tomar nuevas direcciones impredecibles. Siempre he sido muy consciente de este hecho, y por eso he dedicado mucho tiempo a las transcripciones de las entrevistas y a la protección de documentos, intentando compensar esta fragilidad y organizar y sistematizar los recuerdos etnográficos por escrito. Sin embargo, un día me planteé si esto era realmente así. En la etnografía ¿somos realmente nuestra memoria? ¿lo son nuestros trabajos? Si como investigadoras no somos más que nuestra memoria, como ya advirtió Jorge Luis Borges, ¿son nuestras etnografías también, “ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos” (1969, p. 18)? En cualquier investigación trabajamos con, desde y a través de nuestra memoria. Más aun cuando optamos por metodologías y posicionamientos abiertamente autobiográficos o autoetnográficos que, como ejercicios íntimamente ligados a la memoria, asumen que los recuerdos propios son un buen puerto de partida (Hernández, 1999a; 2005). Ejercitarla, trabajar con ella, “hacer memoria” (Ricoeur, 2003) como una forma de —por recuperar la expresión de Sara Ahmed (2018)— ponerle una esponja al pasado, un material que permita absorber cosas. Un trabajo antropológico que, además, implica una agencia compartida entre los distintos elementos, humanos y no humanos, que intervienen durante el proceso y que actúan, como plantea Bruno Latour (2008), como actantes con capacidad de acción. Pero este hecho puede implicar posibles complicaciones prácticas a la hora de identificar, analizar y escribir esos recuerdos ya que la memoria narrativa es siempre, en cierta medida, irreductible a los residuos emocionales que forman los recuerdos corporales. Esto es especialmente preocupante en un proceso de tesis doctoral que, por definición, se extiende a lo largo de varios años. Situar los recuerdos propios como puerto de partida (Galeano, 2001), aunque necesario, no deja de ser un riesgo que, como etnógrafas, decidimos (o no) tomar (Hernández, 2005). Además, el hecho de que la memoria sea frágil no es, necesariamente —ni siquiera mayoritariamente— algo negativo (Ricoeur, 2003). Los espejos rotos pueden ser interesantes en función del ángulo desde el que miremos, en función de lo que decidamos preguntar a los añicos desperdigados por el suelo. Si nos agachamos para intentar recogerlos, puede que nos cortemos. Conviene, pues, recordar que esta solo es una de las muchas opciones que podemos tomar. Si tenemos la suficiente curiosidad como para quedarnos, puede que lleguemos a un puerto distinto; basta que hagamos de nuestra memoria una “viajera fascinada” (Pizarnik, 2000, p. 160), una escurridiza pero cautivadora compañera de travesía en el viraje etnográfico. Basta con que sostengamos ante la memoria una actitud de extrañamiento, como si el pasado se tratara de un país extraño (Lowenthal, 1985), una peculiar criatura que conviene problematizar antes que intentar asomarse a él. Que nuestras etnografías —y también nuestras vidas— sean un montón de espejos rotos, solo será un problema si alguna vez pretendemos que sean otra cosa, si nos esforzamos constantemente en recoger los trocitos cortantes y tratar de reparar el desastre. No es posible salir ilesa de los chasquidos de la memoria, pero sí podemos intentar evitar clavarnos cristales a cada paso. El viaje etnográfico por la memoria —la propia, la de otros/as autores/as, la de las participantes e informantes— es un viaje solo apto para navegantes con ganas de viento (Galeano, 2001) que estén dispuestos/as a llegar a cualquier lado. Y es que realmente hay viento en la memoria, aire que sopla en la memoria (Pizarnik, 2000). Que la oxigena, la limpia, la mueve; que la evapora y regenera constantemente en un proceso sin fin. En el momento en el que desistimos de intentar controlar el viento, podemos empezar a disfrutar del trayecto. Esto no quiere decir que no pongamos en marcha, también en la etnografía, distintas formas para activar lo que Ricoeur (2003) denominó la rememoración, es decir, la búsqueda activa de la memoria que puede perseguirse siguiendo pautas para el recuerdo (Del Valle, 2002), esto es, estrategias dirigidas a “completar, pulir y acondicionar la memoria” (Hernández, 2005, p. 343). Siguiendo a Josep Pla, “para encender el fuego de la memoria es indispensable una chispa —la que sea—, venga de donde venga” (2016, p. 459). Así, durante el trabajo de campo como investigadora he tratado de poner en marcha, generalmente de modo instintivo y poco sistematizado, distintos mecanismos artesanales para acceder a la memoria, para potenciar y estimular la rememoración. Por ejemplo, pocos días después de los encuentros etnográficos con las participantes solía acudir de nuevo a los mismos sitios, a los mismos bares. Pedía lo mismo, y me sentaba en la misma mesa. A veces, el o la camarera/o me recordaba, me saludaba. Otras veces, no he podido volver a desplazarme físicamente al mismo lugar, pero me he encontrado a mí misma volviendo mental y corporalmente una y otra vez a los encuentros, a sus sensaciones y a intentar —a veces sin demasiado éxito— revivir partes de la conversación o impresiones del momento, para poder acceder a detalles que se me hubieran podido escapar. Trataba de afincarme “en el lugar del recuerdo como una criatura se atiene a la saliente de una montaña” (Pizarnik, 1993, p. 58), pero con el paso de los días, los recuerdos se hacían cada vez más resbaladizos, más difusos. Me resultaba cada vez más difícil agarrarlos, agarrarme a ellos, dejarme agarrar por ellos. La memoria era una piedra dura, un muro sobre el que chocaba una y otra vez, pero que también intentaba usar de asidero, como un lugar del cual sostenerme (Hernández, 2005). El casco viejo de Bilbao un martes lluvioso de finales de febrero. La infusión de frutas del bosque se ha quedado fría, pero no quiero otro café. Me fijo que hay dos colillas en el suelo. Mientras espero, ojeo los titulares del periódico, que alertan de que Rusia ha invadido Ucrania. Suena la tercera canción seguida de Los Secretos, y decido tomarlo como una buena señal. Un perro entra y me moja al sacudirse. La cara de Putin sonriente desde la portada, parece ahora un dálmata por las gotas de agua y barro. No puedo evitar reírme. Empiezo a tararear, mientras miro discretamente la puerta. “Por la calle del olvido vagan tu sombra y la mía, cada una en una acera, por las cosas de la vida” . (Castrillo, 2022, Cuaderno de campo) Este tipo de anotaciones me han permitido ubicar los encuentros en un marco geográfico-corporal. Son detalles que —aunque parezcan poco o nada relevantes— ayudan a dar un contexto al encuentro, a recubrirlo de un soporte tangible, unos contornos bien definidos y, por lo tanto, contribuyen a su materialización. Hago mía la afirmación de Annemarie Schwarzenbach (2010, p. 45) sobre sus diarios de viaje: “ningún recuerdo puede ser más vivo que estas hojas, carentes de cualquier propósito que no fuera el de la confrontación conmigo misma en medio de mi gran desconcierto”. Porque entiendo la etnografía precisamente como un viaje de confrontación constante conmigo misma en un contexto de gran desconcierto. Por eso, entiendo a su vez los cuadernos de campo manuales como especies compañeras (Haraway, 2020) imprescindibles en cualquier etnografía, como una forma de devenir-con, de “atrapar” la realidad social y conservarla entre sus páginas gracias a un trabajo de colaboración conjunto. Los siete cuadernos que he utilizado a lo largo de estos años han sido mis lugares de la memoria (Nora, 2008), lugares físicos en los cuales conservarla y almacenarla, para poder así gestionar su vulnerabilidad y dinamismo. El recuerdo, también en el trabajo de campo, siempre puede volver, emerger con nitidez, “no hace falta forzarlo, sino que ahí está, como si por el surco cubierto de nieve nadie hubiera vuelto a pasar” (Del Valle, 2019, p. 223) y puede activarse por medio de la puesta en marcha de algunas precauciones. Sin embargo, soy consciente de que escribir sobre el recuerdo contribuye inevitablemente a su transformación, a su modelación, a la inevitable violencia que supone cercar con palabras una experiencia que (per)vive en el cuerpo. Por medio del lenguaje, hacemos evolucionar a la propia memoria “creándola, recreándola y gestionando las necesidades personales de cara a poder construir una narrativa coherente” (Hernández, 2005, p. 411). Según Marta Allué “escribir es como fotografiar: lo que queda luego impreso en la memoria es la imagen sobre el negativo, la palabra sobre el papel y, solo muy adentro, el recuerdo vívido del pasado que, sin soporte, se desvanece” (2008, p. 29). Las páginas de mis siete cuadernos de campo mantienen vivo el pasado, custodian para siempre el cuerpo de la etnografía. Incluso si al hacerlo, lejos de mantenerla intacta como una imagen fija, la (re)hacen constantemente sacando nuevas fotografías desde otros ángulos. Pero los cuadernos de campo son tanto lugares de la memoria como de la desmemoria, lo que nuevamente problematiza la dicotomía entre memoria y olvido. A lo largo del proceso doctoral, en no pocas ocasiones, me ha ocurrido que recuerdo que he olvidado algo y lo anoto, junto con alguna indicación, como volver a ver una película, o repasar un libro. Así, el propio cuaderno de campo ha sido, paradójicamente, una superficie para inventariar no solo recuerdos, sino también los olvidos. O más bien, experiencias que son al mismo tiempo recuerdos y olvidos. Muchas veces no recuerdo haber vivido algo, pero sí me recuerdo nítidamente a mí misma escribiéndolo, buscando el momento o un bolígrafo para poder anotarlo, volcarlo sobre las páginas. Releo el fragmento, recuerdo perfectamente dónde y cómo lo escribí, pero no consigo acceder al recuerdo en sí, el propio acto de escribirlo lo ha difuminado, ha hecho que pase a segundo plano. Mis cuadernos están llenos de signos de interrogación que dibujo en los márgenes de las páginas cuando eso me ocurre, para dejar constancia de que olvido lo que recuerdo, o incluso, que recuerdo que lo olvido. Nuevamente, recuerdos y olvidos funcionan como categorías complementarias, inestables, de fronteras precarias, móviles y dinámicas. Sin embargo, en la etnografía también olvidamos menos de lo que creemos o, incluso, de lo que tememos (Ricoeur, 2003). A lo largo de estos años, en no pocas ocasiones me ha pasado que, en cualquier momento cotidiano, especialmente por las noches, por medio de algún sueño, me ha venido —visitado, asaltado— un detalle muy concreto de la etnografía en el que no había reparado con anterioridad. Los sueños pueden ser recuerdos, los recuerdos pueden venir por medio de sueños. En esos casos, me he incorporado abruptamente, no sé bien si dormida o despierta, he cogido mi móvil de encima de la mesa y lo he escrito como he podido en un grupo de whassap que tengo conmigo misma y que creé para guardar cosas de la tesis: noticias, capturas de pantalla, fotografías. Sin embargo, casi exclusivamente lo he utilizado para escribir estas cosas que me visitan por la noche. Suele decirse que “por las noches todo adquiere proporciones inmensas”, como que por la noche todo se percibe peor de lo que en realidad es, pero yo creo que esta intensidad y urgencia que adquiere la vida a altas horas de la madrugada puede ser visto como una potencialidad de la etnografía, y puede ser un modo de reparar en detalles y anécdotas que durante el día nos pasan desapercibidos. Alejandra Pizarnik (2000, p. 447) escribió que “cuando la noche sea mi memoria, mi memoria será la noche”, y algo así ha sucedido durante mi proceso etnográfico, en el que la oscuridad y la falta de luz han sido, paradójicamente, aliadas para mi memoria. ¿Y si las cosas fueran realmente lo que parecen por las noches? David Cooper escribió: “no poseemos nuestros sueños. Nuestros sueños nos sueñan” (1979, pp. 122-123), lo que puede entenderse como que nuestros sueños construyen la etnografía al igual que lo hacen nuestros pensamientos diurnos más lúcidos. Nuestros sueños nos sueñan y sueñan también la etnografía por medio de estos “satélites fieles pero algo caprichosos y en consecuencia molestos [que] aparecen, desaparecen, vuelven inopinadamente a importunar la memoria, de noche” (Augé, 1998, pp. 24-25). En este sentido, Paul Preciado critica la separación cultural que establecemos entre sueño y vigilia: Con los años, he aprendido a considerar los sueños, váyase a saber si por consuelo o por sabiduría, como parte integrante de la vida. Hay sueños que, por su intensidad sensorial, unas veces por su realismo y otras, precisamente, por su falta de realismo, merecen pertenecer a una biografía con el mismo derecho que el más notorio de los hechos acaecidos durante eso a lo que comúnmente se reduce lo que se en tiende por experiencias realmente vividas, es decir, las que acontecen durante la vigilia […] No se trata de que la vida sea sueño, sino de que los sueños también son vida […] Cerrados y dormidos, los ojos ven. (2019, pp. 17-18) Los sueños también son parte del trabajo de campo, la investigación no se detiene al acostarnos; no puede. A veces, abruptamente, la memoria viene; a veces los recuerdos, como plantea Sylvia Plath (2009, p. 295) “se abren paso a codazos, ansiosos por figurar, como caducas estrellas de cine”. Pero considerar en la etnografía la memoria que nos visita, que nos asalta, por medio de los sueños, implica incidir de nuevo en su fragilidad y fugacidad. Y, de hecho, con frecuencia, las mejores partes de la etnografía ocurren mientras dormimos. Cerrados y dormidos, los ojos ven, la investigación avanza, hacemos memoria. A veces, no tengo el recuerdo de haber soñado nada relevante, ni de haber escrito nada en mi grupo de whassap conmigo misma y, sin embargo, hay misteriosamente algo escrito a las dos de la mañana. ¿Cómo ha llegado ahí ese mensaje? El cuerpo olvida, incluso mientras recuerda. El cuerpo recuerda incluso cuando parece que olvida. Efectivamente, cuando la noche es nuestra (des)memoria, nuestra (des)memoria será la noche. En definitiva, por mucho que dispongamos de transcripciones, grabaciones y cuadernos de campo, toda etnografía debe gestionar la (des)memoria desde la base de que no podemos ni podremos nunca volver a acceder a los encuentros etnográficos de los que luego vamos a vernos obligadas a escribir. Desde esta propuesta del continuum entre memoria y olvido puede advertirse que, en la etnografía como en la vida, el olvido está lleno de memoria y también ocurre al revés. El olvido no debe entenderse —como defiende el poeta— como “un depósito desierto” o “una cosecha de la nada” (Benedetti, 1995, p.14). Su imbricación con la memoria es tal que una no puede entenderse sin la otra; la una depende de la otra. Y si el olvido es necesario para la (re)producción de la vida quizás también lo sea para el desarrollo del trabajo antropológico. 4. Conclusiones En este trabajo, hemos abordado el tema de la memoria y sus implicaciones durante el trabajo de campo. En un primer momento, hemos presentado la memoria como una mescolanza entre recuerdos, olvidos, ausencias y fabulaciones, donde tampoco está muy claro qué es qué, ya que la imaginación y la fantasía constituyen piedras angulares en la fabricación del recuerdo. Hemos subrayado su carácter afectivo y corporal, y el modo en el que se conserva y transmite entre cuerpos. En un segundo apartado, hemos realizado una aproximación a las dificultades prácticas que puede implicar la gestión de la memoria durante la etnografía. Por último, hemos abordado algunos problemas concretos basados en la gestión de la memoria durante mi tesis doctoral, como el papel de los cuadernos de campo o el modo en el que los recuerdos pueden visitarnos por las noches. Lo que ha quedado en evidencia es la necesidad de una práctica antropológica que haga de la memoria —de la etnógrafa, de los y las participantes de las investigaciones— un punto de partida fecundo para el análisis etnográfico. Una práctica antropológica respetuosa con el carácter corporal, afectivo y colectivo de la memoria, que se haga cargo de su fragilidad pero que también considere su capacidad de agencia, su dinamismo y sus múltiples posibilidades de activación Referencias bibliográficas Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. Universidad Nacional Autónoma de México. Ahmed, S. (2018). Vivir una vida feminista. Bellaterra. Allué, M. (2008). La piel curtida. Bellaterra. Augé, M. (1998). Las formas del olvido. Gedisa. Benedetti, M. (1989). Recuerdos olvidados. Anaya. Benedetti, M. (1995). El olvido está lleno de memoria. Editorial Sudamericana. https://mariangelesalvarez.files.wordpress.com/2012/11/memoriamc2babenedetti.pdf Benedetti, M. (2015). El porvenir de mi pasado. Alfaguara. Borges, J. L. (1969). Elogio de la sombra. Emecé. Butler, J. (2017). Vulnerabilidad corporal, coalición y la política de la calle. Nómadas, (46), 13–29. Cooper, D. (1979). El lenguaje de la locura. Ariel. Cortázar, J. (2004). Queremos tanto a Glenda. Suma de Letras. Deleuze, G. (1987). El bergsonismo. Cátedra. Deleuze, G. (1972–1990). Conversaciones. Escuela de Filosofía Universidad ARCI.  Deleuze, G., & Guattari, F. (1988). Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia. Pre-Textos. Del Valle, T. (1996). La memoria del cuerpo. Arenal. Revista de Historia de las Mujeres, 4(1), 59–74. Del Valle, T. (1999). Procesos de la memoria: cronotopos genéricos. Áreas. Revista Internacional de Ciencias Sociales, (19), 211–225. Del Valle, T. (2019). Los entresijos de la evocación. Memoria y creatividad. Revista Internacional de los Estudios Vascos (RIEV), 64(1), 217–232. Del Valle Murga, T. (2002). Metodología para la elaboración de la autobiografía. En L. Álvarez Munárriz & F. Antón Hurtado (Eds.), Identidad y pluriculturalidad en un mundo globalizado (pp. 241–256). Universidad Internacional del Mar. Despret, V. (2022). A la salud de los muertos: Relatos de quienes quedan. La Oveja Roja. Ferrarotti, F. (2007). Las historias de vida como método. Convergencia. Revista de Ciencias Sociales, 14(44), 15–40. Frank, A. W. (1995). The wounded storyteller: Body, illness & ethics. University of Chicago Press. Galeano, E. (2001). Las palabras andantes. Catálogos. Hacking, I. (1998). Rewriting the soul: Multiple personality and the sciences of memory. Princeton University Press. Haraway, D. (2020). Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chthuluceno (Vol. 1). Consonni. Hernández García, J. M. (1999). Auto/biografía. Auto/etnografía. Auto/retrato. Ankulegi: Gizarte Antropologia Aldizkaria / Revista de Antropología Social, 53–62. Hernández García, J. M. (2005). Euskara, comunidad e identidad. Elementos de transmisión, elementos de transgresión [Tesis doctoral, Universidad del País Vasco – Euskal Herriko Unibertsitatea]. Hustvedt, S. (2019). Recuerdos de futuro. Seix Barral. Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos: Ensayos de antropología simétrica. Siglo XXI Editores. Latour, B. (2008). Reensamblar lo social: Una introducción a la teoría del actor-red. Manantial. Llona González, M. (Coord.). (2012). Entreverse. Teoría y metodología práctica de las fuentes orales. Universidad del País Vasco. Lowenthal, D. (1985). El pasado es un país extraño. Ediciones Akal. Menéndez, E. (2002). La parte negada de la cultura: Relativismo, diferencias y racismo. Ediciones del autor. Nora, P. (2008). Pierre Nora en Les lieux de mémoire. Ediciones Trilce. Pizarnik, A. (1993). La extracción de la piedra de la locura y otros poemas. Visor Libros. Pizarnik, A. (2000). Poesía completa. Lumen. Pizarnik, A. (2002). Prosa completa. Lumen. Pla, J. (1996). El cuaderno gris. Titivillus. Plath, S. (2009). Poesía completa (Edición de T. Hughes). Bartleby Editores. Preciado, P. B. (2019). Un apartamento en Urano: Crónicas del cruce. Anagrama. Rich, A. (2005). Artes de lo posible: Ensayos y otras conversaciones. Horas y Horas. Ricoeur, P. (2003). La memoria, la historia, el olvido. Editorial Trotta. Ruiz Marcos, L. (2016). Cuando la memoria pasa por la piel: Escenarios del cuidado en la enfermedad de Alzheimer[Tesis doctoral, Universidad Complutense de Madrid]. https://docta.ucm.es/entities/publication/76d38e5e-f13b-4a4c-93e7-e8c6a6ecc315 Schwarzenbach, A. (2010). Ver a una mujer. Minúscula. Storni, A. (2014). Las grandes mujeres. Nórdica Libros. Terradas, I. (1997). Circa: Antropología del tiempo y la inexactitud. Anales de la Fundación Joaquín Costa, (14), 233–254. Woolf, V. (1977). Tres guineas. Lumen. Woolf, V. (2008). Momentos de vida. Lumen. Woolf, V. (2010). La muerte de la polilla y otros escritos. Capitán Swing. Woolf, V. (2014). Orlando. Pocket Edhasa.